Por Gustavo Espinoza M.*
Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina
El 16 de abril, el Perú recuerda el deceso de José Carlos Mariátegui, ocurrido en 1930. Este año, en circunstancias excepcionalmente difíciles para el pensamiento nacional, se evocarán los 86 años de ese infausto acontecimiento.
Hablar de José Carlos Mariátegui es aludir a quien introdujo en el escenario peruano el verdadero sentido de patria. El recogió el legado de la historia, lo estudió al calor de la realidad concreta, y lo perfiló con un sentido de futuro pergeñando para el país un nuevo modelo de desarrollo acorde con el avance de los pueblos.
Su mensaje nos enseñó cabalmente a comprender que la vida nacional está menos desconectada y es menos independiente que lo que se supone. Y es que el Perú -como lo dijo- “es el fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria”.
Mirando el antecedente con una certeza que confirma la vida, en “El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy”, nos habla de los Libertadores asegurando que éstos “fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo. Trabajaron por crear una realidad nueva. Bolívar -añadió- tuvo sueños futuristas. Pensó en una confederación de estados indo-españoles. Sin este ideal, es posible que Bolívar no hubiese venido a combatir por nuestra independencia. La suerte de la independencia del Perú ha dependido, por ende, en gran parte, de la actitud imaginativa del Libertador. Al celebrar el centenario de una victoria de Ayacucho, se celebra, realmente, el centenario de una victoria de la imaginación”.
Y ese ideario imaginativo del Libertador, ahora se está convirtiendo en realidad. Los procesos que tienen lugar en cada uno de los países de la región -que atraviesan marcadas dificultades- así lo acreditan. La independencia de nuestros Estados -que asomó hace 200 años como la liberación “criolla” del yugo ibérico- tiende cada vez más a definirse como la expresión de una voluntad soberana capaz de afirmar un nuevo desarrollo, que ya puede definirse como la expresión del socialismo del futuro.
En torno al tema se ha especulado considerablemente antes. Ciertos expurgadores de la historia han gustado hablar de “modelos” en la construcción del socialismo, sin considerar que la lucha de los pueblos en todos los tiempos y en todos los escenarios responde a realidades propias, ligada a experiencias concretas y expectativas que pueden identificarse, pero nunca compartirse.
Conscientes de eso, los fundadores del socialismo aseguraron que este no es -nunca lo fue- una receta única que pudiese aplicarse en forma dogmática en cualquier realidad. Coincidieron en afirmar, más bien, que se debía, en todos los casos, reconocer los rasgos propios y buscar derroteros originales. En la polémica con el APRA, con acierto ejemplar, Mariátegui aseguró que el socialismo en el Perú “no sería calco ni copia, sino creación heroica”.
Esta formulación constituyó, no el rechazo a quienes buscaban supuestamente “copiar” una experiencia foránea; sino, al contrario, a los que acusaban al autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de “extranjerizante” y “europeísta” porque no tenía una visión estrecha y doméstica de la política, sino una continental y mundial del desarrollo y de la historia.
El mensaje del Amauta diseñó la idea del socialismo como pilar de la nacionalidad, sustentado en las experiencias del pasado, pero entretejido con un escenario mucho más amplio, el que asoma en nuestro continente a partir de las lecciones que fluyen de un proceso que es cada vez menos local, y cada vez más latinoamericano y por lo tanto interdependiente.
Por eso resulta erróneo suponer siquiera la existencia de “modelos”. Aludir a ellos, en buena medida, fue en el pasado, un esquema formal ajeno a las posibilidades reales de un proceso signado por acontecimientos inherentes a cada país.
Lo que ocurre en los países de la región es propio de ellos, pero también común el anhelo de justicia, el afán de encarar las demandas del pueblo y la firmeza combativa para preservar y defender la soberanía de los Estados, recuperando siempre la riqueza de las naciones. Justicia y dignidad, por lo demás, no constituyen patrimonios nacionales, sino emblemas universales que todos debemos sustentar.
No obstante, cabe subrayar como seguro marco del socialismo -el de ayer y el del mañana- dos rasgos esenciales: la eliminación de la propiedad privada sobre los grandes medios de producción y un cambio de clase en la conducción de un Estado liderado por los trabajadores, y no por las aviesas y corruptas camarillas del pasado que usurparon funciones a la sombra del imperio.
A partir de estos rasgos, el ideal socialista en cada uno de los territorios nacionales, tendrá por cierto, su propio e intransferible diseño.
Plenamente consciente de ello, Juan Velasco Alvarado, en 1970 hablando del proceso peruano que lideró de manera consecuente y creadora, dijo ante los industriales de América reunidos entonces en nuestra capital:
“También estamos convencidos de su propia singularidad histórica, que nos obliga a encontrar soluciones propias y distintivas para nuestros más críticos problemas; es decir, soluciones ajenas a las surgidas en otras realidades; soluciones conceptualmente autónomas, soluciones que sin desdeñar el aporte positivo de experiencias de otros pueblos y de otras realidades, responda al reclamo que hace más de cuarenta años formulara José Carlos Mariátegui, para que algún día los peruanos, peruanizáramos el Perú”.
La línea de identificación es la misma: el sueño de los libertadores, la Independencia de nuestras naciones, la lucha de nuestros pueblos desde Túpac Amaru hasta Sandino; las experiencias de ayer de Mariátegui a nuestros días pasando ciertamente por Cuba socialista y la obra de Fidel Castro; Juan Velasco, Salvador Allende y otros; que se anuda hoy con la experiencia bolivariana de Venezuela, que sale airosa frente a duras confrontaciones; y los avances innegables de otros pueblos y gobiernos que en Bolivia, Chile, Ecuador, Nicaragua y El Salvador afirman un curso verdaderamente transformador en el que se dan la mano experiencias democráticas que ocurren en otros países de la región. Cada quién tiene su propio camino, pero todos anhelan la misma idea de justicia y de justicia.
ag/gem