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jueves 28 de marzo de 2024

El avión y la bicicleta

Por Sergio Berrocal *

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

En su avión, uno de los tantos con los que los norteamericanos arrollaban a las tropas nazis en la Europa de la II Guerra Mundial, el piloto parece salido de una revista de modas, con los mil artilugios que convierten su aparato en un bicho de muerte. El aviador no es feo pero tampoco guapo y escribe con la mano izquierda.

Es uno de esos aviones parecidos a tantos otros de los que los europeos veríamos durante meses, tal vez años, ayudar a defender la libertad de Europa y la prepotencia de ellos. Hollywood había inventado otra guerra para demostrarnos que eran los mejores, que sin ellos no había vida posible.

Por las calles de Roma de un día de verano, un hombre corre desesperado, con el rostro demudado y detrás de él le sigue a toda la velocidad que le permiten sus piernecitas un chiquillo que parece a punto de sollozar. Al padre, al actor Lamberto Maggiorane, le han robado la bicicleta que le es indispensable para ir a trabajar y ganarse los espaguetis que todos esperan en casa.

Su dolor, su abatimiento, su desesperación es todo lo contrario de la tranquilidad del piloto yanqui, que sabe que tiene todas las de ganar. Nadie le robará su avión. Es la potencia y la gloria.

Corren que te corren, preguntan. Pero nadie ha visto nada. ¿Y qué van a ver entre miles de bicicletas en un país entrometido en la posguerra de hambre y necesidades de todo tipo, que acaba de salir de la guerra y no tiene nada más que la desesperación? El niño no llora, parece resignado. Mientras, las tropas norteamericanas han desembarcado en Sicilia con sus chicles, chocolatinas y raciones de comida que reparten preferentemente a las mujeres bonitas. Es un ensayo de la prostitución contra el hambre o al revés como más rabia les dé a ustedes.

En la televisión, que se encuentra en un rincón de mi escritorio, el protagonista de “El ladrón de bicicletas” trata de poner el título de la película en práctica y decide robar una. Pero le sale mal. No es un ladrón sino un obrero. Quieren apalearle. Pero el niño lo impide. Lo veo en un rincón desde mi ordenador donde busco palabras porque me ha saltado a la pantalla una maravillosa chiquilla muy morena, muy bonita, con una camisetilla, que sonríe con todo su amor debajo de un cartel que dice; “SOY FELIZ EN MI CUBA SOCIALISTA”.

Es un pedazo de papel que se está llevando el viento de la plaza donde el desesperado busca su bicicleta. El niño lo ve y coge a la niña por la mano, que corre detrás de él con la esperanzadora banderola. De pronto, el avión del que les hablé hace un rato y que me encontré en un dominical aparece al horizonte y se clava en medio de la plaza en un impecable aterrizaje.

El piloto baja por una escalerilla. Se quita el casco. Se acerca a los niños que siguen jugando con la bandera de esperanza: “Soy Georges H. W. Bush, piloto de caza de la US Navy. A sus órdenes.” Los niños están boquiabiertos pero la chiquilla no deja de sonreír y de enarbolar su bandera. El piloto la mira curioso, como si hubiese encontrado extraterrestres. Pero ellos le miran sin saber que cuando ellos sean mayores, ese hombre de uniforme mandará en el mundo y destruirá parte de él.

A doscientos metros, el padre del niño grita y hace grandes gestos con su sombrero. Ha encontrado la bicicleta. Se la habían llevado unos chiquillos para dar una vuelta. Ya podrá ir al trabajo. Ya podrán comer. Los niños se echan a reír. Son felices, como el padre, y el piloto los mira con unas chocolatinas en una de las manos de la que ha arrancado un guante. El padre y los niños se abrazan. La banderola de la chiquilla sigue ondeando: SOY FELIZ EN MI CUBA SOCIALISTA.

El padre no sabe lo que quiere decir pero ríe con ellos. El piloto se ha cansado de esperar y vuelve a su avión que sale disparado como una bala. Aquello no es para él. Allí no hay nazis ni gente que matar. Los aviones con tanto cohete están hechos para aniquilar todo lo que se encuentran a su paso.

Pero por un rato la paz ha vuelto. Y la niña se lo cuenta al niño con su banderola.

(Es posible, casi seguro que crean ustedes que este cuentecillo es el achaque de un viejo escritor, que como el pescador de Hemingway no pescó nada y se ha inventado cualquier cosa. Pero se equivocan. Es cierto. Si no pregúntenle a Vittorio de Sica que estaba conmigo en la plaza de Roma. Es auténtico… salvo el final de la película, claro. Pero no iba a dejar a los niños llorando)

ag/sb

 

*Escritor y periodista francés residente en España.
Sergio Berrocal

Berrocal, Sergio Periodista y escritor. Nació en Tetuán, Marruecos.Ejerció el periodismo durante 39 años y medio (1960-1999) en el Servicio en Español Amsud de la Agencia de noticias France-Press y cumplió funciones como corresponsal de ese medio en España y Brasilia. Tiene 15 libros publicados, entre ellos Güisqui con cine, una recopilación de sus crónicas cinematográficas. Es colaborador de Prensa Latina.

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