Por Oscar Domínguez G.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Así como “primero nace el trino y después el risueñor”, primero se hizo la semilla y después el espantapájaros, cuyo oficio consiste en garantizar que el fruto llegue a la mesa del hombre, su minúsculo creador, sin hacer aduana en el estómago de alguna ave.
El espantapájaros muere cada vez que la noche se pone su traje de luces de oscuridad. Vuelve a nacer con el reloj despertador de los pájaros madrugadores, sus antípodas. O sus gratuitos enemigos.
Con razón prefieren la noche cuando los depredadores con plumas no les tienen miedo. Más de una vez, los espantapájaros han tratado de hablar con los pájaros para explicarles que no son tan malos como los pintan. Que también tienen su corazoncito. Que si los graduaron de enemigos suyos, fue a sus espaldas. Pero los pájaros los miran, no los oyen, y huyen despavoridos.
Cuando desperté a la vida, de tres o cuatro años, lo primero que vi a mi alrededor fue un desolado espantapájaros.
Después de la sorpresa inicial de verme ahí, sin saber de dónde ni para dónde iba- todavía lo ignoro-, empecé a enfrentármele a la vida.
Pasados los años, ejerciendo el oficio de adulto, me he hecho estas preguntas: ¿Adónde van los espantapájaros cuando mueren? ¿Cuál es su limbo? ¿Les espera un purgatorio peor que sentirse rehuidos por los Beethoven del aire, o pájaros que llaman?
Jamás es domingo en su hoja de vida. Siempre es lunes, después del medio día.
Hay espantapájaros de espantapájaros. Son los espantajos. Amparados en ese alias apocado y apocopado, uno de ellos le confesó al poeta del Líbano, Jalil Gibran: “Siento al atemorizar a la gente, un placer que no es fácil de sondear”.
El mismo espantajo se volvería filósofo, pero de nada le valió porque pasados muchos pájaros, que es como se mide su tiempo, dos cuervos construyeron un nido bajo su sombrero.
El espantapájaros de Mario Benedetti “se siente desolado de su sombrero roto y sus andrajos”.
“No cambian nunca de canción los pájaros”, dice el poema de Rogelio Echavarría. Tampoco sus hermanos separados, virtuales, los espantapájaros cambian de canción: el silencio.
En ellos no opera el síndrome de Estocolmo. Entonces, como no pueden enamorarse de los pájaros, se enamoran de su vuelo. O del espacio que ocupan en cualquier instante de su travesía (¡).
Un espantapájaros me contó que le gustaría convertir en su propio himno nacional, el siguiente verso de Tagore: “El pájaro quiere ser nube. La nube, pájaro”.
“Mi” espantapájaros de paja, comprado en un mercado de las pulgas, quisiera ser ambas cosas. Está en mi estudio haciéndome compañía. Nos saludamos todos los días, nos interesamos por los que son próximos a nosotros y seguimos nuestro vuelo.
Averiguando supe que otro espantapájaros se acostó aliviado y se levantó amando al viento que contiene al pájaro, la razón de su sinrazón de ser. (Alguien dijo que cuando se marchan los pájaros, las ramas se quedan hablando de ellos).
Practican el celibato a la fuerza. Nunca se casan por sustracción de materia: al hombre que los inventó, no le alcanzó la imaginación para crearles también sus parejas.
No aman por más pájaros que se les posen encima por alguna equivocación. En eso se parecen a las supercomputadoras de ajedrez a las que les está permitido el triunfo, pero no el amor ni la sonrisa.
Sólo los pájaros demasiado miopes no detestan a los espantapájaros. Los ciegos los ignoran. Son los mismos que por un esquivo azar se posan abusivamente sobre su nariz de Pinocho a reclinar en ella su libertad con alas.
“Mientras haya mujer habrá poesía”; mientras haya semillas que cuidar, ellos tendrán vigencia. Me ofrezco como mandadero de una asociación con ánimo de lucro que tutele los derechos humanos de los espantapájaros.
ag/od