Por Rafael Cuevas Molina*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
El Medio Oriente sigue siendo el lugar por excelencia donde las potencias se disputan la hegemonía mundial. Dejar que una logre un avance, por muy pequeño que sea, equivale a sembrar una pica en Flandes, y nadie está dispuesto a perder un milímetro de presencia o influencia.
Pobrecita Siria, le tocó su turno, y con ella a Bashar Al Assad, que se ha convertido (mediáticamente) en el equivalente de lo que en su momento fueron Sadam Husein o Muamar Gadafi. En él se resume hoy el estereotipo del dictador asesino de su propio pueblo, que debe ser derrocado para que la humanidad, satisfecha, pueda dormir con la conciencia tranquila.
El V Regimiento de Caballería del ejército norteamericano, tocando a rebato como en tiempos de la limpieza de apaches en el oeste norteamericano, ha salido a rescatar a los buenos y los indios caen, como buenos tontos que son, ante las balas que hoy, gracias a la tecnología, se han transformado en la madre de todas las bombas, diseñada especialmente para matar terroristas escondidos en túneles cavados en las entrañas del desierto.
¡Oh my God! ¿Qué haríamos sin los dioses rubios que nos protegen? El problema que tenemos hoy, sin embargo, no es que los rubios guerreros nos protejan, sino saber de qué nos protegen, descifrar los designios que los guían en sus andanzas bélicas por el mundo.
¿Estarán afirmando su hegemonía frente a Rusia; estarán disputándole la primacía a China en el sudeste asiático; querrán volver por sus fueros en América Latina o simplemente dan coces y mandobles sin concierto, a diestra y siniestra, regidos por una mente obtusa como la de su presidente?
¡Quién sabe! Y lo peor es que ahora, a diferencia de los viejos tiempos cuando otros imperios, regidos por similares emperadores obtusos hacían de las suyas, no tenemos oráculo y estamos a la intemperie, atentos al próximo paso, a la próxima bomba, a la próxima mentira que tengan a bien inventarse, seguros como están de que somos una caterva de imbéciles que nos tragaremos sus patrañas.
El señor emperador, mientras tanto, con esa cara adusta y ceñuda que lo caracteriza, sentado en su trono dorado en el centro de su apartamento kitsch en el corazón de Nueva York, envía estentóreos alaridos de orangután macho a través de sus artilugios tecnológicos. Nos tiene a todos pendientes de su creatividad, de lo que habrá pergeñado su cerebrito escondido bajo esa mata hirsuta y ridícula de pelo.
¿Qué habremos hecho para merecer esto? Nunca nos imaginamos nada así cuando en el siglo XX pensábamos en el futuro, a pesar de los avisos que nos lanzaba George Lucas en su Guerra de las Galaxias y la lucha de Han Solo contra el imperio. Ahí, el emperador y sus secuaces eran malos vestidos de negro, enmascarados con voz de ultratumba, capa de vampiro del siglo XIX y casco estilo nazi. Imperdibles.
Pero lo que tenemos ahora frente a nosotros nos confunde, es decir, ¿cómo identificar al mal con el glamour de Melania (sus guantes celestes de seda, su pelo dorado al viento, su figura escultural); con la figura sin parangón de la ejecutiva moderna que es Ivanka, bella, esbelta, asertiva y enérgica?
Estamos confundidos. El imperio no es como nos lo habían pintado y necesitamos dilucidar sus designios, pensar que no es por ocurrencias que tira bombas; que no dice mentirillas pensando que somos estúpidos y que, en el fondo, tienen un plan bien estructurado que no nos llevará al abismo a todos, que no nos arrastrará con todo su poderío al barranco de la debacle.
Ojalá, ojalá, dice el cantor; ojalá que no estemos en el borde de todo, en el verdadero fin de la historia, no en el que se imaginaba Fukuyama sino en el que no quiere imaginar nadie, en el que un Donald Trump enajenado salga cabalgando la bomba, tal cual la película premonitoria de Stanley Kubrick.
Ojalá.
ag/rc