Por José Luis Díaz Granados*
Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina
Soy consciente, como sé que lo somos muchos -si bien no muchos, valga la aclaración- a quienes nos resulta muy difícil, por razones de coterraneidad y contemporaneidad, tener una perspectiva precisa de la monumental grandeza literaria de Gabriel García Márquez.
Para hablar con justicia, nuestro Gabo -más que un gran novelista-, es un épico fundacional que, con sólo una de sus obras (Cien años de soledad) logra concebir un universo original, inédito, a partir de la reinvención de una aldea conocida, la suya, con sus tradiciones específicas, costumbres y leyendas.
Si Cien años de soledad presenta la historia recreada de ese territorio específico llamado Macondo, en su novela posterior, El otoño del patriarca (publicada en España en 1975, el mismo en que murió el dictador Francisco Franco) revela un territorio más amplio, el del Caribe, en el ámbito de los últimos 400 o 450 años de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. Todo ello, a imagen y semejanza de lo que hizo Dante Alighieri en su Divina comedia, que resume en su totalidad la simbología y los arcanos de la Edad Media. García Márquez da vida aquí a una literatura fundacional.
En El otoño del patriarca, la estructura es presentada a modo de monólogo interior, de fragmentación lírica, de evocaciones expresadas con los mismos contrapuntos con que lo hacían los poetas modernistas, en especial Rubén Darío -a quien rinde homenaje con nombre propio-; del ir y venir de los pensamientos unas veces caóticos, otras sensatos, corales o intimistas, junto al gesto sorpresivo y el guantazo satírico, la superposición de los tiempos, la audacia lingüística, el tono elegíaco, la transgresión erótica.
Pero siempre para reinventar las mismas pasiones humanas que padecemos o disfrutamos todos los días, en la lucha constante entre el bien y el mal, el amor, el heroísmo, la barbarie, los sueños utópicos, la muerte y los proféticos vendavales apocalípticos con que terminan casi todas las epopeyas fundacionales en todas las culturas.
Cien años de soledad y El otoño del patriarca son obras épicas, en el sentido cabal de la palabra, únicas en su concepción, desarrollo y culminación en nuestra América, solo comparables al Mahabarata, La ilíada, La odisea, El avesta, la Biblia, Don Quijote de la Mancha y Ulises.
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A la escritura de la novela se le atribuyen múltiples orígenes. El primero de ellos una convicción que hizo pública alguna vez: “En América Latina, el dictador es la única figura mítica, pues siempre quisimos emular las monarquías de Europa”. Y enseguida fluyen sus relaciones nada fáciles con los militares desde su remota infancia, cuando su abuelo, el rebelde coronel de los ejércitos insurrectos en la Guerra de los Mil Días, le relataba minuciosamente cómo ocurrió la masacre de los trabajadores de la Zona Bananera del Magdalena en 1928, por un decreto brutal del general Carlos Cortés Vargas, de tan ingrata recordación.
Diríamos que se trata de lo que los psicoanalistas llaman “amor-odio”, pues toda la extensa obra del fabulista de Macondo está atravesada, de una u otra manera, por personajes que ostentan algún grado militar, desde el coronel sin nombre de La hojarasca, pasando por el coronel que no tenía quien le escribiera, el teniente-alcalde de La mala hora, el coronel Aureliano Buendía, los innumerables militares que pueblan su primera epopeya, el marino Velasco del Relato de un náufrago, el dictador y su séquito de militares en El otoño del patriarca, El general en su laberinto, y en fin, hasta el sin número de protagonistas uniformados que caricaturiza en cuentos, novelas y crónicas.
Además, Gabo siempre destacó un hecho memorable de sus antepasados recientes: cuando se firmó la paz en la hacienda bananera de Neerlandia, en 1902, en la mesa del armisticio estaban sentados -además de los generales adversarios- su abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez, por parte del bando revolucionario; y su primer hijo anterior al matrimonio, el joven coronel José María Valdeblánquez, por parte de los ejércitos del gobierno conservador.
En 1957, en el marco de las actividades del VII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, celebrado en Moscú, Gabo visitó el mausoleo donde se mostraban los cuerpos embalsamados de Lenin y Stalin. Cuando contempló el de este último, el otrora todopoderoso líder supremo del pueblo soviético, adorado y temido por millares de personas, recordó, repentinamente, que Stalin había prohibidos todos los libros de Franz Kafka. Entonces pensó: “Los prohibió, pero probablemente Kafka hubiera sido su mejor biógrafo”.
Cuando terminó de observar el cuerpo revestido con las galas militares y puso fin a su temor reverencial, descubrió que Stalin tenía manos de mujer. Es posible que allí, como una luz de Damasco, hubiera sentido la iluminación para escribir la novela del dictador, la novela de la omnipotencia y la novela de la soledad del poder.
Posiblemente, la obsesión de García Márquez por el misterio del poder -inspiración de la mayoría de sus obras de madurez-, por cómo un ser humano puede detentar un dominio omnímodo sobre millares de personas y territorios -y, en un relámpago de tiempo, devenir un don nadie sin mando o autoridad alguna-, pudo haberse originado en una experiencia vivida en la madrugada del 23 de enero de 1958, horas después de caída la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez en Venezuela.
El oficial de inteligencia más poderoso del régimen militar depuesto, quien detentó el mayor poder en esa nación durante casi dos lustros, era en ese momento un pobre diablo sudoroso y despelucado, con las botas cubiertas de lodo, que abandonaba muerto de pánico el despacho del ex jefe supremo, caminando de espaldas a los periodistas y camarógrafos, y portando una ametralladora amenazante en las manos.
También pudo sentirse motivado por la lectura de una obra (cuyo autor siempre fue objeto de su admiración), El gran Burundún-Burundá ha muerto, del escritor y poeta bogotano Jorge Zalamea, quien a su vez se había inspirado en el tono y la temática del Elogio de una reina africana, poema elegíaco del franco-caribeño Saint-John Perse, de quien Zalamea fue su más acertado traductor.
Un primer intento de ese tema, que Gabo se propuso abordar siempre partiendo de la muerte del protagonista fue el cuento Los funerales de la mamá grande, escrito con el tono mortuorio, elocuente y satírico del Burundún-Burundá. La soledad todopoderosa de María de Rosario Castañeda y Montero, hembra-hombre, dueña hasta del más insignificante suspiro de Macondo, muere en olor de autoridad sin límites y a sus funerales asiste el Sumo Pontífice.
Este cuento, a la vez crónica y poema satírico, anuncia ya la totalización maravillosa del dictador de El otoño del patriarca, por encima de los anuncios fragmentados perceptibles en el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, en el alcalde autoritario de La mala hora y en ciertos caudillos bárbaros que figuran en Cien años de soledad.
Puedo contar como testimonio personal incluido en mi libro reciente Gabo en mi memoria (Bogotá, Ediciones B, 2013), que cuando García Márquez estaba inmerso en los primeros borradores de La mala hora, en su apartamento bogotano de la calle 59 con Carrera cuarta, le dijo al adolescente aprendiz de escritor que era yo, que estaba escribiendo una novela que recreaba “la dictadura de Rojas Pinilla en un pueblo”.
Los funerales es fruto de un proyecto literario que Gabo tenía desde años atrás y que, según Ángel Rama, buscaba “la edificación de un arte nacional y popular”. Es la recreación del poder absoluto detentado en nuestra América por los caciques pequeños, medianos y grandes, absolutamente tiránico y ridículo, al igual que los falsos dolientes que asisten al sepelio de la Mamá Grande:
En un sereno transcurso de crespones luctuosos, desfilaban las reinas nacionales de todas las cosas habidas y por haber. Por primera vez desprovistas del esplendor terrenal pasaron, precedidas de la reina universal, la reina de ahuyama verde, la reina de la yuca harinosa, la de la guayaba perulera, la reina del coco de agua, la reina del frijol de cabecita negra, la reina de 426 kilómetros de sartales de huevos de iguana, y todas las que se omiten para no hacer interminables estas crónicas.
Un sistema de enumeración, heredado con buena fortuna, tanto de El gran Burundún-Burundá ha muerto como de El sueño de las escalinatas -del ya citado Jorge Zalamea-y que prolonga en la inocente alegoría del coronel Aureliano Buendía cuando vio desfilar el último circo de su vida y:
Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre.
Un istema que adquiere un tono de evocación poética en El otoño del patriarca. En él la radiografía, la biografía y el bestiario general del déspota absolutista y solitario de nuestra América andina y caribe posee las características inequívocas de epopeya tropical.
Como ocurrió con el Burundún en los años 50, cuando muchos lectores europeos creyeron ver encarnado allí a Mussolini, a Oliveira Salazar, y hasta a Francisco Franco, en El otoño muchos han creído ver al dictador venezolano Juan Vicente Gómez, semiletrado y arbitrario, semental y campechano, y absolutista que se creía la reencarnación de Simón Bolívar; pero también a los más crueles tiranos del Caribe como lo fueron Maximiliano Hernández Martínez de El Salvador, Jorge Ubico de Guatemala, Rafael Leonidas Trujillo y Molina, de la República Dominicana, Fulgencio Batista y Zaldívar de Cuba, Francois Duvalier de Haití y Anastasio Somoza de Nicaragua, en quienes -entre las muchas manchas que tienen en común- prevalece la virtud de venerar sagradamente a sus santísimas progenitoras. Por su parte, el general panameño Omar Torrijos, quien no fue propiamente un déspota ni un genocida, después de leer el original, le comentó a Gabo: “Todos somos así”.
De todos modos, el despotismo del dictador Zacarías Alvarado (no olvidemos que es hijo ilegítimo de Bendición Alvarado y que una noche había escrito me llamo Zacarías, lo había vuelto a leer bajo el resplandor fugitivo del faro, lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas la tira de papel, yo soy yo, se dijo), representa la desmesura característica de la literatura garciamarquiana referente al Caribe.
El patriarca, al igual que muchos faraones de la antigüedad, caciques tribales y chamanes tropicales, realiza curas milagrosas de ciegos, paralíticos y leprosos, así como “incrédulos del mundo entero”, ordena abrir un proceso de canonización de su madre, tras la muerte de ésta, pretensión que, al ser rechazada por el Vaticano, provoca que los bienes de la Iglesia sean expropiados. Sin embargo le decreta una canonización civil, y la nombra patrona de la nación, curadora de enfermos y maestra de los pájaros y es conocida desde entonces como Santa Bendición Alvarado de los Pájaros.
Se ve obligado a ceder, asimismo, ante los invasores imperiales quienes se llevan el mar Caribe en abril, y se lo llevan pieza por pieza “en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes de las auroras de sangre de Arizona”.
El general Rodrigo de Aguilar, hombre de confianza del patriarca, es descubierto como conspirador secreto, y cuando el dictador se entera de los planes de golpe, ordena asesinarlo. Su cuerpo es asado y luego presentado en un banquete de oficiales como plato principal.
Mujeriego impenitente, se enamora de una mujer del pueblo, Manuela Sánchez de mi corazón, pero también de Leticia Nazareno y de centenares de etcéteras y etcéteras, lo que hace que sus aduladores de turno, con el fin de congraciarse con su ego viril le llevan una dulce y bella adolescente italiana, tan perfecta, que parecía “un pescado muerto”.
El notable escritor y crítico peruano Julio Ortega ha afirmado que El otoño del patriarca es la construcción deconstruida del poder: el mito y su hecatombe ocurren a la vez, y la escritura ha producido el libro de una historia del comienzo como una historia del fin. Esto es, el libro de la subversión del lenguaje: su ganancia del sentido en la fundación, otra vez, de la conciencia liberadora.
Todos los anteriores elementos podrían considerarse como un rompecabezas cuyo entramado contiene la suma y el conjunto de las tradiciones y contemporaneidades del Caribe, con sus enigmas y multicoloridos culturales; un disparatorio exacto y fidelísimo de sus últimos cinco siglos, con sus luces y sus sombras, sin ningún tipo de imaginería extravagante forzosa o forzada, porque el Caribe es así de irreal y de mágico, y en su quehacer cotidiano está contenida la eternidad real y maravillosa de un universo fosforescente y circular.
El otoño del patriarca es, pues, la epopeya inequívoca del Caribe, la revelación racional de un territorio embrujador y sorprendente.
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