Por Guillermo Castro Herrera *
“Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando y zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.”
José Martí, “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.
Si entre fines del siglo XVIII y mediados del XX el Estado nacional fue la forma política básica de organización del mercado mundial -entendido como una estructura de relacionamiento entre mercados nacionales-, ¿cuál será la forma política de organización de un mercado global cuyos principales protagonistas son corporaciones transnacionales?
El mundo contemporáneo se sostiene, ya, sobre una infraestructura de un tipo nuevo, cuyas raíces pueden remitirse a las transformaciones en la economía mundial a que hiciera referencia Vladimir Lenin en su ensayo de 1914 sobre el imperialismo como forma más avanzada -entonces- del desarrollo del capitalismo. ¿Cuál vendrá a ser, en esta circunstancia, la superestructura correspondiente al mundo que emerge de esas transformaciones, y cuáles serán las contradicciones fundamentales que animen su desarrollo en los años por venir?
Es bueno recordar que aquel texto de Lenin se refería a un proceso que entonces era aún joven y vigoroso, cuyo origen había sido señalado por Marx en aquella carta a Engels de noviembre de 1858 cuando, culminada en lo esencial la elaboración de sus Grundrisse, que abrían paso a la redacción de El Capital , le decía a su amigo y colaborador que:
La misión particular de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial, al menos en esbozo, y de la producción basada sobre el mercado mundial. Como el mundo es redondo, esto parece haber sido completado por la colonización de California y Australia y el descubrimiento de China y Japón. Lo difícil para nosotros es esto: en el continente [europeo] la revolución es inminente y asumirá también de inmediato un carácter socialista. ¿No estará destinada a ser aplastada en este pequeño rincón, teniendo en cuenta que en un territorio mucho mayor el movimiento de la sociedad burguesa está todavía en ascenso?[1]
En el marco así esbozado, las revoluciones anticapitalistas del siglo XX -esto es, los Estados y las economías resultantes de ellas, empezando por la soviética de 1917-, siendo encapsuladas por el mercado mundial en la plenitud de su expansión, aún así esas revoluciones contribuyeron de manera importante al desarrollo de las contradicciones internas que animaban esa expansión, de un modo que favoreció la formación del complejo militar industrial como un componente de primer orden en la vida política y económica de nuestro tiempo.
Esto, a su vez, otorgó un sesgo marcadamente belicista al desarrollo de la civilización creada por ese mercado a partir de la II Guerra Mundial, y hasta el presente.
Ese desarrollo se expresa hoy en una crisis civilizatoria en que se combinan, a escala global -con expresiones glocales muy diversas-, un crecimiento económico incierto, un deterioro social persistente, una degradación ambiental creciente, en un marco de constante violencia política y criminal. Nos encontramos, realmente, en una situación que recuerda a la del período de los Reinos Combatientes en la historia de China, entre 475 y 221 años antes de Cristo. Esa era dio de sí a un estratega clásico, Sun Tzu, pero conllevó a la formación de la China misma, con el triunfo estratégico de la dinastía Qin.
¿Cuál será el gran estratega -individual, corporativo o social- que surja de nuestra crisis global? ¿Cuál será la institucionalidad en que desemboque este período de cambio, violencia y transformación en el que todo lo que ayer apenas era percibido como sólido y permanente, hoy parece disolverse en el aire? ¿Y cuál será, en ese mundo nuevo, el lugar de lo que hasta hace poco era percibido aún como un Nuevo Mundo?
Nos toca a cada uno formular esas preguntas desde nuestra propia circunstancia social, nacional y profesional. Pero, y sobre todo, nos toca encontrar las respuestas más adecuadas para culminar la tarea de transitar desde un mundo que se hace viejo ya, y se desintegra, hacia otro que merezca llamarse nuevo por su capacidad para permitir a nuestra especie sobrevivir a lo peor de sí, y desplegar finalmente lo mejor de sus capacidades para hacer sostenible su propio desarrollo.
ag/gc