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sábado 23 de noviembre de 2024

Desarrollo sostenible: ¿de qué?, ¿para qué?, ¿para cuándo?

Por Guillermo Castro H.*

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

El problema de la sostenibilidad del desarrollo tiene ya una larga trayectoria en nuestra cultura. Fue en 1972 cuando el Club de Roma planteó el problema de los límites al crecimiento que podría imponer la capacidad del ecosistema Tierra para procesar los desechos de la actividad productiva de los humanos, y cuando las Naciones Unidas convocaron a su primera reunión sobre el tema.

En verdad, el trasfondo del problema que encaramos es: sostener el desarrollo de la especie que somos, o sostener la acumulación incesante de capital que nos ha llevado a esta situación de crecimiento económico incierto, desigualdad social persistente y degradación ambiental constante.

 

Fue en 1987 cuando la Comisión Brundlandt presentó su definición de desarrollo sostenible como aquel que permite resolver los problemas de hoy sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para resolver sus propios problemas, y fue en 1992 cuando  -en la llamada Cumbre de la Tierra, en Rio de Janeiro -, Fidel Castro advirtió que la especie humana se encontraba en riesgo de extinción.

Todo eso suma 20 años  -una generación entera-, a lo que habría que agregar los 23 transcurridos desde entonces -otra generación-, cuando las Naciones Unidas convocan a un Pacto Global para alcanzar los llamados 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, de aquí al 2030. Y cuando se cumpla esa fecha el tema habrá cumplido 52 años de acompañarnos, sin que sepamos con verdadera certeza por cuánto tiempo más estará con nosotros.

En el origen, en todo caso, está el desarrollo. Raúl Prebisch y sus colegas, fundadores de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina (CEPAL) en 1948 lo asumieron como un círculo virtuoso, en el cual el crecimiento del mercado interno de nuestros países se traduciría en un bienestar social creciente, el cual estimularía una participación política cada vez más amplia, y todo ello crearía un clima cada vez más propicio a nuevas inversiones y mayor crecimiento.

Así, nuestros países saldrían del subdesarrollo al que los había condenado el intercambio de materias primas por bienes industriales, y alcanzarían eventualmente las condiciones de ingreso, consumo y servicios públicos de los países que ya eran desarrollados en el punto de partida del proceso.

Todo esto era novedoso entonces, aunque no necesariamente nuevo. En efecto, el binomio desarrollo /subdesarrollo como clave explicativa de la condición de nuestras sociedades había sido precedido por al menos otros dos. Entre 1750 y 1850, como el binomio contrapuesto, la civilización a la barbarie  -entendidas como la disposición y la resistencia para asumir y ejercer la racionalidad y conductas adecuadas a un mercado mundial en expansión-, en términos admirablemente expuestos por el joven Domingo Faustino Sarmiento en 1845 en su libro Facundo.

Entre 1850 y 1950, pasó a ser dominante el binomio progreso -atraso, con un énfasis mayor en la ampliación de los espacios de participación de nuestros países en los beneficios del mercado mundial, mediante la aplicación de tecnologías innovadoras y la formación técnica de los jóvenes trabajadores. Y después, como queda dicho, el debate sobre nuestras realidades pasó a organizarse en torno al dilema desarrollo- subdesarrollo, entre las décadas de 1950 y 1980.

Quienes no son capaces de ver más allá del dilema entre desarrollo y desarrollo sostenible terminan apelando una y otra vez a salidas tecnológicas y financieras que mantengan la viabilidad del sistema mundial sin alterar sus estructuras fundamentales.

 

De entonces acá, el desarrollo ha pasado a ser el problema, en su contraposición al desarrollo sostenible a partir del llamado Informe Brundlandt de 1987, que definió a este último como la capacidad de utilizar los recursos necesarios para resolver los problemas del presente sin comprometer los recursos que requerirán las generaciones futuras para resolver sus propios problemas. Ese nuevo binomio ha generado al menos tres consecuencias.

Una consiste en poner en evidencia la ambigüedad del propio desarrollo, resaltando su carácter metafórico, derivado de la importación al campo de lo social de un término de claro y preciso en el de las ciencias naturales. En su campo de origen, en efecto, el desarrollo designa el proceso de formación, maduración y muerte de un organismo viviente. En el destino, eludía este último momento de un modo que finalmente desnaturalizaba lo que pretendía presentar como natural.

La sostenibilidad, en este sentido, vendría a ser necesaria para prevenir la muerte del desarrollo, poniendo de relieve esa posibilidad de un modo que apuntaba precisamente a la historicidad del fenómeno considerado.

Esto abría paso a la segunda consecuencia. Al verse transformado de fenómeno natural- en sentido metafórico – a histórico, el contenido del proceso pasaba a primer plano y llevaba por necesidad a preguntar sobre el carácter de lo desarrollado. De este modo, redescubríamos todos de pronto que  -matices y sutilezas aparte -, lo que se desarrolla es el capitalismo, en un proceso que se inicia en el siglo XVI “largo” , que para Fernand Braudel iba de 1450 a 1650; alcanzaba su cúspide entre mediados de los siglos XIX y XX y entraba en una situación de paroxismo y crisis a fines de este último.

Con esto, y como tercera consecuencia, el problema de la sostenibilidad se traducía en preguntas de un tipo nuevo. Una consiste en saber si es posible el desarrollo sostenible del capitalismo. Otra, en saber si hay otra sostenibilidad en cuestión: la del desarrollo de la propia especie humana en formas históricas distintas a la que ha generado la crisis de ese proceso en este momento de su evolución.

Tal es, en verdad, el trasfondo del problema que encaramos: sostener el desarrollo de la especie que somos, o sostener la acumulación incesante de capital que nos ha llevado a esta situación de crecimiento económico incierto, desigualdad social persistente y degradación ambiental constante, en un marco de conflictividad creciente y guerra constante en el sistema mundial.

Esta situación de crisis global tiene una expresión de claridad cada vez mayor en el plano de la cultura. Quienes no son capaces de ver más allá del dilema entre desarrollo y desarrollo sostenible terminan apelando una y otra vez a salidas tecnológicas y financieras que mantengan la viabilidad del sistema mundial sin alterar sus estructuras fundamentales.

Quienes ven el dilema en el plano de la contradicción entre el desarrollo de nuestra especie y una forma histórica de organización de ese proceso que muestra signos evidentes de agotamiento, se plantean la necesidad de avanzar hacia una situación nueva, en la que la armonía de las relaciones entre la especie y la biosfera de la que ella forma parte se corresponda con la concerniente a las relaciones de los distintos grupos de esa especie entre sí.

Tal, en efecto, es la demanda que subyace tras el sumak kawsay indoamericano: pasar del crecimiento incesante para que unos vivan mejor, al crecimiento necesario para que todos vivamos bien. Y no es de extrañar que esto se exprese en la demanda de un socialismo de base comunitaria, que permita a los humanos alcanzar el control responsable de sus propias vidas a través del control responsable de sus relaciones con su entorno vital.

En la práctica, hemos llegado a una situación en la que resulta evidente que si deseamos un ambiente distinto tendremos que crear una sociedad diferente.

En la práctica, hemos llegado a una situación en la que  -siendo el ambiente el resultado de las intervenciones de la sociedad en su entorno natural- resulta evidente que si deseamos un ambiente distinto tendremos que crear una sociedad diferente.

Este es el verdadero desafío que encaran, por ejemplo, los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2015-2030, proclamados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de este año. El documento aprobado define en los siguientes términos el propósito mayor de esos Objetivos:

«Estamos resueltos a poner fin a la pobreza y el hambre en todo el mundo de aquí a 2030, a combatir las desigualdades dentro de los países y entre ellos, a construir sociedades pacíficas, justas e inclusivas, a proteger los derechos humanos y promover la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de las mujeres y las niñas, y a garantizar una protección duradera del planeta y sus recursos naturales”, señalaron los Estados en la resolución.»[1]

Nadie podría estar en contra de algo tan evidentemente positivo. No puede decirse lo mismo, sin embargo, de una de las premisas que sustentan la viabilidad de lo planteado: “puesto que cada país enfrenta retos específicos en su búsqueda del desarrollo sostenible, los Estados tienen soberanía plena sobre su riqueza, recursos y actividad económica”.

Lo deseable se afirma a partir de una formalidad jurídica que, sin embargo, no se corresponde con la realidad de un sistema mundial organizado para garantizar el desarrollo desigual y combinado de sus partes. Pero, aun así, tiene el mérito de resaltar la contradicción entre lo que se quiere lograr y el orden dominante, poniendo así en evidencia el hecho de que la transformación de ese orden es la condición para alcanzar ese objetivo.

Avanzamos, pese a todo.

 

ag/gc

 

*Investigador, ambientalista y ensayista panameño.
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