Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda*
Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina
Finalmente, después de varias semanas de reacciones de los partidarios de CREO-SUMA contra el supuesto “fraude electoral” ocurrido en las elecciones del 2 de abril, el pasado 18 el Consejo Nacional Electoral (CNE) del Ecuador ratificó que el binomio Lenín Moreno / Jorge Glas, de Alianza País (AP) obtuvo el 51.16% de la votación nacional, mientras el binomio Guillermo Lasso / Andrés Páez sólo llegó al 48.84% de los votos.
Todas las impugnaciones de la virulenta oposición ultraderechista fueron esclarecidas o desechadas por antijurídicas y carentes de sustento legal. Nunca existió fraude. Nunca pudieron comprobar un solo acto sospechoso; pero la irracionalidad política de esa oposición persistió en su tesis, cumpliendo una estrategia bien montada e incluso articulada con los mecanismos del golpe blando, muy conocidos en América Latina.
Así es que en Ecuador triunfó nuevamente (por undécima ocasión en una década) el sector progresista y democrático de la sociedad. Pero ese triunfo merece tener en cuenta algunos elementos. Quienes dirigen a la ultraderecha cuentan con una planificación estratégico-política bien elaborada. A las consignas contra el “fraude” unieron la descalificación del CNE, la toma de calles y la violencia, mezclando al mismo tiempo ataques xenófobos, clasistas y racistas.
Las calles donde se ubica el edificio del CNE permanecieron tomadas varios días, con gente incluso pagada para la “lucha” por la “libertad” y la “democracia”. El Viernes Santo, entre los “cucuruchos” se mezclaron varios individuos que llevaban carteles contra Correa y contra Moreno, además de repartirse estampas religiosas que en el reverso tenían textos que denunciaban el “fraude” e incitaban al “pueblo católico” a rebelarse.
Quedó bien identificada por las filmaciones una persona que, desde la tarima, llamó a la guerra civil e incitó a atrapar (al presidente Correa) con un anzuelo para arrastrarlo e incinerarlo en el parque de El Ejido, en un acto que recuerda la forma en que fue asesinado el caudillo liberal Eloy Alfaro en 1912. En un restaurante de Quito fue sacado a empellones un periodista chileno identificado con el “correísmo”. De esta manera se repetía el acoso que igualmente han experimentado funcionarios públicos en similares escenarios.
Se generó, así, un fenómeno de “apartheid político”, como bien lo ha bautizado el diario El Telégrafo. Tampoco faltaron las proclamas para que las fuerzas armadas tomaran el poder y, hasta hoy, se articulan las marchas callejeras, los plantones, las cadenas humanas y cualquier otro mecanismo que sirva para el “combate”. Es un comportamiento que reproduce a la ultraderecha venezolana, aunque paradójicamente se acusa al gobierno de ir hacia una “venezolanización”.
Han actuado también una serie de medios de comunicación privados y especialmente de televisión, que se convirtieron en otros de los instrumentos de acción ideológica contra el “correísmo” y que abiertamente se identificaron con la candidatura de Lasso. Estos comportamientos tienen un trasfondo histórico: provienen del sentido de superioridad social que el antiguo régimen oligárquico forjó entre la clase dominante de los países latinoamericanos, cuyas bases aún no han sido superadas en el imaginario de esas elites.
Pero tienen, además, otro origen contemporáneo: la ultraderecha se coloca en vísperas de lanzar su guerra total ante el avance de los sectores progresistas y democráticos; experimenta que ya no tiene ni controla el poder del Estado, como ocurría en el pasado inmediato; sufre la remezón de sus valores sociales y son golpeados sus intereses económicos. Por ello se lanza contra el que califican como régimen “populista”, que consideran no sólo fracasado, sino un verdadero atentado a la economía nacional.
En ese marco se ha forjado una internacional ultraderechista de similar comportamiento en todos los países donde hay que enfrentar a gobiernos progresistas. Hay financiamiento que proviene de sectores privados identificados con los afanes desestabilizadores. Y, sin duda, fondos y planes procedentes del exterior, en la perspectiva de unificar a toda América Latina bajo un esquema de continentalización que enfrente el movimiento geopolítico internacional en el que ascienden Rusia y China.
Si la ultraderecha tiene sus planes, estrategias y financiamientos, la continuidad de los gobiernos progresistas exige investigar y estudiar esas políticas y trazar las líneas de acción necesarias para enfrentarlas. Hasta hoy en Ecuador han primado las acciones defensivas del “correísmo”, y no sus iniciativas orgánicas, que pasan por construir el apoyo de base popular de largo plazo y no únicamente el de triunfo electoral.
El hecho de que la candidatura de Lasso haya alcanzado una significativa votación, implica que la Revolución Ciudadana triunfa, pero debilitada. El liderazgo y la personalidad política de Rafael Correa, sin duda, es irreemplazable. Y Lenín Moreno marca un estilo y una personalidad distinta que solo el tiempo podrá determinar cuánto significa para el avance del proceso progresista-democrático.
Moreno ofrece tender puentes, porque la confrontación y la polarización política han sido un fenómeno inédito en la historia electoral del país; pero la ultraderecha no está dispuesta a cruzar ese puente sino a mantener la ruptura y la radicalidad, porque su propósito es restar legitimidad y credibilidad al nuevo gobierno. No cesará en sus estrategias desestabilizadoras.
Las elecciones demostraron el peso de ciertas rupturas del “correísmo” con los movimientos sociales y particularmente con el indígena, porque Lasso gana en provincias donde hay precisamente una fuerte presencia indígena. Ese voto no representó un acuerdo con el modelo empresarial-neoliberal ofrecido por el exbanquero y millonario, sino una reacción negativa contra el gobierno de la Revolución Ciudadana. El gobierno de Moreno tiene como punto de partida esa herencia y sobre ella tendrá que actuar para reconstituir el bloque popular, siempre añorado por todas las izquierdas teóricas o políticas.
Es innegable que la década 2007-2017 transformó al Ecuador en múltiples estructuras, de manera que hoy existe un país institucionalizado, con capacidades estatales fortalecidas y logros sociales reconocidos internacionalmente. Se dio continuidad y, al mismo tiempo, un nuevo nivel al papel regulador del Estado, los impuestos directos y las políticas sociales, que son la trilogía inaugurada por la Revolución Juliana (1925-1931), que es la que dio origen a una amplia dialéctica histórica en la que los ciclos políticos sucesivos se han caracterizado por revertir esas tendencias o por afirmarlas.
El desarrollismo de las décadas de 1960 y 1970 liquidó definitivamente al régimen oligárquico tradicional, pero el modelo empresarial-neoliberal, galopantemente afirmado entre 1982-2006, que logró arraigar en amplios sectores sociales, ha vuelto a despertar y por poco triunfa en el país, poniendo en riesgo el ciclo de los gobiernos latinoamericanos progresistas.
No han bastado las obras materiales ni los importantes e inigualables logros sociales de la década ganada. Tampoco los triunfos electorales. Hay sectores sociales que han logrado ser convencidos por la idea del “cambio” ofrecida por el candidato Lasso, aunque sin examen de su peligroso contenido.
De manera que recobrar apoyos y encaminar la hegemonía ideológica y cultural de la nueva izquierda pasa a ser uno de los desafíos más serios, pero verdaderamente históricos, para la continuidad de la Revolución Ciudadana, que constitucionalmente solo tiene cuatro años más para cimentar las nuevas bases de la sociedad ecuatoriana.
Quito, 19/abril/2017
ag/jp