Nils Castro*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Valiente. Lo recuerdo corajudo en ambos sentidos de la palabra: de mucho valor cívico, como ocurre con los revolucionarios de fuerte consistencia ética, y de reiterado valor personal para encarar situaciones adversas. Rasgo inesperado en un artista que desde temprano renqueó su vida al borde de la invalidez.
Lo demás es cosa harto conocida: a despecho de la pertinaz enfermedad, sustancioso poeta, joven erudito, talentoso ensayista, buen cultor de la canción tradicional cubana, el más estimulante profesor de sus alumnos y un gran jodedor. Añádase que, sin ser guapo, nunca le faltaron los tiernos suspiros de no pocas admiradoras.
Hoy escucho recordar a Guillermo Rodríguez Rivera por su carácter bien humorado y su facilidad para los retruécanos. Amó entrañablemente a Cuba y cultivó la cubanidad, de la cual creyó que la jodedera, como la valentía, eran aspectos sustantivos, que asimismo debían practicarse con jovial y solidaria elegancia.
Nunca bromeó para hacer daño y seguido lo hizo en apoyo de alguna buena idea o persona. Y cuando hablaba o escribía en serio, nunca le tembló el ánimo para sostener una verdad o una crítica que debía decirse pero que los demás pensaban callados, o para defender a Cuba revolucionaria como también a su decoro personal.
Un remoto ejemplo: en vísperas del llamado “quinquenio gris”, un oscuro funcionario circunstancialmente venido a más lo calumnió en su ausencia, públicamente. Guillermo acudió al sitio para cerciorarse de que aquello era cierto y acto seguido fue a encarar a ese mal encumbrado y poner los puntos sobre las íes. Se hizo respetar, pero no por ello se hizo querer en el ámbito burocrático donde aquello se cometió.
Lo invité entonces a venir por un tiempo a la Universidad de Oriente, a enseñar literatura cubana e hispanoamericana en la Escuela de Letras (que yo entonces dirigía), en su natal Santiago de Cuba. El “Gordo” Rodríguez Rivera nunca había dado clases, pero desde los primeros días hizo volar el cariño y la curiosidad académica de sus alumnos por las buenas letras.
En esos años, Guillermo nunca faltó a una zafra. Obviamente, no podía cortar ni ajilar caña, pues a duras penas podía caminar por el campo. Pero invariablemente fue el más celoso y eficaz ayudante de cocina, el mejor garante del orden y la buena presentación del campamento y el bardo que con la guitarra y la poesía le refrescaba los anocheceres a sus agotados compañeros profesores y estudiantes.
Su condición humana y revolucionaria quedó sobradamente consagrada y cuando, más tarde, la avanzada edad de su mamá lo hizo volver a La Habana, en Santiago quedó un ancho agujero que ya no pudimos tapar, salvo con el ejemplo que nos dejó. En cambio, para ese entonces aquel mal funcionario ya estaba por ser remitido adonde mereció.
Lo visité hace pocos meses en compañía de mi hijo, quien hoy es un buen creador musical y poético, entre otras cosas, gracias a las clases que Guillermo le dio en Santiago y mucho después en La Habana. No teníamos ni la más remota intención de despedirnos, puesto que damos por sentado que el Gordo era y es inmortal, no apenas como poeta sino como humano de la mejor calidad.
Pasamos un buenísimo rato, hablando lo mismo de la coyuntura política latinoamericana que de los nuevos creadores en la canción cubana. Aunque él ya estaba irremediablemente condenado a la silla de ruedas, continuaba siendo el jovial cubano y el valeroso intelectual revolucionario que siempre fue. Por supuesto, lo seguirá siendo. Para comprobarlo basta leerlo.
Panamá, 18 de mayo de 2017
ag/nc