Por Juan J. Paz y Miño Cepeda
*Exclusivo para Firmas Selectas, de Prensa Latina*
La relación entre economía y mentalidad empresarial ha sido largamente estudiada, ya que no sólo cambia en el tiempo sino porque los empresarios tienen visiones concretas sobre el mundo en cada país, y su pensamiento y actitudes pueden contribuir a su adelanto económico o a su retraso.
El tema bien podría ampliarse a la relación entre cultura y economía. Adam Smith (1723-1790) vincula el desarrollo de la sociedad industrial moderna con las ideas liberales y el emprendimiento individual. Max Weber (1864-1920) destacó las ideas religiosas puritanas en Europa y los EE.UU. como uno de los factores esenciales de su progreso, algo que, aplicándolo a América Latina, no se produjo por la mentalidad religiosa católica de las élites durante la colonia.
Salvando las distancias de época y circunstancias, en el mundo contemporáneo y particularmente en América Latina es visible que los triunfos de la “derecha” en Argentina, Venezuela y Bolivia, así como el acoso político a Dilma Rousseff o el avance de la oposición contra el gobierno de Rafael Correa, en Ecuador, marcan un momento coincidente -con múltiples y complejas explicaciones- , pero al mismo tiempo, dejan claro que hay un sector de “altos empresarios” que finalmente se benefician con los éxitos políticos de las derechas, y que en última instancia han renegado de las reformas sociales y económicas y prefieren gobernantes directamente identificados con sus intereses.
No es posible entender la problemática económica y social en Venezuela sin seguir la actuación de los altos empresarios que, en 2002, apoyaron el golpe de Estado que llevó a Pedro Carmona, presidente de Fedecámaras, a la presidencia de la república (por menos de 72 horas) . Después de autojuramentarse, la Constitución fue desconocida y se quitó la denominación de Bolivariana a la República de Venezuela.
También fueron disueltos la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral; removidos de sus cargos el Fiscal General, el Contador y el Defensor del Pueblo; suspendidos gobernadores, alcaldes, concejales, embajadores y misiones diplomáticas; y, finalmente, eliminadas las 48 leyes dictadas por el presidente Hugo Chávez, que habían generado el rechazo generalizado del empresariado. En esa ocasión no importaron la ruptura institucional, la Constitución ni ley alguna.
Venezuela ha denunciado sistemáticamente el boicot empresarial en el presente, como parte de la campaña por la escasez y la deslegitimación del gobierno del presidente Nicolás Maduro, sin que tampoco importen, a esas acciones opositoras, el ordenamiento institucional y legal.
En Argentina, el “alto empresariado” ha encontrado en el gobierno de Mauricio Macri la clara expresión de sus intereses directos; en Bolivia, la pérdida de la posibilidad de reelección para el presidente Evo Morales, en el reciente referéndum, ha destapado a la burguesía (y su manifiesto racismo), que anhela su retorno al control hegemónico del Estado.
En Ecuador, el alto sector empresarial confía en un camino similar, que acompañe el “derrumbe” de los gobiernos progresistas, y asegure su visión y sus políticas en el futuro. Todo ello hace necesario el estudio de las mentalidades empresariales, no sólo en un ámbito regional amplio, sino específicamente en cada país latinoamericano, sin caer en el reduccionismo de considerar la relación entre economía y mentalidad empresarial como una relación de causa y efecto.
El tema era seguido, hace décadas, por una serie de investigadores. En un excelente libro de síntesis sobre el estado de la Sociología, titulado “Teoría, acción social y desarrollo en América Latina” (1976), Aldo Solari, Rolando Franco y Joel Jutkowitz dedicaron una parte de ésta al análisis de “las clases o estratos altos”, como agentes de cambio o conservación, discutiendo sobre oligarquías, élites y empresarios, además de precisar conceptos, incluyendo el de burguesía.
No quedan dudas de que la oligarquía y el dominio oligárquico tienen que ver con el primer siglo republicano en América Latina, cuando las haciendas eran ejes de la economía y se impuso la ruralidad y el trabajo servil en los campos. Solari destacó que en ese marco cabía distinguir tres tipos de “clases altas rurales”: las tradicionales, las transicionales y las empresariales, propiamente dichas.
Desde luego, las “tradicionales” caracterizan al típico terrateniente latinoamericano y al sistema de hacienda, tan bien estudiado por el célebre José Medina Echavarría. Si en toda Latinoamérica el tránsito de hacendados a empresarios fue tortuoso, en Ecuador llegó de la mano de la reforma agraria de 1964, impuesta por una Junta Militar (1963-1966), anticomunista y hechura de la CIA, que acogió el programa Alianza para el Progreso para utilizarlo con el propósito de superar la vieja hacienda y promover al empresariado capitalista moderno. La mentalidad oligárquica estuvo incapacitada para comprender lo que sucedía y, paradójicamente, la Junta fue atacada de “comunista”.
Con el modelo desarrollista, caracterizado por la incursión del Estado en la economía, durante las décadas de 1960 y 1970, América Latina se transformó y el capitalismo se consolidó definitivamente en la región, por más que unos pocos países ya tenían adelantado ese sistema desde inicios del siglo XX. Por entonces, era común a las mentalidades empresariales el rechazo de todo “estatismo”, aunque el propio crecimiento empresarial fue determinado por el Estado.
En la de los 80 las políticas del desarrollo económico latinoamericano comenzaron a girar de una manera inédita.
A mediados de esa década, el profesor Lawrence E. Harrison, de la Universidad de Harvard, recorría varios países de América Latina con el libro “El subdesarrollo está en la mente”. Llegó a Ecuador, rodeado de propaganda mediática y se presentó en la Universidad Católica (PUCE) de Quito, con los auspicios de la embajada norteamericana. A mí y a otro colega nos tocó comentar su obra.
Recuerdo que sus conceptos quedaron académicamente destrozados, pues su tesis consistía en vincular el “subdesarrollo” con las mentalidades de los latinoamericanos, de modo que Argentina era más atrasada que Austria o Costa Rica más adelantada que Honduras simplemente por la “cultura” de sus pueblos; y, en definitiva, lo que había que hacer, sostenía, era forjar una mentalidad renovadora que admitiera el mejoramiento material, el trabajo como impulso individual, la toma de riesgos en las inversiones, la innovación o la competencia.
Un recetario empresarial, que el conocido profesor de Harvard volvió a tomar en un nuevo libro, “El subdesarrollo es un estado de la mente: el caso de América Latina” (2000).
Pero la década de los 80 marcó el inicio de una nueva era para la región, que se consolidó hasta inicios del nuevo milenio. En ella floreció una mentalidad empresarial unificada en cuanto a los grandes temas económicos y las visiones sobre el trabajo y la sociedad. Ello se debió, en esencia, a que el derrumbe del socialismo dejó sin piso, en el horizonte histórico, cualquier opción de un sistema alternativo al capitalismo.
Con Ronald Reagan (presidente de EE.UU. 1981-1989) y Margaret Thatcher (primera ministra del Reino Unido 1979-1990) en todo el subcontinente americano, pero también en Europa, se difundieron los valores de la globalización transnacional y los principios del neoliberalismo. Fue fácil a los empresarios latinoamericanos acoger como válidas y sin beneficio de inventario las ideas neoliberales para potenciar sus intereses.
En ese contexto, han llegado a ser coincidentes una serie de ideas empresariales: admitir la globalización transnacional, abogar por el capital externo, rechazar regulaciones estatales sobre el comercio interno o internacional, combatir todo “estatismo”, cuestionar impuestos y particularmente el de rentas, creer que el empresario cumple su misión y sus funciones con solo dar empleo y pagar salarios y valorar a la empresa privada como único motor en una economía “libre”.
Revivir, asimismo, las políticas de privatización y retiro del Estado, flexibilizar y precarizar la fuerza de trabajo, considerar las ganancias o utilidades como parte del exclusivo rendimiento empresarial que nadie más debe compartir¨; idealizar la figura del magnate millonario, creer que la atención social es una cuestión de asistencia pública, o pretender superar la pobreza mediante la competencia capitalista. La burguesía latinoamericana en la era de la globalización carece de conciencia nacional y soberana, así como de responsabilidad social para crear una región equitativa y justa.
Ahora bien, esos rasgos comunes no bastan, porque es necesario realizar investigaciones sobre mentalidades empresariales en cada país, algo que incluso permitirá comprender las nuevas lógicas del sector frente a los gobiernos progresistas y de nueva izquierda.
En Ecuador, por ejemplo, algunos criterios del alto empresariado son ahora abiertamente promovidos en distintos medios de comunicación. Su mentalidad sobre las relaciones laborales ha quedado retratada en esas intervenciones.
Puede ser ilustrativo considerar lo que recientemente sostuvo un reconocido abogado y profesor universitario, con clara conciencia y sentido empresarial, para quien, en los momentos de “crisis” económica que atraviesa el país, se impone el “reconocimiento de la realidad”, el “reto de crecer”, la necesidad de “empleo y flexibilidad”, generar “oportunidades”.
También “(I) restaurar el contrato a plazo fijo; (II) eliminar el castigo del 35% de recargo a los salarios para los contratos eventuales; (III) ampliar, en la ley, las reglas para el uso del contrato por obra o servicio determinado; (IV) “precarizar” las relaciones laborales, cuando las necesidades sean eventuales y precarias; (V) flexibilizar los sistemas de remuneración; (VI) flexibilizar la distribución de la jornada semanal de trabajo, con acuerdo de las partes, y sin condiciones difíciles de cumplir; (VII) proteger y propiciar el uso sistemático del contrato por jornada parcial permanente (a medio tiempo); (VIII) retornar, en ciertas actividades, el contrato por horas, con regulaciones razonables y justas; (IX) propiciar el uso de contratos de trabajo de ejecución a distancia (tecnología, labores profesionales, asesorías, etc.); (X) flexibilizar las reglas de la contratación colectiva”. (Confer. http://goo.gl/bbN6V0)
Pero aún es más ilustrativa de la “nueva” mentalidad empresarial la propuesta de un empresario industrial, altamente reconocido en su gremio, quien sostuvo pocos días atrás, que la salida es crear una “libreta laboral”, bajo negociación con los trabajadores, de modo que se fijen dos mil (o mil) horas al año, que abarcan 52 semanas anuales de 40 horas laborales cada una.
El empresario ocuparía esas dos mil horas repartiéndolas, según su propia necesidad y conveniencia, de modo que el trabajador labore en enero tantas horas y en febrero tantas otras. Al fin del año, el empresario tiene que pagar las dos mil horas; pero la libreta debe venir acompañada de una tarjeta de crédito, utilizable hasta el monto del salario del trabajador y garantizada por la empresa.
Adicionalmente, hay que expedir una “ley de protección de quiebras”, así como considerar al pacto entre trabajadores y empleadores como algo “libre”, de modo que el Estado, el gobierno, no debe intervenir, “déjele que haga el acuerdo, liberele, déjele, no se meta, muchas de las cosas que los gobiernos deben hacer es muy fácil: no meterse, eso sería lo extraordinario, no meterse…” (Confer. audio, noticiero Radio Democracia-2016-03-10, http://goo.gl/amU2G7).
Como puede advertirse, son propuestas que están en el extremo opuesto de las que los propios EE.UU. adoptaron durante la crisis de los años treinta, a través del New Deal de Franklin D. Roosevelt (1933-1945), o lejos de los enfoques de la Cepal o de las NN.UU. sobre los nuevos objetivos del milenio.
Pero esas mentalidades empresariales tienen poder e influencia. Y, sin duda, permiten advertir el peligro del retorno al Estado de los intereses directos de la alta burguesía en América Latina.
Quito, marzo 13 de 2016
ag/jpm