Por Frei Betto*
El día 16 de noviembre se cumplieron 50 años de que un grupo de obispos y cardenales, en pleno concilio Vaticano II, firmaran el Pacto de las Catacumbas. Sin ningún alarde, poco más de 40 prelados celebraron misa en la catacumba de santa Domitila, en Roma, y allí sellaron el pacto que, en pocas semanas, recibió la adhesión de más de 500 obispos.
El pacto consiste en el compromiso de luchar por los derechos de los pobres y por una Iglesia despojada y servidora, más cercana a Jesús que a la suntuosidad de los emperadores romanos.
El papa Juan XXIII abrió el camino para la “opción por los pobres” de la Iglesia Católica. Al inaugurar el concilio declaró: “Ante los países subdesarrollados la Iglesia se presenta -tal cual es y quiere ser- como la Iglesia de todos y especialmente la Iglesia de los pobres”. Obispos de América Latina, Asia y África -donde se concentra la población más pobre- encabezaron el pacto, firmado también por algunos europeos y canadienses.
Monseñor Hakim, obispo de la Iglesia Melquita en Nazaret, la ciudad de Jesús, se hizo acompañar al concilio por el padre Paul Gauthier y la religiosa Marie-Thérèse Lescase. Gauthier había dejado su cátedra de teología en Francia para, como San José, vivir en Nazaret del trabajo de sus manos, en la construcción. Marie-Thérèse dejó la clausura del Carmelo para ser obrera en Nazaret. Fundadores de la Fraternidad de los Compañeros y Compañeras de Jesús, los dos fueron a Roma empeñados en convertir a la Iglesia a la causa de los pobres. Dom Helder Camara, por entonces obispo auxiliar de Rio de Janeiro, fue el primero en adherirse a ese pacto. Otros obispos brasileños le seguirían. Y lo firmaron también los cardenales Lercaro, de Bolonia, Italia, y Gerlier, de Lyon, Francia.
Allí se plantó la semilla de lo que más tarde sería conocido como Iglesia de los pobres. La Iglesia de las Comunidades Eclesiales de Base y de las pastorales populares. De ese movimiento, que adoptó como método cotejar los hechos de la vida con los hechos de la Biblia, nació la Teología de la Liberación. Proceso que fue enriquecido en América Latina por la Conferencia Episcopal de Medellín, que en 1968 reunió a casi todos los obispos del continente.
Con la muerte de Pablo VI, que miraba con simpatía el pacto, la Iglesia de los pobres se enfrió durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Don Paulo Evaristo Arns vio su arquidiócesis de São Paulo marginada por Roma. La periferia de la capital paulista fue entregada a obispos conservadores.
Leonardo Boff sufrió el castigo de un año de “silencio obsequioso”. Las editoriales católicas quedaron con miedo de editar obras de teólogos de la liberación. Las CEBs, sin el apoyo de los obispos, enfriaron su pujanza. Y la misma CNBB redujo su voz profética.
Las investigaciones muestran cómo ante el retroceso católico del mundo de los pobres llevó a éstos a buscar refugio en las iglesias evangélicas. Basta observar las misas de domingo en los centros urbanos: casi todos los fieles son de las clases media y alta. A pocos metros, sin embargo, en lo que antes había sido un cine, la iglesia evangélica reúne a cientos de fieles en el culto, entre los cuales están la cocinera, la aseadora, el conserje del condominio, que trabajan para quienes asisten a la misa.
Hoy día, lamentablemente, no son raros los jóvenes que buscan el sacerdocio para obtener status. Son excepciones los que están dispuestos a trabajar en las periferias, en las favelas, en las regiones pobres del interior.
El papa Francisco retoma, con su línea pastoral, el Pacto de las Catacumbas. Quiere una Iglesia misericordiosa, misionera, pobre, comprometida con “la revolución de la ternura”. Para ello debe enfrentar las rígidas estructuras de la Curia Romana y de todos aquellos que, en la Iglesia Católica, ponen el Derecho Canónico por encima del Evangelio de Jesús.
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