Por Juan J. Paz y Miño-Cepeda*
Para Firmas Selectas/ Prensa Latina
De acuerdo con The Washington Post, el presidente Donald Trump, quien asumió su cargo el 20 de enero de 2017, hizo más de 280 promesas durante su campaña; pero el 22 de octubre las concentró en 60 en el documento “Contractwiththe American Voter”. El periódico decidió seguir el cumplimiento de cada promesa.
Según RT, además, en sus dos primeras semanas de mandato, Trump cumplió 13 de las 28 que hizo para sus primeros 100 días de gobierno.
Entre ellas cabe destacar la renegociación del TLCAN (Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, que entró en funcionamiento en 1994); retiro del TPP (Acuerdo TransPacífico, suscrito en 2015, que involucra a 11 países); permitir la infraestructura energética como el oleoducto Keystone Pipeline; cancelar el financiamiento a las “ciudades santuario” de inmigrantes; suspender la inmigración desde varios países musulmanes, revocar el sistema de salud “ObamaCare” y definir la construcción de un muro fronterizo con México.
Habría que sumar las prohibiciones para los “lobistas” (cabildeos), la cancelación de millones de dólares para pagos de diversos programas sobre el cambio climático; la revisión del sistema de visados; y aún restan por llegar los cambios económicos destinados a potenciar las empresas norteamericanas bajo un esquema proteccionista.
Asimismo las rebajas de impuestos, las reformas al comercio externo que ofrecen restablecer el predomino estadounidense y, desde luego, el reforzamiento de la seguridad interna, conjuntamente con la atención a las fuerzas armadas, incluso iniciada con el Memorándum sobre la organización del Consejo de Seguridad Nacional y el Consejo de Seguridad de la Patria (Homeland Security), que altera el sistema existente desde 1947.
Trump lo manifestó claramente: “Desde hoy en adelante, una nueva visión se impondrá: primero Estados Unidos, primero Estados Unidos… Ganaremos de nuevo, ganaremos como nunca antes».
Las primeras semanas de su nuevo mandato, los EE.UU. se han visto convulsionados: miles de manifestantes furiosos irrumpieron en las más grandes ciudades del país; reacción de mujeres, ambientalistas y grupos GLBT; marchas y pronunciamientos de científicos de diversas áreas; protestas de inmigrantes; arrepentimientos de sectores que votaron por él (según Gallup, Trump acumuló más del 50 por ciento de desaprobación en 8 días; Obama registró esa cifra tras 936 días después de su asunción y el primer Bush mil 336).
En medio de ello, alcaldes de ciudades como Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Filadelfia, Seattle, Minneapolis o Providence se aprestan a desacatar las normas inmigratorias. Al respecto, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, afirmó: “Somos una ciudad de inmigrantes», “Protegeremos a todo el mundo independientemente de donde venga e independientemente de su estatus migratorio».
Por su parte, abogados demandan los decretos presidenciales; hay plantones en los aeropuertos internacionales, en defensa de los migrantes y refugiados; y hasta las universidades de Harvard, Yale, Stanford y el MIT claman contra la política inmigratoria del flamante presidente, que estiman “causará un daño irreparable a la educación”.
Las reacciones mundiales también se han puesto en marcha. En México, emergió el coraje contra la pretensión de Trump de construir un muro fronterizo; ante la revisión del TLCAN y, sobre todo, por los insultos a la dignidad nacional, mientras Europa se lanza contra las reglas migratorias, a tal punto que Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, cataloga a Trump como una “amenaza”.
Por su parte, el presidente francés François Hollande pide una “respuesta con firmeza”; la canciller alemana Angela Merkel endurece el tono: “Los europeos decidimos sobre nuestros desafíos”, advierte; el diario español El País sale a la defensa radical de México; empresas como Nike, Apple y Amazon cuestionan al mandatario norteamericano, y hasta el Vaticano se pronuncia contra la política de inmigración del mandatario estadounidense.
En nuestra América Latina, las primeras reacciones provinieron, como era de esperarse, de México, y específicamente de sus pobladores y los sectores sociales y académicos más representativos, porque el gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto se movió débilmente y bajo el vaivén de dialogar, o no, con Trump.
La indignación social se ha generalizado en diversos países, aun cuando las reacciones de la mayoría de sus gobernantes todavía no cobra la contundencia y radicalidad que los pueblos esperan. En todo caso, la V Cumbre de la CELAC, el pasado 25 de enero en República Dominicana, rechazó “todas las formas de racismo, xenofobia y discriminación contra los migrantes y reconoce las contribuciones de éstos en los países de origen y destino”; y alentó, a la par, la unidad latinoamericana.
Los gobiernos progresistas de América Latina están muy claros en cuanto a los temas de dignidad, soberanía y el antiimperialismo. El presidente ecuatoriano Rafael Correa ha sido tajante: “vienen tiempos duros”, dijo, y ha propuesto «un discurso consolidado y frontal» de América Latina, para “defender los derechos humanos y el principio de la movilidad”.
Desde enero de 2017, de la mano de los EE.UU. y de su presidente Donald Trump, el mundo ha iniciado un giro cuyas nuevas lógicas todavía están en desarrollo, pero van quedando en claro ciertas tendencias.
Ante todo, el triunfo de Trump es un auto-reconocimiento a la pérdida progresiva de la primacía internacional que tuvo EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y que, paradójicamente, se agotó con la globalización transnacional, pese al triunfalismo histórico con el que se anunciaba frente al derrumbe de la antigua URSS y el bloque comunista. Trump reivindica el retorno a la hegemonía mundial estadounidense, a toda costa y, sobre todo, sin miramientos y aún por encima de los valores e instituciones edificados desde la postguerra.
La nueva reconstrucción de la hegemonía estadounidense es, hasta el momento, escandalosa ante buena parte del mundo “sensato”, que ve en la personalidad del nuevo presidente rasgos que provocan asombro, pero el asunto no es sólo un tema de psicología individual.
En realidad, se ha producido un giro imprevisto de la historia en los últimos 70 años: la debacle del “fin de la historia” que anunciaba Francis Fukuyama en sus antiguos trabajos, cuando creía que la humanidad se encaminaba al paraíso de la economía liberal y la democracia liberal de tipo occidental, y que hoy el mismo Fukuyama reconoce como meta alterada por el triunfo electoral de Trump.
La reconstrucción de la hegemonía perdida se lanza al mundo desde la perspectiva del “capitalismo de los accionistas”, la certera frase de Nancy Pelosi, líder de la Minoría Demócrata de la Cámara de Representantes. Según “Forbes”, los 10 estadounidenses más ricos incrementaron en casi 16 mil millones de dólares su patrimonio, desde que Trump asumió la presidencia.
Es el retorno de los antivalores que el imperialismo requiere para volver a imponerse contra todo y contra todos: hiperconcentración de la riqueza, desigualdad, racismo, xenofobia, desprecio al otro, prepotencia, violencia, guerra, colonialismo, explotación humana, atropello a los pueblos, intervencionismo.
Solo que la recuperación de la hegemonía perdida se topa ahora con el mundo que la propia globalización engendró: una multipolaridad de potencias que compiten, entre las que destacan Europa, China y Rusia; una geopolítica internacional que forma bloques (América Latina, uno de ellos) y cuestiona todo afán de hegemonía unilateral; y sobre todo, los pueblos que, como se ha visto en los propios EE.UU., tienen una cultura aparentemente escondida, sin mayor notoriedad, que explota contra los mismos antivalores originados por el ansia de la hegemonía sin contemplaciones.
De repente, Nuestra América Latina tiene unos aliados poderosos con los que es preciso encontrar los canales de convergencia, unidad y acción: el pueblo norteamericano, que despertó a la movilización de valores y principios humanos que todos entendimos habían avanzado precisamente para validar la democracia.
ag/jpm