Por Guillermo Castro H.
Todo proceso de trabajo tiene su origen, por remoto que sea, en la extracción y transformación de elementos naturales en recursos que puedan ser incorporados a una cadena productiva, cuya creación -mediante actividades extractivas- es inherente a todo proceso productivo.
Dichas actividades expresan una acción racional, con arreglo a determinados fines, que se lleva a cabo mediante procesos de trabajo socialmente organizados en los que se expresa, a su vez, el carácter de las relaciones sociales de producción dominantes en la sociedad que los lleva a cabo.
Con ello, la extracción hace parte de los procesos de interacción entre sistemas sociales y sistemas naturales -y de las consecuencias para ambos a lo largo del tiempo-, que constituyen el objeto de estudio de la historia ambiental.
En esta perspectiva, aquello que hoy denominamos extractivismo designa la organización, la escala y las consecuencias que adquiere la extracción de recursos naturales en la época del desarrollo de nuestra especie, en que nuestras relaciones de producción se estructuran para la acumulación incesante de capital a escala planetaria. El extractivismo no es un modo de producción, sino una forma de participación en el desarrollo del capitalismo correspondiente al período en que éste consigue operar como un mercado mundial que funciona en tiempo real, a través de una concentración y centralización sin precedentes en la historia del capital.
De allí que, a grosso modo, el extractivismo emerja como un problema relevante en lo que algunos han venido a llamar el antropoceno, aquella época en que la acción humana sobre la naturaleza alcanza las dimensiones de una fuerza geológica.
Cabe entender, así, que el extractivismo desempeñe un papel de primer orden en el desarrollo de sociedades ubicadas en las periferias y semiperiferias del sistema mundial, en las que contribuye a generar y sostener una modalidad peculiar de formación económico social.
Esa modalidad, sin embargo, no se define únicamente por su forma sino que esa forma expresa, por el contrario, su contenido destructivo de las relaciones socioambientales precedentes , que trae a la memoria aquella economía de rapiña -que el geógrafo francés Jean Brunhes describiera en las posesiones coloniales de su país a principios del siglo XX-, y expresa, también, su carácter de fenómeno estructurante del propio sistema mundial, a cuya formación viene contribuyendo al menos desde el siglo XVIII.
Atendiendo a lo anterior -y para utilizar una expresión de moda- el extractivismo constituye un fenómeno de orden glocal, cuya expansión tiene consecuencias que son parte de la crisis ambiental global.
Si bien el extractivismo no ha sido un factor relevante en el desarrollo histórico de la sociedad panameña, sí ha incidido en su desarrollo dentro del marco más amplio del sistema mundial, en la medida en que el Corredor Interoceánico de Panamá ha desempeñado y desempeña un importante papel en la circulación del capital en el mercado mundial desde fines del siglo XVI.
El cumplimiento de ese papel a lo largo de cuatro siglos llevó al desarrollo de una formación económico social que el historiado panameño Alfredo Castillero Calvo llamó “transitista” en la década de 1973.
Esta se caracteriza por cuatro rasgos principales: el monopolio del tránsito interoceánico por una sola ruta -a diferencia de lo ocurrido en el Istmo antes de la Conquista europea, cuando ese tránsito discurría por media docena de rutas-, el control de esa ruta por una autoridad estatal, extranjera o nacional; la organización territorial del Estado y la economía, en función de las necesidades del tránsito; y la concentración de los beneficios del tránsito, así organizado, por la clase que controla el Estado que lo gestiona.
La profundidad y solidez de las bases que sostienen la formación transitista se expresa en el hecho de que sus características fundamentales no variaron con la transferencia del control del tránsito interoceánico del Estado norteamericano al Estado nacional panameño.
Hoy, sin duda, ese Estado controla el Canal: lo que cabe indagar es quién controla al Estado, y cuál es la racionalidad que orienta el ejercicio de ese control. La respuesta a esta pregunta puede ser simple, pero no sencilla.
A lo largo del siglo XX, el Canal operó en Panamá como un dispositivo de la economía interna de los Estados Unidos. La transferencia de la vía al Estado panameño significó, también, la inserción de ésta en la economía interna del país, con dos consecuencias especialmente relevantes.
La primera, consistente en una aceleración sin precedentes del desarrollo del capitalismo en Panamá; la segunda, la formación de un importante complejo de servicios globales en torno al Canal, que a su vez incrementó la demanda de agua, energía, materiales de construcción y otros recursos provenientes del resto del país, ampliando y profundizando la huella ambiental del Corredor Interoceánico sobre el conjunto del territorio nacional.
En ese marco, la administración estatal panameña de la vía interoceánica se ha caracterizado por dos propósitos principales. El primero: incrementar la eficiencia en la operación de la vía interoceánica para incrementar, así, su productividad y generar ingresos al Estado por el orden de un billón de dólares por año.
El segundo: incrementar esa capacidad de operación mediante la construcción de nuevas esclusas de dimensiones mucho mayores que las heredadas de la administración norteamericana, mediante una inversión que ronda los cinco billones de dólares.
La decisión de ampliar el Canal coincidió con la fase ascendente del tránsito de alimentos y materias primas asociado a la expansión del extractivismo en nuestra América, y lo hizo en más de un sentido.
La ampliación, en efecto, incrementará la demanda de agua para el funcionamiento del Canal en una escala que amenaza entrar en contradicción con la demanda para consumo humano del 50% de la población del país, residente en las ciudades terminales del Corredor Interoceánico, y que depende del mismo sistema hídrico para su abastecimiento.
La solución prevista por el Estado es extraer agua de otros ríos para trasvasarla a la Cuenca del Canal, ampliando la huella ambiental de la vía interoceánica y generando conflictos socio ambientales de consecuencias imprevisibles entre la población de las cuencas que se verán afectadas.
Nos aproximamos, así, al momento en que un extractivismo sui generis obligue a la sociedad panameña a reconocer los límites de la capacidad de los ecosistemas del Istmo para sostener la expansión del transistismo.
El extractivismo creó el tránsito, y bien podría ocurrir que devore finalmente a su criatura.El caso de Panamá -un país sin tradición minera ni petrolera, en el que la economía de plantación ha tenido una importancia marginal- comprueba el carácter sistémico del transitismo.
Dado ese carácter, ya resulta evidente que la operación sostenida del Canal dependerá cada vez más de la creación de las condiciones indispensables para la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana en Panamá, y en el mundo entero.
Encarar esto demandará, en términos políticos, reconocer que -siendo el ambiente el resultado de las intervenciones humanas en la naturaleza, la creación de un ambiente distinto requerirá de la creación de una sociedad diferente, si de la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana en el Istmo se trata.
Identificar los términos de esa diferencia, y los modos de construirla, representa el mayor desafío cultural y político que enfrenta la sociedad panameña en su historia. No estará sola, pues este es también el desafío mayor de nuestra especie en el planeta entero si desea sobrevivir. Para nosotros, para todos, el tiempo de cambiar o perecer llega ya, está llegando.
ag/gc