Por Oscar Domínguez*
Para Firmas Selectas/Prensa Latina
Los bogoteños somos esos tipos con cara de retrato hablado, venidos de otros atardeceres, que tenemos la nostalgia por cárcel. En nuestro disco duro figuran la última lágrima o el postrer beso de despedida.
También tenemos fresco el primer aguacero, el salario mínimo inicial (900 pesos mensuales en mi caso, en la cadena radial Todelar), el primer amigo, el paisaje de mujer que nos dieron la bienvenida cuando llegamos en busca del sueño bogotano, construido a punta de insomnios.
En muchos de nosotros se dio el caso de amor a primera vista entre la metrópoli apabullante y el forastero perplejo que llegó a lomo de bus escalera con una muda de ropa y el calor de las piedras del fogón casero.
Los bogoteños vivimos en estado de miti-miti perpetuo: medio corazón se quedó allá, el resto nos acompaña. No fuimos profetas en nuestra tierra. Aquí tampoco, pero se nota menos. Somos uno más.
En la gran urbe el anonimato es otra forma de vida. Además, de anonimato nadie ha muerto. En todo caso, somos tantos que unidos podríamos poner alcalde y presidente. Claro que preferimos vivir, al estrés lagarto de elegir.
En los primeros días del desembarco, en Monserrate los paisas veíamos el Morro Picacho, los caleños, el cerro de las Tres Cruces, los cartageneros, la Popa, los manizaleños el Nevado del Ruiz sin fumarola, los pastusos … su ninguniado cuy.
En La Candelaria tenemos la ciudad vieja que nos sigue a todas partes.
Con el tiempo y un palito incorporamos el clima a nuestra hoja de vida meteorológica. Aunque habría que hablar de “ex frío” porque Bogotá hace tiempos cambió de clima. La fauna bogoteña preferiría que la columna de mercurio no siguiera subiendo. Cada vez más Bogotá se da preocupantes ínfulas cartageneras lo que le roba parte de su sexapil.
Familiares y amigos que no se sumaron a la diáspora nos preguntan a distancia si conocemos a tal actor o actriz de moda. Si respondemos que sí, que los vimos pasar una calle, respetar el semáforo, mercar, morir como cualquier hijo de vecino, hacer cola, asilarse detrás de unas gafas oscuras a lo Greta Garbo para esconder su biografía o proteger su importancia de los fans, empiezan a mirarnos con respeto y admiración no exentos de envidia.
De pronto nos despertamos arribistas. Entonces, para congraciarnos con los anfitriones rolos, en las conversaciones soltamos expresiones como: “ala”, “chino” (colombianismo por niños), “sumercé”, “regio”, que delatan de inmediato el talante del forastero.
Nunca entenderemos por qué los bogotanos a veces nos “ustedean” y otras nos tutean.
En un santiamén detectamos dónde queda el punto de encuentro gastronómico-etílico para reunirnos con otros paisanos a practicar el habla regional.
Con sólo mirarnos a la cara sabemos de qué vereda perdida en el mapa nos sacaron con espejito. Nos topamos y de una entonamos el himno aprendido en la escuela. “¿Cuánto hace que no vas por la tierrita?”, es la impajaritable pregunta que nos hacemos.
Y como la saudade se cura por el estómago, intercambiamos información privilegiada sobre los sitios donde hay que comprar la carimañola y la butifarra caribes, el aborrajado caleño, las arepas y frisoles paisas, el santandereano mute, la mamona llanera. Al marrano con lo que lo crían.
La tolerante ciudad nos permite guardarles fidelidad provinciana a la comida, la religión, la música, el equipo de fútbol, el acento y la filiación política, en ese orden.
En reciprocidad con la ciudad que nos dio casa, carro y beca, respetamos la cebra. Y hasta le jalamos a la coqueta y mockusiana croactividad graduándonos de “sapos buenos”.
Con la venia del Espíritu Santo, dueño del clasificado: Gracias, Bogotá, por los favores recibidos.
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