Por Guillermo Castro H.*
Especial para Firmas Selectas
“No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.”
José Martí, 1891.[1]
Al tratar de las cosas de nuestra América, conviene una precisión. Mientras en el resto de Occidente las abreviaturas AC y DC sirven para ordenar el tiempo en un antes y un después del nacimiento de Cristo, entre nosotros sirven además para ordenar nuestra propia historia en sus dos momentos fundamentales: antes y después de la Conquista europea.
Así, la extraordinaria complejidad ambiental, social y cultural de nuestra América tiene su origen en el siglo XVI, cuando la región se vio incorporada al proceso de formación del moderno sistema mundial como proveedora de alimentos y materias primas, y como espacio de reserva de recursos naturales.
Esa modalidad de inserción definió, a su vez, una estructura de larga duración que opera con tiempos y modalidades distintas de interacción entre los sistemas sociales y naturales en cuatro subregiones diferentes.
Una de etas se articuló a partir del trabajo esclavo, asociado sobre todo -pero no exclusivamente- a actividades de plantación; otra, a partir de distintas formas de trabajo servil, destinado sobre todo a la producción de alimentos y la explotación minera; y otra más tomó forma a partir de migraciones europeas hacia espacios con bajas densidades de población indígena, donde se desarrollaron economías agroganaderas, y tuvo lugar un vasto proceso de mestizaje.
A estas tres se agrega, por último, un conjunto de espacios que escaparon a la articulación directa en el mercado mundial durante un período más o menos prolongado, y sirvieron de zonas de refugio a poblaciones indígenas, afroamericanas y mestizas desplazadas por la Conquista, o que resistían a ella.
La primera de esas regiones tiene hasta hoy, así, un claro carácter afroamericano asociado con frecuencia a una gran debilidad organizativa de los sectores más pobres; en la segunda, la indoamericana, persisten a menudo importantes tradiciones de organización campesina y comunitaria, mientras la tercera suele ser identificada como una suerte de euroamérica mestiza.
La cuarta, sin embargo, sin tradiciones relevantes de producción para un mercado que, en el mejor de los casos, sólo ha tenido una importancia complementaria en sus actividades productivas, pasó a constituirse en una frontera interior de recursos sometida a una constante presión por parte de las otras tres, encaminada a impedir su función como zona de refugio, primero -y sobre todo de mediados del siglo XIX en adelante-, a ampliar las fronteras interiores de economías agroexportadoras.
Esas regiones constituyen, desde entonces, una realidad en constante transformación. Así, el tránsito del siglo XIX al XX, es testigo de la formación, por medio de la Reforma Liberal, de mercados de trabajo y de tierra, a través de procesos masivos de expropiación de territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, destinados a crear las premisas indispensables para la apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de economías de enclave en el marco del Estado Liberal Oligárquico.
Los ciclos posteriores -populista, desarrollista y neoliberal- marcarán el camino hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.
Hoy asistimos a la culminación del proceso de incorporación de esas fronteras de recursos a la economía global. Esto explica la creciente importancia que adquieren en estas regiones los conflictos de origen ambiental, es decir aquellos que surgen del interés de grupos sociales distintos por hacer usos excluyentes de los recursos de un mismo ecosistema.
Por lo mismo, estos conflictos no se reducen al enfrentamiento entre ricos y pobres, mestizos e indígenas, grupos rurales y urbanos o capitalistas nacionales y extranjeros, sino que expresan todo eso y mucho más.
La incorporación al mercado de las últimas fronteras de recursos de América Latina, asociada a la inversión masiva en megaproyectos de infraestructura, tiene hoy características inéditas. Así, por ejemplo, a diferencia de lo ocurrido entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX, en ella se combinan el interés de burguesías nacionales y sus Estados -que entonces apenas empezaban a formarse-, con el de empresas transnacionales de una complejidad sin precedentes.
Ese proceso, además, opera en una circunstancia de crisis ambiental a escala planetaria, que demanda la producción de condiciones de producción de alcance global con apoyo técnico, financiero y político de instituciones financieras internacionales.
En esta circunstancia, el proceso de transformación del patrimonio natural en capital natural aparece asociado a la formación de una fracción “verde” del capital transnacional y nacional, que opera en una relación de conflictividad creciente tanto con las fracciones extractiva, agraria e industrial tradicionales, como con los nuevos movimientos de resistencia social a la expropiación del patrimonio colectivo y el deterioro de las condiciones de vida de los habitantes de esas fronteras de recursos.
Todo esto plantea problemas de un tipo nuevo en la historia de nuestra región, que no pueden ser encarados con la sola defensa de las relaciones no capitalistas de producción que ese desarrollo pone en crisis. Es necesario, en cambio, comprender esas transformaciones en su relación con el proceso infinitamente más amplio y complejo de la crisis del capitalismo a escala del planeta entero, del mismo modo que es indispensable entender esa crisis global desde nuestra circunstancia entera, sin oponer el mundo rural al urbano sino y, sobre todo, entendiendo la relación entre ambos.
Así entendida la realidad de nuestras sociedades, será posible identificar los modos en que cabe orientar la transformación por la que atraviesan, para llegar con ellas …»por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.[2]
Ese “estado apetecible” será el producto de un desarrollo sostenible, por lo humano que llegue a ser. Allí, las condiciones de producción que hoy genera el capital para sí mismo, mediante prácticas que degradan a un tiempo a los trabajadores y a la naturaleza que es objeto de su trabajo, pasarán a ser producidas por todos, y para el bien de todos. De lo que se trata no es de defender un pasado cuyo tiempo de pasar ha llegado, sino de construir las bases de un futuro
que va siendo imprescindible si deseamos sobrevivir como la especie que somos.
No estamos ya ante desafíos meramente tecnológicos o económicos, sino políticos, esto es, de cultura en ejercicio. Y ante un desafío tal es bueno recordar que, si el sentido común de la vieja cultura nos advertía que la política era el arte de lo posible, el buen sentido de la cultura que emerge de las luchas de nuestros pueblos nos dice que la política que demandan estos tiempos consiste en crear las condiciones que hagan posible lo que ya es necesario.
Se trata, ahora, de encarar los males de la falsa erudición con el conocimiento de la naturaleza de nuestro medio y de nuestra gente para construir una civilización nueva, capaz de enfrentar y derrotar a la barbarie en que se desgrana el mundo que hemos conocido.
ag/gch