Por Frei Betto*
Representantes de 95 países estarán reunidos en París desde el próximo 30 de noviembre al 11 de diciembre, en la COP-21 (21ª Conferencia del Clima). El objetivo es llegar a un acuerdo para reducir la emisión de gases de efecto estufa y el calentamiento global, así como limitar el aumento de la temperatura de la Tierra en 2° C hasta el año 2100.
En caso de que no se establezcan reglas rigurosas para el control climático de nuestro planeta, aumentarán aún más las sequías, las inundaciones y el nivel del agua de los mares. Debido al calentamiento global, los casquetes polares se están derritiendo a un ritmo alarmante.
Nuestros pueblos originarios, los indígenas, hace milenios que desarrollaron la cultura del Buen Vivir, de sintonía entre la naturaleza y el ser humano. En la Madre Tierra reside nuestro origen y evolución, y de ella provienen todos los recursos indispensables para la vida. Sin embargo nuestra cultura utilitarista, centrada en el lucro, comete el grave error de ignorar la sabiduría indígena en cuanto al equilibrio y la armonía ambientales.
Las bases reales para un acuerdo climático efectivo en París están contenidas en la primera encíclica del papa Francisco, Loado si. Sobre el cuidado de la casa común. Hasta hoy no se ha producido ningún documento tan contundente sobre la cuestión socio-ambiental. No es un texto sólo para católicos, es un alerta para toda la humanidad.
París será un fiasco, como tantas conferencias anteriores, si no señala, como hace Francisco, las causas estructurales del desequilibrio ambiental, sus responsables y las soluciones pertinentes. No habrá avance si los países desarrollados insisten en utópicas medidas tecnológicas y persisten en su visión, que se deriva de una interpretación equivocada de la Biblia, de que el ser humano está llamado a dominar la naturaleza, cuando, de hecho, es parte integrante de la misma.
El desafío es desarrollar una cultura universal de preservación de la vida, denunciando a las empresas transnacionales que, en busca de beneficios, ponen en peligro la salud de las selvas, de las aguas y de los alimentos, desparramando enfermedades y la muerte de los seres vivos.
En la II Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y la Defensa de la Vida, realizada en Bolivia en octubre de este año y que reunió a representantes de 54 países, se le propuso al secretario general de la ONU, allí presente, crear un Tribunal Internacional de Justicia Climática y de la Vida y formular una Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Una de las causas de guerras y genocidios es la ambiciosa apropiación de los recursos naturales de una región por otra, como sucedió en la explotación de América Latina por parte de España y Portugal; o en el colonialismo implantado por los europeos en Asia y en África; y ahora en el belicismo yanqui por el control de las fuentes de energía, especialmente petróleo y agua.
Los países ricos sólo han propuesto soluciones engañosas para el equilibrio climático, que más bien favorecen a las multinacionales que los derechos de la Tierra. La mercantilización de la vida, que conduce a la pérdida de valor ancestral de su ontológica sacralidad, hace que los intereses del mercado se antepongan a los derechos de los seres vivos.
Así sucede en el Brasil al pretender quitar del Ejecutivo la responsabilidad de la demarcación de las tierras indígenas para pasarla a las manos del Congreso Nacional, donde tienen influencia los representantes del latifundio, de las compañías madereras y mineras, que promueven la devastación ambiental y mantienen el trabajo esclavo.
Ellos fueron los responsables del ecocidio que obtuvieron del STF la vergonzosa decisión de no publicar los nombres de las empresas denunciadas por el crimen de la explotación de mano de obra esclava. ¿Cómo es posible que nuestro más alto tribunal haya podido amparar crimen tan espantoso?
ag/fb