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viernes 20 de septiembre de 2024

Fórmula 1: ¿deporte?

Por Marcelo Colussi*

 

“Los pilotos ganan bien. Y en los otros deportes es igual, los mejores son los que reciben más dinero”, declaró el campeón mundial Lewis Hamilton, primer piloto afrodescendiente de la historia de este ¿deporte?

Las carreras de Fórmula 1 repiten al calco la historia dominante en el mundo, más que ningún otro deporte: es una actividad dirigida por blancos anglosajones, en especial primermundista. Es el reflejo de un mundo desequilibrado e injusto.

La Fórmula 1 Internacional es en estos momentos uno de los espectáculos mediáticos más fascinantes,  mueve las mayores cantidades de dinero y concita la atención de millones en todo el planeta.  Si bien, distinto a otras expresiones deportivas marcadamente elitescas (golf, polo, equitación), su práctica es materialmente imposible para el común de la gente -aquí no puede haber aficionados-, tiene seguidores en todas las capas sociales, ricos y pobres, de los cinco continentes.

También, como todos los deportes profesionalizados, ha construido un círculo cerrado con valores y códigos propios, con su público, sus mitos, sus héroes. Por otro lado, lo que está en juego es un ícono sin par del mundo moderno: ¡el automóvil!

En su estructura se repite la estructura misma del mundo capitalista al que pertenece: todo el circo está armado conforme con la más rigurosa clave empresarial que ha regido el mundo en estos últimos dos siglos, que dio lugar a la industria destructora del medio ambiente, basada en el “triunfo” de unos pocos sobre las grandes mayorías (“los mejores son los que reciben más dinero”) y que ve en la victoria individual a cualquier costo la llave maestra de la vida.

Las carreras de Fórmula 1 repiten al calco la historia dominante en el mundo, más que ningún otro deporte: es una actividad dirigida por blancos, anglosajones, en especial primermundista (los Grandes Premios en los “exóticos” países del Sur son un regalo de la metrópoli, y no pasan del gran evento de un día de fiesta, sin aportar absolutamente nada para un posterior desarrollo).

Es machista (no hay en toda su historia, salvo rarísimos casos ocasionales, pilotos mujeres). A propósito: las mujeres también manejan automóviles fuera de las pistas y, según cifras estadísticas internacionales, en promedio chocan menos que los varones. El lugar de las mujeres en la Fórmula 1 pareciera confinado a su papel como modelos atractivas que se pasean, antes de la largada por los pits, para las cámaras de televisión y solaz de los ojos masculinos.

Los pueblos y países pobres del mundo no tienen cabida en el selecto club de la Fórmula 1. En todo caso están confinados a ser espectadores, y eventualmente consumidores de los productos que el circo propagandiza: automóviles, autopartes, neumáticos, gasolinas y aceites lubricantes, etc. Así como, también, consumidores de otro producto propagandizado por el circo: los valores del consumismo, del triunfalismo, la entronización del ganador, valores todos que la gran masa de espectadores recibe acríticamente.

Así como en su tejido íntimo están presentes todos estos valores de una sociedad clasista (que la lógica del capital alienta abiertamente como positivos, sanos y necesarios), también lo están aquellos no presentables en público, aquellos que, sabiendo que son parte de la dinámica diaria del mundo, no son “políticamente correctos” -pero definen las cosas-; en  Fórmula 1 también hay espionaje industrial, mafias extradeportivas que manejan el “negocio” del circo con los mismos mecanismos de cualquier mafia: golpes bajos, traiciones y sabotajes.

Es, en definitiva, un espejo del mundo de la empresa privada en versión colorida y ajustada a los códigos de la peor y más despiadada manipulación mediática: lo importante es ganar, mostrar un mundo de ensueño, entronizar al “number One”.

Lo que inocentemente declaraba Hamilton respecto a “los mejores” es una palmaria verdad: el deporte profesional, ya desde hace largas décadas, dejó de ser deporte para transformarse en gran negocio y herramienta de manipulación ideológico-cultural de las grandes mayorías. El automovilismo deportivo no podría escapar a ello, menos aún su categoría reina, la Fórmula 1 Internacional.

¿Qué hacer entonces? ¿Acaso sería remotamente posible pensar que en una sociedad distinta pudiéramos seguir entronizando el fetiche del automóvil individual y destruyendo nuestro planeta quemando irresponsablemente combustibles fósiles no renovables?

En realidad Fórmula 1 no es, en sí misma, el problema, sino el reflejo de un mundo desequilibrado e injusto. El problema es ese desequilibrio y esa injusticia, y si de algo se trata, es de arreglar eso. La humana necesidad (y deseo placentero) de descargar adrenalina -manejando un bólido a 350 km. por hora o viéndolo en una pantalla televisiva- deberá ser resuelta de alguna otra manera más útil socialmente, y menos nociva para la colectividad y  el planeta.

 

ag/mc

 

*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.
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