Por Juan J. Paz y Miño Cepeda*
Especial para “Firmas Selectas” de Prensa Latina
En 1976, en pleno auge de las ciencias sociales de la región, se publicó el libro Teoría, acción social y desarrollo en América Latina, de Aldo E. Solari, Rolando Franco y Joel Jutkowitz, un balance crítico del pensamiento sociológico latinoamericano desde una perspectiva historicista. Igualmente quedó en claro que, para entonces, los ejes intelectuales pasaban por la afinidad u oposición a la teoría marxista.
Alrededor de los años ochenta también la ciencia social ecuatoriana alcanzó su mayor desarrollo e influencia. Entre la nueva generación de pensadores igualmente hegemonizó el marxismo, y se produjeron los más importantes estudios sobre el país, que tienen determinante influencia hasta el presente.
Anticipándose a esta generación, Agustín Cueva (1937-1992) fue pionero en replantear los estudios sobre Ecuador desde la perspectiva del marxismo crítico. Si bien en su obra Entre la ira y la esperanza (1967), Agustín -con quien guardé una buena amistad-, trazó una interesante visión de la literatura ecuatoriana como expresión de los diversos momentos históricos del país; y fue su libro El proceso de dominación política en el Ecuador (1972) el que marcó el inicio de la sociología marxista contemporánea, con un estudio que acudió a la historia como fundamento para la comprensión no sólo de la trayectoria republicana del país, sino también para resaltar la naturaleza del “velasquismo”; es decir, de los gobiernos del “populista” José María Velasco Ibarra.
Agustín Cueva se alejó del Ecuador y residió en México, donde pasó a ser profesor de la UNAM. Continuaron allí sus investigaciones, entre las que cabe destacar El desarrollo del capitalismo en América Latina (1977), un libro ajustado al estudio concreto de la historia. En 1987, cuando galopaba la perestroika en la URSS, fue publicada otra obra fundamental: La teoría marxista. Categorías de base y problemas actuales (1987), en la que Cueva precisó el pensamiento de Marx, criticó sus dogmatizaciones e incluso se anticipó a cuestionar las concepciones de Antonio Gramsci, a quien ya para entonces, tanto en Europa occidental como en América Latina, se tenía, según el mismo Agustín, como el novísimo anti-Lenin, “dotado de incalculables proyecciones teóricas y aun políticas”.
Ahora bien, al despegue de la ciencia social latinoamericana en general y ecuatoriana, en particular, siguió, en pocos años, el derrumbe del socialismo en la URSS y los países del Este, que trajo como consecuencia una verdadera catástrofe para el marxismo como teoría otrora hegemónica y, con todo ello, el impresionante reflujo del partidismo de izquierda y de los movimientos sociales, sobre cuya base pudo erigirse como campeón el mundo del capital transnacional globalizado, el neoliberalismo en América Latina, y en Ecuador el modelo empresarial/neoliberal.
Pero, así como el proceso de la independencia latinoamericana marcó el rompimiento con el colonialismo a inicios del siglo XIX y en los albores del régimen capitalista (eso otorga a las revoluciones independentistas un valor histórico que tratan de negarlo quienes sólo las ven como un hecho de la clase criolla), la ruptura contra la victoria del capital transnacional provino de los gobiernos democráticos, progresistas y de nueva izquierda nacidos en América Latina a inicios del siglo XXI, e inaugurados por el presidente Hugo Chávez (1999-2013).
Contrariando ciertas creencias, la reivindicación del socialismo del siglo XXI, el surgimiento de una nueva izquierda y la gestión de los gobiernos progresistas y democráticos, no sólo marcaron el inicio de un “ciclo” histórico distinto en América Latina, sino que crearon el espacio político para el resurgir de las antiguas izquierdas y para que el marxismo recobrara importancia teórica en la región.
En Ecuador, los sectores de izquierda, los marxistas de todas las vertientes, y los debilitados movimientos sociales como el indígena o el de los trabajadores, que habían sido seriamente golpeados y marginados por la consolidación del modelo empresarial/neoliberal, convergieron en el triunfo presidencial de Rafael Correa (2007-2017), en el proceso constituyente (2008) y en el ascenso inicial de la Revolución Ciudadana. Bien pronto el izquierdismo rompió con el gobierno, al que, desde entonces, consideraron como “traidor”.
En esas circunstancias, desde la oposición y el visceral anti-correísmo, también surgió un marxismo que ha adquirido vida propia. De allí ha provenido una gama central de conceptos que se han repetido en entrevistas, libros, artículos y páginas de internet: el “correísmo” no tiene ideología, porque es la expresión práctica del autoritarismo, la represión, la criminalización de la protesta social, la dictadura; el “correísmo” controla todos los poderes del Estado; simplemente ha apuntalado un capitalismo extractivista (y transgénico); es una nueva forma de dominación a favor de nuevas elites y burguesías, así como del capital transnacional sobre todo chino; se trata de un populismo tecnocrático; un hiperpresidencialismo. Son conceptos que incluso han servido a las derechas que durante una década han combatido a la Revolución Ciudadana.
En la campaña presidencial de 2017, las izquierdas anti correístas, aunque no de manera unánime, adoptaron tres posiciones: una fue el llamado a votar por Guillermo Lasso, e incluso hubo dirigentes políticos, indígenas y de trabajadores que estuvieron en campaña personal con el mismo exbanquero; otra fue la convocatoria a derrotar al correísmo, para salir de la “dictadura”; y finalmente, aquella que sostuvo que electoralmente se presentaban “dos derechas” y que el pueblo debía mantener su “independencia de clase”, para seguir construyendo, hacia futuro, la “verdadera” opción popular.
Si en la última década (el fenómeno es aún más antiguo) esas izquierdas no pudieron crear la alternativa auténticamente revolucionaria frente al correísmo tan vehementemente combatido, ahora se presentó una situación sui géneris, porque las posiciones anotadas apuntaron a lo mismo; es decir, a preferir e inducir al voto por Lasso, pero no por Lenín Moreno, de modo que en Ecuador y en América Latina, por primera vez en su historia se definió una izquierda y un marxismo pro-bancario, sostenidos en los mismos conceptos formulados por sus intelectuales orgánicos, y que hoy adquirieron su real dimensión.
La corriente del marxismo anti-correísta se ha basado en posicionamientos meramente conceptuales, a los cuales se respalda con el uso selectivo de aquellos datos de la realidad que pueden calzar a los propósitos teóricos prefijados, con la unión de frases de Marx que supuestamente respaldan lo analizado, o con mayor “actualidad” acudiendo a lo que dijo Gramsci.
Salvando cualquier excepción, suele ser evidente la ausencia de fundamentos históricos, las insuficiencias para buscar respaldo en el conjunto de los hechos, la nula referencia a fuentes primarias o, por lo menos, la revisión de la literatura más significativa sobre cada tema abordado. Ese marxismo, así construido, tiene adeptos y aplausos sólo en sus propias filas.
Al conmemorarse en Ecuador los 25 años del fallecimiento del célebre Agustín Cueva, se vuelve necesario resaltar los fundamentos historicistas que él supo emplear para desarrollar sus investigaciones, porque a su fuerte formación teórica supo unir la práctica específica de la investigación “empírica” más rigurosa, sobre la base del examen de fuentes y datos, para la solidez de las ideas, y no para suplantar la realidad con meros conceptos y peor aún con la ideologización dogmática del marxismo.
Quito, 17/mayo/2017.
ag/jp