Por Oscar Domínguez*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
A los 12 años, cuando todavía veía, José Gabriel Cuéllar, utilizaba sus ojos para ver y sí tocar cuanto encontraba a su paso. Era un niño de la calle que se ganaba la vida lavando carros, después de pegar el grito de independencia doméstico.
En un brusco cambio de libreto, por causa de un accidente, los dioses le barajaron distinto, lo hermanaron tempranamente con Homero y Borges, sin los libros, con Ray Charles, sin su voz y su piano… y José Gabriel quedó ciego.
Prefiere la voz ciego en vez de invidente porque una vez que llamo por teléfono a solicitar un empleo y dijo que era de parte del “invidente Gabriel Cuéllar”, le entendieron “el indigente”. Desde entonces decidió llamar las cosas por su nombre.
Hace tiempos no sé de él. Suelo recordar su vida cuando amanezco con el ánimo a la altura del betún. Debería cobrar por reencauchar con su ejemplo espíritus decaídos.
Nunca perdió la sonrisa ni el optimismo que han sido su divisa. Simplemente, José Gabriel cambió vocales y consonantes por el silencioso alfabeto Braille. Se volvió un as del rebusque, un hacha para el ajedrez. Aprendió a jugar fútbol, acariciando el ruido, como los ciegos que habitan los poemas de Juan Manuel Roca. (“Mi madre y yo en la terraza. Y, abajo, los ángeles de la sombra corrían como locos tras del ruido”). Ha sacado tiempo para casarse dos veces. Y no le gustan los números pares.
Cuando desertó de las piedras del fogón casero llevado de sus ansias de libertad, se acomodó en un parqueadero lavando carros en Los Tres Elefantes de La Esperanza, en Bogotá. Aprendió a desvararlos. Una vez se metió debajo de uno de ellos con tan mala fortuna que cuando retiraron el gato después de la reparación, José Gabriel estaba en el lugar equivocado. Nadie sabe cómo no murió aplastado en el episodio. Pero la luz de sus ojos se fue con su música a otra parte.
Los últimos productos que vio fueron deliciosas frutas de la fértil tierra colombiana que empacaba en el Carulla (supermercado) del sector. Quedó viendo esas frutas con el olor del recuerdo. El día que perdió la visión hizo una fortuna en propinas que lo convirtieron en fugaz Bill Gates: 600 pesos.
Este José Gabriel Cuéllar, amigo mío desde cuando sus ojos veían los amaneceres y atardeceres bogotanos, es todo un ejemplo de tenacidad. Recicla periódicos de ayer, de antier, de nunca, que recoge a domicilio. Vende bolsas de basura y encima una clase magistral de reciclaje, siempre a bordo de una sonrisa que no prescribe por más flacas que estén las vacas de su suerte.
Cartuchos de impresora jubilados, encuentran en José Gabriel una segunda oportunidad. Fue auxiliar administrativo en el viceministerio de la juventud y deportes y tuvo camello en el INCI, Instituto Nacional para Ciegos. Recortes presupuestales lo metieron entre las estadísticas del desempleo. Y disputa torneos de ajedrez. Le ha jalado al rebusque dando clases del juego que vino a lomo de cobra de la India.
En diciembre suele vender tarjetas navideñas hechas por artistas que volvieron obra de arte sus limitaciones físicas.
José Gabriel ha trabajado como ascensorista y recepcionista en oficinas privadas y públicas de donde le han dicho adiós. Y para redondear la faena, de pronto se coloca de celador en casas en las que también les hace el aseo, una vez se mete la construcción en su disco duro. También cuida obras en construcción. El secreto radica en que los ladrones no se enteren de que un ciego está cuidando la heredad.
Borges celebraba la ironía de Dios que le dio al mismo tiempo los libros y la noche. José Gabriel celebra la ironía de cuidar intereses ajenos “gracias” a su ceguera.
Y cuando el dulce laboral se pone a mordiscos monta guardia y ordeña la solidaridad pública en el semáforo.
Más que ayuda en especie, siempre ha soñado una chanfa con todos los fierros laborales para dejar de saltar matones. La suya es una hoja de vida en busca de empleador.
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