Rafael Cuevas Molina*
Una verdadera cultura de la violencia se ha entronizado en Centroamérica. Hunde sus raíces en la historia de la región, y sus causas son múltiples y diversas, algunas de ellas evidentes, identificables a simple vista.
Repúblicas estructuradas alrededor de oligarquías retrógradas, autoritarias y racistas, cuyo dominio fue impuesto a sangre y fuego, construyeron Estados excluyentes, con escasos o nulos mecanismos para el diálogo y el consenso, y apostaron en primer lugar a la imposición.
Repúblicas cuyos gobiernos poco se interesaron en establecer sistemas judiciales modernos, en las que primó la ley del más fuerte, del que más dinero tiene, de aquellos que lograron tejer mejor sus redes de influencia, y donde las diferencias de clase son las mayores en un continente en el que esas desigualdades son, a su vez, las más elevadas del mundo.
Estados propensos a la penetración de las mafias internacionales del narcotráfico, que hoy se enseñorea en la región y apenas choca con ciertos muros de contención en países empeñados en detenerlo como Nicaragua.
El objetivo de esas oligarquías de mirada miope (si no ciegas) -cuyos proyectos nacionales han sido furgón de cola de los intereses de las transnacionales norteamericanas- siempre fue lucrar como intermediarias y someter a niveles a veces inauditos de explotación a los sectores populares.
Oligarquías que, ante los reclamos de las clases populares, se dedicaron a construir estados contrainsurgentes, armados hasta los dientes, que perpetraron tropelías inimaginables, documentadas por quienes las sufrieron en carne propia: el arrasamiento de poblados enteros con métodos similares a los utilizados por Estados Unidos en Vietnam; descuartizamiento de seres humanos en público, sin distinción de sexo o edad, para escarmiento de los que quedaran vivos.
A ello se suma el asesinato en plena vía pública, por las autoridades policiales, de profesores universitarios, estudiantes y ciudadanos cuyo único delito fue pedir lo mínimo que ofrece cualquier estado de derecho. En Centroamérica -pese al esfuerzo de los gobiernos farabundistas y sandinistas en El Salvador y Nicaragua, respectivamente- aún confluyen los países con los más altos índices de pobreza extrema. En sus calles pulula una verdadera corte de los milagros en medio de la lujuriante naturaleza y las tierras fértiles capaces de propiciar que todos tuvieran, cuando menos, lo necesario para una vida digna.
Una región que explotó ante tantas contradicciones y vivió más de 30 años de guerra durante los cuales miles de personas fueron “desaparecidas”, asesinadas u obligadas a desplazarse y convertirse en refugiados.
Más de 30 años en los que muchos no conocieron más que el ruido de las armas y, una vez desmovilizados al firmarse los acuerdos de paz, hicieron de la violencia su modus vivendi.
Una región que, al expulsar a cientos de miles de ciudadanos, dio pie a grandes contingentes de desarraigados en las grandes urbes estadounidenses como Los Ángeles, por ejemplo, donde las nuevas generaciones encontraron sentido de pertenencia, solidaridad e identidad en pandillas juveniles como la Mara Salvatrucha o la Dieciocho.
Al ser deportados por las autoridades norteamericanas a sus países de origen, a El Salvador, Honduras, Guatemala -que venían saliendo de la guerra y se habían estado transformando en puente de la droga entre América del Sur y Estados Unidos, con aparatos gubernamentales corruptos y estructuras sociales excluyentes-, en algunos de estos no solo pervivieron, sino que se potenciaron, creando un cóctel que tiene aterrados a propios y extraños, mientras sólo se atina a idear medidas represivas como aumentar las penas de cárcel o reforzar los penales.
En este contexto, la violencia contra las mujeres es otra de las dimensiones de esa cultura de la violencia centroamericana. No se trata solo de maltrato sino de asesinatos. ¿Fue siempre así? ¿Sucede como afirman investigadores alemanes, que esta existió siempre y sólo fue visible cuando hubo condiciones para que fuera vista?
“Bajo criterios sociológicos, -aducen- más importante que el acto de violencia o de delincuencia en sí es la asignación social de sentido. Igual que todos los fenómenos sociales, la violencia y la delincuencia sólo se vuelven “reales” cuando la sociedad las percibe, las denomina, las clasifica y las reconoce como reales”.
“Lo mismo es válido en cuanto a la valoración de estos fenómenos como problemas sociales. La violencia doméstica y la violencia en instituciones educativas pueden servir como ejemplos –argumentan-. De ambos fenómenos se hacía caso omiso y eran tema tabú tanto en Europa como en Centroamérica hasta hace relativamente poco”.
No pareciera ser ese el caso de la violencia contra la población femenina que ha rebasado, con mucho, el ámbito de lo doméstico. En Guatemala este tipo de violencia ha alcanzado cuotas realmente alarmantes: 720 casos solo en el año 2009 que, como destacó el Secretario General de la ONU, Ban Ki-Moon, cuando se presentó la campaña UNETE de prevención de feminicidios, es una de las cifras más altas del mundo.
Como define Carmen López, vocera de la Alianza para la Acción: previniendo el feminicidio y otras formas de violencia contra la mujer en Guatemala -conformada por varias asociaciones-, este fenómeno es “la consecuencia última de un intento explícito del agresor por controlar el cuerpo de las mujeres y/o sus actuaciones, un fenómeno histórico de orden social, no del ámbito privado”.
“Un fenómeno que afecta a toda la sociedad (que) ocurre tanto en tiempos de paz como en situaciones de conflicto armado, en “las esferas públicas y privadas: casa, centro laboral, centros educativos, en la calle. Las víctimas son mujeres sin ninguna distinción de clase, etnia, opción sexual, raza y/o edad”.
Una idea que queremos rescatar de lo manifestado por López es que esa violencia expresaría el paroxismo de la incapacidad del hombre por controlar el cuerpo de la mujer. Se trata, por lo tanto, de una respuesta patológica por parte de éste ante la mujer que escapa de su tutela y control, en un momento histórico en el que ella cuestiona la condición a la que se le somete en la sociedad patriarcal.
La violencia contra la mujer surge y se alimenta del mandato de subordinación social, política, económica y cultural ejercido sobre éstas. “La necesidad de reafirmar la fuerza, la autosuficiencia, la dureza, la autoridad son parte de los requerimientos que los hombres tienen en el esquema de masculinidad de tipo patriarcal”, argumentan Roy Rivera y Yajaira Ceciliano, investigadores de la FLACSO-Costa Rica.
Aunque se insinúa una tendencia al cambio en la matriz representacional tradicional, afirman estos dos investigadores, no es posible negar que en la visión de los hombres, sobre todo en la zona rural y de condición socioeconómica baja, sobrevivan algunos de los anclajes simbólicos patriarcales más obstructivos a la pretensión de construir nuevas formas de masculinidad.
En una sociedad machista como la centroamericana es culturalmente aceptado el disciplinamiento de las mujeres. Dice al respecto el documento Violencia contra las mujeres en Honduras: “Se ubica el origen de la violencia contra las mujeres como resultado de las relaciones de poder que se dan entre los hombres y las mujeres y que llevan a los primeros a considerar “normal” y hasta “necesario” ejercer control y violencia contra las mujeres”.
Aunque este tipo de violencia alcanza sus máximos niveles en Guatemala, en general en casi toda Centroamérica se ha producido asimismo un incremento. Solo a manera de ejemplo contémplense estas cifras: en el año 2009, en Centroamérica más de mil 600 féminas fueron asesinadas. De ellas 700 en Guatemala, 400 en Honduras, 300 en El Salvador y 39 en Costa Rica.
Ello ha llevado a las hondureñas a lanzar la campaña “Honduras es también Ciudad Juárez”, en alusión a los acontecimientos suscitados en esa ciudad del norte de México. Claro que el asesinato es solo una de las formas extremas de la violencia de género. Otra es el incesto, catalogado por Rivera y Ceciliano como “el superlativo del abuso sexual”.
Es esta, apuntan, otra expresión de la cultura de la violencia predominante en Centroamérica, abonada y apuntalada por la impunidad y la normalización de relaciones que ven en los gritos, los enfrentamientos abiertos, con cualquier tipo de armas o sin ellas, y otras múltiples formas de expresión de violencia, las formas normales en el relacionamiento de los individuos.
ag/rcm