Juan J. Paz y Miño Cepeda*
Especial para Firmas Selectas
América Latina se ha caracterizado por tener pueblos profundamente católicos. La religión fue impuesta desde la época colonial sobre la base de destruir lo que los conquistadores consideraron como antiguas “idolatrías” entre los aborígenes. La cultura religiosa afirmó la colonización y reforzó la grave subordinación de las poblaciones latinoamericanas a las élites dominantes.
Las repúblicas heredaron esa profunda base religiosa. Los conservadores, desde sus variadas tendencias y caudillos, convirtieron a la religión católica en única, oficial y regularmente con exclusión de cualquier otra, como quedó consagrada en sus Constituciones. Los liberales y radicales tuvieron entre sus planteamientos centrales la secularización de la cultura, la introducción del laicismo y la separación entre iglesia y Estado.
La implantación de esos principios derivó en largas luchas por el poder contra los conservadores. A fines del siglo XIX el liberalismo había triunfado en la mayoría de los países. Y, pese a las radicalidades más o menos aisladas, los liberales respetaron el catolicismo porque ellos también fueron católicos, aunque ciertamente anticlericales.
Pero es en el siglo XX cuando se ponen en juego las discusiones sobre la fe y el compromiso cristiano. El punto de partida lo constituyeron las Encíclicas Rerum Novarum (1891), de León XIII (1878/1903), y Quadragesimo Anno (1931), de Pío XI (1922-1939), que inauguraron lo que en adelante se conocería como Doctrina Social de la Iglesia.
Era la época de la expansión del imperialismo, el nacimiento de gigantes empresas monopolistas y el mantenimiento de graves condiciones de trabajo para los obreros en los países capitalistas centrales. Ambos Papas se pronunciaron a favor de los trabajadores y reclamaron derechos laborales y una justa relación entre capital y trabajo. Confiaban en que la cristianización de la sociedad acompañaría a la solución de los problemas.
Eran, además, anticomunistas y a Pío XI le tocó vivir no solo el triunfo del socialismo en la Unión Soviética (URSS), sino su vigencia en la época más autoritaria del estalinismo. Pero, además, desconocían las realidades latinoamericanas, donde el capitalismo era un sistema que había despegado solo en los grandes países de la región y, aun así, pesaba más la tremenda estructura rural y agraria, con trabajadores, campesinos e indígenas en condiciones miserables, bajo el dominio oligárquico-terrateniente.
Pero la Doctrina Social de la Iglesia al menos cautivó a sacerdotes e intelectuales católicos latinoamericanos que procuraron difundirla en medios sociales donde las clases dominantes y hasta diversas jerarquías recelaban de sus posibles efectos “comunistas”. En Ecuador, la primera central nacional de trabajadores, denominada Confederación Ecuatoriana de Obreros Católicos (CEDOC) fue impulsada bajo las orientaciones de la acción social católica proclamada en las Encíclicas antes referidas y fundada gracias al patrocinio que le brindaron jóvenes conservadores y jerarquías eclesiásticas, asustadas con el supuesto avance del “comunismo” en el país.
Otro momento de singular avance doctrinario católico fue el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII (1958-1963) en 1962. Se vivía en plena “guerra fría” y la Revolución Cubana (1959) había abierto un camino inédito en la historia latinoamericana. En ese marco, la guerra de Vietnam o la construcción del muro de Berlín, tanto como el bloqueo y la amenaza de invasión a Cuba, podían desatar unaconflagración atómica mundial.
La Encíclica Pacem in Terris (1963), de Juan XXIII, tomó clara posición a favor de la paz, con lo cual provocó el descontento de los guerreristas que tildaban al Papa de “comunista”.
Pero en América Latina, la Revolución Cubana impactó con tal fuerza que la década de los sesenta no solo vio surgir movimientos guerrilleros en distintos países, sino el despertar de pueblos que querían transformar definitivamente las sociedades. Incluso, al interior de la que siempre pareció una iglesia monolítica, se produjeron increíbles rupturas y posicionamientos.
En esta región surgió la Teología de la Liberación, sectores eclesiales reconocieron al marxismo como instrumento teórico válido para el análisis social y en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en Medellín (1968), alentada también por Paulo VI (1963-1978), la iglesia marcó la “opción preferente por los pobres”, condenó el comunismo, pero sobre todo al capitalismo considerado un “sistema de pecado”, y hasta reconoció la inevitabilidad de la lucha armada, cuando los pueblos no encuentran el camino institucional que les permita salir de la pobreza y la explotación.
Había surgido la iglesia “roja” o “comunista” -como la atacaron desde distintos frentes conservadores e imperialistas-, que a menudo entró en contradicción con las jerarquías eclesiásticas.
Esa Iglesia popular latinoamericana fue otra de las víctimas de los Estados militares-terroristas implantados en América Latina desde 1973, cuando se instauró la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. Aquellos momentos coincidieron, paradójicamente, con el papado de Juan Pablo II (1978-2005), quien llevó una contundente actividad contra los países comunistas y se convirtió en uno de los artífices para el derrumbe del socialismo en el mundo.
Su sucesor, Benedicto XVI (2005-2013) probablemente es el Papa contemporáneo que menos comprendió a Latinoamérica, pero ambos pontífices tuvieron un rasgo común: su radical rechazo a la Teología de la Liberación y a cualquier influencia del marxismo en la iglesia.
De manera que el ascenso al Vaticano por parte de Francisco (Jorge Mario Bergoglio, argentino) en 2013, primer Papa jesuita y además latinoamericano, ha marcado un nuevo acontecimiento para la historia de la región. Su papado coincide con los inéditos procesos abiertos en América Latina por los gobiernos de nueva izquierda, lo cual es un factor que el mundo contemporáneo no puede desechar ni minimizar.
Han sido esos gobiernos, y particularmente los de Ecuador, Bolivia y Venezuela, a la vanguardia en Suramérica, los que en forma contundente (desde luego hay ciegos de derecha y ahora también de la vieja izquierda marxista) han transformado la realidad económica, política y social de sus países.
Ninguno de los Papas anteriores podía comprender la realidad latinoamericana desde sus interioridades, como evidentemente lo ha hecho el Papa Francisco. En forma parecida a lo que hizo Juan XXIII, este Papa también ha promovido la austeridad, la sencillez y la humildad. Varios de sus pronunciamientos y acciones han sido bien acogidos en el mundo católico, sobre todo en Latinoamérica, pero también despertado apasionadas reacciones de los católicos más conservadores y aquellos sectores sociales que sienten que los dardos del Pontífice han apuntado hacia ellos.
En un mundo en el que se han impuesto los valores, los condicionamientos y el poder de las gigantes corporaciones ante todo financieras, en que la hegemonía de los EE.UU. está cuestionada y hasta amenazada, donde el capitalismo neoliberal fracasa, en ese mundo actual donde América Latina se ha colocado a la vanguardia de los cuestionamientos al régimen internacional imperante, las palabras y las obras del Papa Francisco sólo adquieren dimensión si son leídas y entendidas en el marco del ascenso de los pueblos latinoamericanos a su dignidad, soberanía, libertad auténtica, democracia social, búsqueda de equidad y deseo de construir una sociedad nueva, que incluso derroque para siempre al capitalismo.
Esa es la ventaja de Francisco como latinoamericano. Allí radica el humanismo y la profundidad con la que ha sorprendido al mundo y a su propia región.
Tres acciones casi simultáneas han sido determinantes en el latinoamericanismo de Francisco frente a los Papas con indiscutible visión eurocentrista (como lo fueron sus antecesores): su intervención para que Cuba y los EE.UU. inicien nuevas relaciones a fin de superar el bloqueo, la Encíclica Laudato Si’ (Confer. http://goo.gl/ZyXW5Q) y sus viajes a América Latina.
Lo de Cuba y EE.UU. ha merecido los comentarios mundiales más positivos y la reacción de los republicanos norteamericanos más retrógrados e ignorantes.
La Encíclica ha sido otro golpe demoledor. Puede ser que las referencias a la familia y la negación al aborto resulten para muchos demasiado conservadoras, pero el documento es mucho más relevante y hasta “revolucionario” en la idea de “ecologismo integral”, que respete al ser humano y a la naturaleza, en tanto ambos son fruto de la misma creación.
La Encíclica se concentra ampliamente en la defensa de “nuestra casa común” y reflexiona sobre el calentamiento global, científicamente demostrado como un proceso que amenaza a la vida. Y es tajantemente clara en considerar que el dominio mundial de las finanzas y el paradigma tecnológico en función del rédito, de las ganancias, no repara en las graves consecuencias sobre el ser humano ni sobre el medio ambiente. La crítica es frontal: “En algunos círculos –señala- se sostiene que la economía actual y la tecnología resolverán todos los problemas ambientales, del mismo modo que se afirma, con lenguajes no académicos, que los problemas del hambre y la miseria en el mundo simplemente se resolverán con el crecimiento del mercado”.
La Encíclica provocó una inmediata reacción en los sectores más conservadores del mundo. En los EE.UU. no faltaron los cuestionamientos contra el Papa “comunista”. Las transnacionales nunca se habrán esperado unas reflexiones que atacan al centro de sus actividades depredadoras en todo el planeta.
Pero en América Latina la Encíclica adquirió otra dimensión, pues es aquí donde la conciencia medioambiental forma parte del desafío por construir la nueva sociedad. Basta con entender el principio del SumakKawsay (Buen Vivir) que integra ser humano y naturaleza, acogido abiertamente en Ecuador y Bolivia, a pesar de las críticas que han merecido proyectos como el de la explotación de una zona del Yasuní en la Amazonía ecuatoriana.
El problema, en este caso, rebasa la utopía del medio ambiente intacto, pues plantea otra reflexión: el ser humano latinoamericano tampoco puede retrasar su propio Buen Vivir limitándose a mantener una naturaleza absolutamente virgen. Tema de interminable debate.
Pero junto con la Encíclica se ha ubicado el reciente viaje del Papa a Ecuador, Bolivia y Paraguay en julio de 2005. En Santa Cruz de la Sierra, Francisco pronunció un discurso anticapitalista y antineoliberal que ha asombrado a Latinoamérica, pues no se esperaba algo igual (Confer. https://goo.gl/VH9d9a).
Ese discurso tiene particular visión sobre la economía: reivindica la redistribución de la riqueza, cuestiona la acumulación de dinero, fustiga el mercado libre, ataca la globalización financiera, propugna la equidad, alienta la economía popular, reivindica a los trabajadores, cuestiona la propiedad privada así como la “concentración monopólica de los medios de comunicación social”.
De igual modo arremete contra el colonialismo y el neocolonialismo; y, en materia social, invita a realizar el cambio, porque “este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía San Francisco”.
El documento reconoce, en la organización y creatividad de los explotados, los más humildes, los pobres y excluidos, la fuerza que impulsa el futuro de la humanidad. El Sumo Pontífice pidió, además, “humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América”.
Ese mismo discurso habría sonado “demagógico” y “populista”, si no proviniera del Papa. Es que, además, coincide con los procesos de cambio que vive América Latina, con el sentir de sus pueblos, y ataca directamente a las estructuras del poder que han permitido que minorías enriquecidas controlen la vida de los Estados.
Quienes han querido encontrar frases aisladas del Papa para suponer críticas a los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales, no entendieron nada, pues demostraron perder el enfoque conductor del Papa Francisco sobre América Latina y sobre el mundo. Y, sin duda, el discurso del Papa Francisco y su Encíclica han dado continuidad a la iglesia latinoamericana de la liberación y del compromiso popular.
ag/jcp