Por José Luis Díaz-Granados*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
México no es solamente “la región más transparente del aire”, como la denominó Alexander von Humboldt, sino un territorio de acontecimientos colosales en todos los sentidos de esa expresión. La Plaza de las Tres Culturas simboliza, en sus silenciosos tumultos, la gentil exuberancia de su entidad humana.
Pero todo: su noble y turbulenta historia, desde dos o tres mil años atrás, la resistencia y combatividad durante la conquista española, la contradictoria riqueza colonial, el Grito de Independencia, la epopeya de Benito Juárez, la Revolución de 1911 y el siglo XX con sus luces y sus sombras, arden de fosforescencia y sobrenatural grandeza.
De ahí que México sea el espacio planetario perfecto para radicar la más ambiciosa brújula cultural de esta parte del mundo. Solamente allí se podían desarrollar hombres y mujeres de la condición humanista y fundacional de Cuahutémoc, José Joaquín Fernández de Lizardi, Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Hidalgo y Costilla, Benito Juárez, Mariano Azuela, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, María Félix, Agustín Lara, Ramón López Velarde, el polígrafo Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan Rulfo, para condensar de manera arbitraria tan vasto capital humano, y tantos otros, cuyas luces iluminan de manera permanente los caminos de Nuestra América.
En ese escenario sin par surge la figura de Carlos Fuentes. Hijo de un diplomático mexicano, el futuro novelista, nace en Ciudad de Panamá -el 11 de noviembre de 1928- y pasa su infancia en Argentina, Brasil, Chile y los Estados Unidos, países donde alterna sus estudios primigenios con la cultura cosmopolita y la observación permanente de las cosas pertinentes a su sensibilidad estética. No tarda, pues, en florecer la vocación literaria, que alimentaría con belleza, sabiduría y buen gusto hasta el último instante de su vida.
Luego de cursar estudios de Derecho en México y Suiza, Fuentes funda con Emmanuel Carballo la Revista Mexicana de Literatura, colabora en Siempre! y publica su primer libro de cuentos, Los días enmascarados, germen de su maestría narrativa, especialmente en el cuento, ya clásico, titulado “ChacMool”, en el que rinde culto a la muerte y al pasado histórico precolombino.
En 1958 da el “gran salto” a una literatura urbana audaz y reveladora de las más novedosas técnicas y expresiones narrativas, con la publicación de su primera novela, La región más transparente, que en opinión de muchos críticos y estudiosos sigue siendo su opus magnum.
A los 30 años, se convirtió en la figura literaria más representativa de la nueva generación de novelistas de habla hispana. Dos años más tarde, con la publicación de La muerte de Artemio Cruz, y de la novela corta Aura, el prestigio de este mexicano se consolida y proyecta, a la vez, como una especie de conciencia de la realidad de su país y de la conflictiva América Latina de los años de 1960.
En esa década se advierte “un regreso de las carabelas”, al conformarse el llamado “boom” de la novelística latinoamericana, liderado por él junto con el argentino Julio Cortázar; el peruano Mario Vargas Llosa, el uruguayo Juan Carlos Onetti y el colombiano Gabriel García Márquez, el más entrañable de sus amigos y colegas literarios.
En los años sucesivos escribe de manera incansable novelas, cuentos y ensayos políticos y literarios que lo van convirtiendo en el gran testigo de su tiempo. Viaja a Europa y da a conocer sus testimonios acerca de París-mayo del 68 y de la masacre de Tlatelolco acontecido ese mismo año.
También ha publicado Cantar de ciegos, Zona Sagrada (polémica novela sobre la devoción secreta y edípica de Enrique Álvarez Félix con María, su famosa madre), Cambio de piel, con la que obtiene el Premio Biblioteca Breve en 1967 y Terra Nostra (1975), merecedora del Premio “Rómulo Gallegos”, que le abre definitivamente las puertas de la universalidad.
En lo adelante, no solamente publicará abundantes libros de diversos géneros -sino que, además, algunos de éstos serán adaptados al cine-, cosechará innumerables premios y distinciones (el Cervantes y el Príncipe de Asturias, entre otros), sumará doctorados Honoris Causa en los cinco continentes y representará a su país como embajador en París, la tierra prometida de todos los escritores del mundo.
Entre sus novelas más célebres, junto con las citadas antes, se cuentan: Gringo viejo (llevada al cine, bajo la dirección de Luis Puenzo, y protagonizada por Gregory Peck y Jane Fonda), La nueva novela latinoamericana, Orquídeas a la luz de la luna, La voluntad y la fortuna, Agua quemada, La cabeza de la hidra, Constancia y otras novelas para vírgenes, El espejo enterrado, El tuerto es rey, Cristóbal Nonato, La frontera de cristal, Cuentos naturales, Cuentos sobrenaturales, Todas las familias felices, La silla del águila, Adán en Edén, En esto creo, Instinto de Inez Vlad.
Carlos Fuentes visitó muchas veces Colombia. Lo conocí en Bogotá, en abril de 1999 cuando presentó en el Museo Nacional su novela Los años con Laura Díaz; luego compartí horas inolvidables con él en Cartagena de Indias, durante los festejos por los 80 años de García Márquez. Lo vi por última vez cuando dictó una conferencia magistral sobre el tiempo en que vivimos, en el auditorio principal del Gimnasio Moderno, por invitación especial de ese prestigioso y centenario centro docente.
Al morir el 15 de mayo de 2012, a los 83 años de edad, Carlos Fuentes cruzó el umbral de la inmortalidad y se convirtió en el santo y seña de México, en figura emblemática de ese territorio sagrado del arte y la literatura, “tuna incandescente, águila sin alas y serpiente de estrellas” porque, para alegría infinita de sus lectores y admiradores, “aquí nos tocó, qué le vamos a hacer, en la región más transparente del aire”.
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