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sábado 20 de abril de 2024
salud mental

El silencio no es salud: Acerca de la palabra como herramienta liberadora (I)

Resumen

La salud mental de una población es más que un listado de sintomatología psiquiátrica. Esto último, en definitiva, no deja de ser un mecanismo ideológico de control social que determina quién está sano y quién enfermo en términos de conductas psicológicas. Este tipo de problemas no se soluciona silenciándolos (con farmacología o con balas). La única opción para encontrarle salida y poder procesar tanto dolor, es hablando. Hablar de lo sucedido, encontrarle sentido, poder procesarlo simbólicamente. Si no se habla de estas historias (personales, subjetivas o colectivas), el malestar no se va, regresa siempre. Lo psicológico-cultural que está reprimido retorna siempre, en la forma de síntoma incomprensible. Por tanto, si algo debe hacerse en nombre de la salud mental, es no silenciar los problemas, sino hablarlos.

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“Donde hay balas sobran las palabras”.

Pintada callejera de algún arrabal latinoamericano

“La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas”.
Sigmund Freud

“Que no se quede callado quien quiera vivir feliz”
Atahualpa Yupanqui

I

Psiquiatría clásica

La Psiquiatría clásica, manicomial en su esencia, se mueve básicamente como una “policía” de la moral dominante. En otros términos: es la encargada de certificar quién está loco y quién no lo está, no para curarlo- como hacen sus primas hermanas, las otras especialidades médicas- sino para aislarlo. En su ejercicio se transparenta de un modo evidente la ideología en juego: existe una tabla de “normalidad” de la que la Psiquiatría se hace cargo, determinando- con presunto rigor científico- quién entra en esa categoría, y quién no. Por cierto, la misma noción de “locura” es ya eminentemente ideológica: se emparenta con locus, (“lugar” en latín- recuérdese la expresión loc. cit. que aparece en las citas bibliográficas: loco citato, en el “lugar” citado). ¿Qué es la locura entonces?: el lugar de marginalidad que confiere la sociedad. Nadie nace loco; la sociedad “hace” sus locos (Mannoni: 1976).

¿Quién es loco? Es una cuestión ideológica y no de orden clínico. Desde los primeros asilos psiquiátricos de la historia, en el siglo XVIII en Inglaterra y Francia, puede verse ese amplísimo abanico de “cosas raras”, “anormales”, que se amontonan en los manicomios. Thénon, citado por Michel Foucault, así describe el Hospital Psiquiátrico de La Salpetriêre, a la sazón el más grande de Europa por aquel entonces: “Acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.”. (Foucault: 1967).

Madres de Plaza de Mayo

Cualquier cosa puede caer bajo el concepto de “locura”. Lo raro, lo alternativo, lo que rompe con la normalidad establecida, es loco. Las Madres de Plaza de Mayo, en Argentina, fueron llamadas las “Locas de Plaza de Mayo” por los militares represores. Y también puede haberlo sido cualquier creador que se adelantara a su tiempo, cualquier “anormal”. En la Edad Media europea, de hecho, cualquier signo de rareza se pagaba con la hoguera. En síntesis: la visión psiquiátrica clásica que establece “sanos” y “enfermos” según un modelo taxonómico biomédico, no sirve para entender- mucho menos para actuar- en la sociedad. Puede tranquilizar a la moral “normal” (encerrando en el loquero cualquier expresión de disfuncionalidad, y engrosando las cuentas de las farmacéuticas que venden cantidades industriales de psicofármacos), pero eso no nos alcanza para entender la dinámica real de las relaciones humanas. Quienes están leyendo este texto no estamos encerrados en el psiquiátrico: ergo, somos “normales”. ¿Es suficiente ese criterio?

La cuestión es más compleja. El campo de la salud mental fue revolucionado a principios del siglo XX por la entrada en escena de una nueva teoría y una nueva forma de entender y actuar con el sujeto humano. Con la aparición del psicoanálisis de la mano de Sigmund Freud- revolucionaria, subversiva ruptura teórica, tanto como el marxismo en otro campo– se abre una nueva dimensión. A partir de esta novedosa visión del sujeto humano cae la idea de “sano” versus “enfermo”. Todos, estructuralmente, estamos cortados por la misma tijera, y el delirio de un esquizofrénico, en sustancia, no es distinto del síntoma de cada uno de los “normales” que sigue leyendo el presente texto ahora y aún no se aburrió. ¿Quién no presenta formaciones sintomáticas, inhibiciones, momentos de ansiedad? ¿Estamos todos locos entonces? o, con más precisión: es evidente que debe refundarse la noción de salud mental.

Esa nueva visión del sujeto, inconsciente mediante, permite ver que la palabra es la esencia misma de nuestra conformación como sujetos. Somos sujetos de la palabra, del orden simbólico. Hablar, codificar, simbolizar es lo que nos hace humanos. ¡Y es lo único que nos puede servir para entender y procesar la “locura”, el malestar anímico! Conclusión: hay que perderle el miedo a hablar. ¡¡No existen las “malas” palabras!!

Freud

“Las palabras son, en efecto, el instrumento esencial del tratamiento anímico”, dirá Freud refiriéndose al método de trabajo que está iniciando en los albores del siglo XX (1991). “El psiquiatra tradicional [e igualmente la psicología de la consciencia] dispone de un saber concebido de acuerdo con el modelo del saber médico: sabe lo que es la “enfermedad” de sus pacientes. Se considera, en cambio, que el paciente nada sabe de ello. (…) La actitud psicoanalítica no hace del saber un monopolio del analista. El analista, por el contrario, presta atención a la verdad que se desprende del discurso (Mannoni: 1976). Agregará Lacan: “El neurótico es un enfermo que se trata con la palabra, sobre todo con la suya. Debe hablar, contar, explicar él mismo. Freud lo define así: “asunción de parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro” (Lacan: 1971).

II

Durante la última sangrienta dictadura militar en Argentina, cuando arreciaban las protestas por las desapariciones forzadas de personas, además del descenso en el nivel económico de la población con los planes neoliberales, el gobierno de turno promovió una infame campaña publicitaria en los medios audiovisuales. La misma consistía en mostrar diversas imágenes asociadas a ruidos enloquecedores: un martillo hidráulico, un bebé llorando, una sirena de ambulancia. El efecto que las mismas lograban era de desesperación. El ruido prolongado se torna insoportable, eso no es ninguna novedad. Luego de esas imágenes, aparecía el rostro de una enfermera pidiendo silencio (ícono ya universalizado, llamando a la calma en cualquier hospital); y sobre su cara, la leyenda: “El silencio es salud”. El mensaje estaba claro: mejor callarse la boca, no hablar, no levantar la voz por los desaparecidos que día a día enlutaban el país. Era una invitación al silencio. 30 mil desaparecidos durante los años de la dictadura convirtieron a la Argentina en el segundo país de Latinoamérica en ese oprobioso “mérito”, detrás de Guatemala, que detenta la mayor cantidad de desapariciones forzadas (Villagrán: 2004). De eso no debía hablarse. El silencio ¿era salud?

Desde la ciencia psicológica, desde la promoción de los derechos humanos y desde una perspectiva política crítica debemos decir exactamente lo contrario: ¡¡el silencio no es salud!! Si algo puede haber sano ante las injusticias no es, precisamente, quedarse callado. Es su antítesis: ¡¡es hablar!! (reléanse los tres epígrafes).

La palabra es un instrumento de salud. La salud mental, en definitiva, es poder hablar, tomar la palabra, no dejar nada oculto. La basura puesta debajo de la alfombra no es solución: ahí queda. Lo escondido, aunque se lo intente desaparecer, sigue estando. Lo reprimido siempre retorna.

Esta es una verdad de la psicología clínica, del psicoanálisis, y también puede constatarse en la dinámica social, colectiva. Fenómenos “¿enfermizos?” como la niñez de la calle, las maras, la violencia de género, las adicciones, la marginalidad en su sentido más amplio, deben ser leídos como síntomas sociales.

Matar a todos los mareros, por ejemplo, no terminaría jamás con el problema de las maras, porque la existencia de jóvenes integrados a pandillas es un síntoma, una expresión puntual de causas que actúan invisibilizadamente (pobreza, exclusión, familias disfuncionales, cultura de violencia reinante, etc.). Después de la mega-cárcel de El Salvador, con 40,000 pandilleros detenidos custodiados por 600 soldados y 250 policías, ¿se habrá solucionado el problema de base de ese país por el que alrededor de un 20 por ciento de su población tuvo que marchar como migrante irregular a Estados Unidos y por el que infinidad de jóvenes se integran a las maras ante la falta de perspectiva social? Los síntomas hablan de otra cosa más allá de ellos mismos, de otra escena, de razones profundas, que es lo que hay que investigar y sobre lo que realmente se debe actuar.

III

La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, deja secuelas tanto físicas como psicológicas, así como una inscripción con valor social que toca al colectivo.

Si bien el concepto de “violencia” es muy amplio, en términos generales debe entendérsela como un agente externo que agrede a quien la padece. En esta perspectiva se apunta como violencia cualquier ataque a la integridad del sujeto: desde un desastre natural o un accidente grave a la guerra, el maltrato intrafamiliar, el abuso sexual o la violencia política. Las consecuencias que trae esa agresión varían de acuerdo a la constitución personal del sujeto que la experimenta y del contexto en que se da. Pero siempre, en mayor o menor medida, padecer un hecho violento deja marcas.

En la experiencia clínica esa afrenta se denomina “trauma”:

“Acontecimiento de la vida de un sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto para responder adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica. Ese trauma se caracteriza por un aflujo de excitaciones excesivo en relación con la tolerancia del sujeto y su incapacidad de controlarlo”. (Laplanche y Pontalis: 1971).
Muchas veces el padecimiento de un hecho violento produce un cuadro clínico específico llamado “neurosis traumática”:

“Tipo de neurosis en la que los síntomas aparecen consecutivamente a un choque emotivo, generalmente ligado a una situación en la que el sujeto ha sentido amenazada su vida”. (Ídem)

Los efectos psicológicos de la violencia son variados: puede encontrarse miedo, angustia, desorganización o desestructuración de la personalidad, sintomatología psicosomática. En algún caso puede desencadenarse una reacción psicótica, suicidio incluido.

La salud mental de un sujeto o de una comunidad es un índice particularmente significativo de su calidad de vida. Quien vive aterrado, atemorizado, quien no puede hablar de sí, de sus problemas, vive mal. Todo aquel que ha padecido ataques a su integridad arrastra una carga difícil de sobrellevar, y en muchos casos manifiesta trastornos clínicos, pasajeros o, en la mayoría de los casos, permanentes.

IV

Diferentes investigaciones con poblaciones que estuvieron sometidas a hechos violentos (mujeres violadas, sujetos que vivieron en guerra- como civil o como combatiente-, desplazados de sus regiones de origen, perseguidos políticos, comunidades víctimas de la discriminación étnico-racial) dan cuenta que entre un 25 y un 50 por ciento de sus integrantes evidencian síntomas de disfuncionalidad (lo que algunos llaman estrés post-traumático). Gente que sufre, que vive mal; poblaciones completas que padecen aflicciones ligadas a un hecho traumático-y traumatizante-. Todo esto deteriora la posibilidad de desarrollo y plena realización.

Un método adecuado para devolver la salud deteriorada es propiciar la palabra ahí donde hay silencio y olvido. La palabra, en ese sentido, es liberadora.

Cuando las excitaciones se tornan inmanejables, cuando se supera la tolerancia, hay una ruptura en el equilibrio psicológico. El “aparato psíquico” (tomando una vieja idea freudiana), cuya función es mantener la constancia del sujeto, hace síntoma, siendo éste el intento de defenderse de esa carga excesiva. Solamente rastreando la historia que llevó a esa situación, poniendo en palabras y recuperando el tejido donde aparece el “cuerpo extraño” desestabilizador, así se puede reparar el daño ocasionado a la organización psicológica. Hablar sobre el hecho traumático, desenmascararlo, recuperar la historia que quedó elidida tras él; en otros términos, buscar la verdad en el más puro sentido de los griegos clásicos: alétheia- des-ocultamiento–, ese es el método psicoterapéutico que puede ayudar a superar el trastorno ocasionado por esa conmoción. (sigue)

Rmh/mmc

*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala.

Marcelo Colussi

Colussi, Marcelo Politólogo, catedrático universitario e investigador social. Nacido en Argentina estudió Psicología y Filosofía en su país natal y actualmente reside en Guatemala. Escribe regularmente en medios electrónicos alternativos. Es autor de varias textos en el área de ciencias sociales y la literatura.

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