Por Guillermo Castro Herrera [1]*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Cada época tiende a desarrollar una escasa autoconciencia de sus propios límites.
Francisco. Laudato Si’, 105
¿Cómo puede contribuir la América nuestra, toda ella, a la gran tarea de nuestro tiempo, que es la de crear las condiciones que permitan garantizar la sostenibilidad del desarrollo humano en un mundo que está marcado por una situación de crecimiento económico incierto, inequidad social creciente, degradación ambiental constante y deterioro de las instituciones creadas en su momento para garantizar la armonía en nuestras relaciones, nuestra prosperidad y la satisfacción de nuestras necesidades fundamentales?
Ante esta tarea, el papa Francisco nos ofrece una mirada en la que convergen la vasta experiencia de la Iglesia desde sus dos mil años de gestión del desarrollo humano en Occidente, y la riqueza cultural de una región en la que se combinan tradiciones milenarias de reflexión sobre las relaciones de los seres humanos entre sí y con su entorno natural, con una persistente búsqueda y construcción de su propia identidad desde aquel “pequeño género humano” -Bolívar dixit -que constituyó nuestro punto de partida para el ingreso a la contemporaneidad, dos siglos atrás.
Desde esta perspectiva, la mirada del papa Francisco trasciende el sentido común de una civilización en crisis para poner el acento primordial en la Creación y en su despliegue en el tiempo, a través de la interdependencia universal de sus criaturas. Así, llama nuestra atención sobre la necesidad de “captar la variedad de las cosas en sus múltiples relaciones”, puesto que “la importancia y el sentido de cualquier criatura” se entiende mejor “si se la contempla en el conjunto del proyecto de Dios”(LS, 86).
Desde esa perspectiva, también, el papa Francisco define el lugar que la Iglesia reconoce a nuestra especie en el proceso de la creación, señalando que “la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo Creado es la forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para ayudar a brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas.” (LS, 124).
Y a esto añade una advertencia siempre necesaria: “debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas.” Es importante -precisamente porque los textos bíblicos “nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15)”-, recordar que
Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. (LS, 68)
Así, la noción de cuidado está asociada al devenir del conjunto de la Creación, y al de los humanos en comunidad con ella, y en ella.
En esa noción del cuidado responsable está la clave mayor para encarar el problema de hacer viable la sostenibilidad del desarrollo de la especie que somos. Ese cuidado corresponde a la especie que tiene los mayores deberes porque recibió los dones más excepcionales, que nos distinguen del resto de los seres vivientes, ya sea porque somos los únicos que los poseemos, ya porque -aun compartiéndolos con otras especies- alcanzan en la nuestra un grado superior de complejidad y de capacidad de evolución.
Esos dones -la capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la elaboración artística y otras capacidades inéditas-, nos dice Francisco, “muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico.” (LS, 81) Y a esto sólo cabría agregar las capacidades de vida en sociedad, misericordia y solidaridad que a lo largo de nuestra historia nos han permitido encarar con éxito complejos problemas y procesos de transición hacia formas cada vez más complejas de nuestro propio desarrollo.
Esta perspectiva abre así un espacio de diálogo entre visiones del mundo que, desde su diversidad, compartan el mismo interés en contribuir al curso de la Creación. En Europa, por ejemplo, esas visiones van desde la rica reflexión de Carlos Marx sobre el papel del trabajo en el desarrollo humano, hasta las que convergen en las nociones de biosfera y noosfera, a cuya elaboración contribuyeron el biogeoquímico ruso Vladimir Vernadsky, y el sacerdote jesuita y antropólogo Pierre Teilhard de Chardin.
En Iberoamérica, incluyen tanto las que -desde la tradición comunitaria indígena- expresan hoy la aspiración al vivir bien de los seres humanos en sus relaciones entre sí y con la madre tierra, como las de la fe de José Martí en la utilidad de la virtud y en el mejoramiento humano, y las del pensamiento ambiental iberoamericano que, a través de campos como la ecología política, la economía ecológica y la historia ambiental, ha hecho ya aportes de gran importancia a la comprensión de la interdependencia entre lo natural y lo social.
Así ejercido, el diálogo al que se nos convoca se inscribe en un proceso mucho más amplio de construcción de los consensos que demanda una acción racional colectiva con arreglo a fines que, si en lo científico y lo tecnológico son contemporáneos, en lo cultural y lo moral hunden sus raíces en la respuesta que podamos dar -y ejercer – a la pregunta en que Caín sintetizó el dilema ético fundamental que nos plantea nuestro desarrollo como especie: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?
Esa pregunta gana en trascendencia, además, si recordamos que en la tragedia del asesinato del pastor Abel por el agricultor Caín tenemos una primera evidencia del papel que han desempeñado en nuestro desarrollo como especie los conflictos socioambientales: aquellos que surgen entre grupos humanos distintos que aspiran a hacer usos mutuamente excluyentes de los recursos de un mismo ecosistema, y que hoy alcanzan límites cada vez más cercanos al paroxismo. A este respecto, la Encíclica Laudato Si’ nos recuerda que
No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, si no una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza.(LS, 139) [2]
El ambiente, en efecto, es el resultado de la interacción entre la especie humana y su entorno natural mediante procesos de trabajo socialmente organizados. En ese sentido, la producción del ambiente por los humanos se expresa, también, en la de su vida social, la de sus estructuras de intercambio de bienes y servicios, y la de sus instituciones de autoridad y de regulación de la vida en sociedad.
Lo estrecho de este vínculo nos permite entender que si deseamos un ambiente distinto, debemos crear sociedades diferentes. Sin embargo, identificar las diferencias que demanda el desarrollo sostenible de nuestra especie en esta fase de su historia, y las vías más adecuadas para llegar a ellas, plantea un problema de singular complejidad, que el historiador norteamericano Jason Moore ha sintetizado en los siguientes términos:
Las filosofías, conceptos y narrativas que utilizamos para dar sentido a un presente global cada vez más explosivo e incierto son -casi siempre- ideas heredadas de un tiempo y un espacio diferentes. El tipo de pensamiento que creó la turbulencia global de hoy no parece ser el más adecuado para ayudarnos a resolverla. [3]
A esto responde, justamente, la necesidad de establecer nuevos marcos de referencia y lineamientos nuevos del razonar que faciliten la construcción de consensos que demanda nuestro tiempo en lo que atañe a las relaciones entre la sociedad, su mercado y su Estado con el mundo natural.
Al respecto, y desde la lectura de Evangelii Gaudium [4] y Laudato Si’ [5], esos marcos de referencia pueden incluir al menos tres horizontes de discusión. El primero es un horizonte de referencia histórica, que nos permita comprender la crisis de nuestro tiempo como parte de un proceso de transición civilizatoria, de complejidad y trascendencia equivalentes a las que antes condujeron a nuestra especie, en Occidente, de la Antigüedad a la Edad Media, y de ésta a la Edad Moderna.
El segundo es un horizonte de referencia teórica, que nos permita ver en nuestra especie el sujeto de su propio desarrollo y comprender que la sustentabilidad de que se trata es la de ese proceso general y no la de una u otra de sus expresiones históricas puntuales.
Y el tercero, por último, es un horizonte de práctica cultural y política, que nos permita emprender la tarea de transformar en conocimiento colectivo la experiencia acumulada en las respuestas de una diversidad creciente de sectores sociales ante los desafíos que la crisis en curso nos plantea.
La discusión referida a esos horizontes, por otra parte, ganará en riqueza y pertinencia en la medida en que haga suyos los cuatro lineamientos generales del razonar que propone el papa Francisco en Evangelii Gaudium. El primero, como se recordará, destaca la primacía del tiempo sobre el espacio, esto es, de la generación y orientación de procesos de reflexión y transformación por sobre la mera defensa de hábitos y estructuras de poder que se resisten a cambiar.
El segundo, de especial importancia en un cambio de épocas como la que vivimos, resalta la superioridad de la realidad sobre la idea, y la necesidad de juzgar a las segundas por los resultados prácticos de su aplicación, antes que por la mayor o menor autoridad otorgada a las fuentes que las inspiran. El tercer lineamiento destaca la superioridad del todo sobre las partes aisladas que lo integran, que son más valiosas en sus funciones y modalidades de interdependencia que por las virtudes que puedan tener por separado. Y el cuarto, por último, resalta la primacía de la unidad sobre el conflicto.
Todo esto tiene una gran relevancia en tiempos inciertos, en los que todo lo que ayer apenas podía parecer sólido y sensato parece disolverse en un mar de dudas, movido por vientos cruzados de incertidumbre. El papa Francisco nos propone -hoy, aquí – encarar activamente la incertidumbre mediante el recurso de una esperanza bien informada y confirmada en el empeño de un número cada vez mayor de humanos en asumir y ejercer los deberes inherentes al cuidado de la Creación.
En este momento del proceso de transición en que andamos, el ejercicio de ese deber demanda orientaciones y acuerdos cada vez más amplios y ojalá más precisos. Eso nos obliga a construir preguntas nuevas para obtener las respuestas que puede ofrecer una circunstancia inédita, alineando las mejores conquistas de la ciencia, la cultura y el pensamiento en la perspectiva de contribuir a la construcción de un desarrollo que solo será sostenible por lo humano que llegue a ser. “Simplemente”, nos dice Francisco, “se trata de redefinir el progreso.” (LS, 193)
Si fuera fácil, ya estaría hecho. Como es difícil, nos toca a nosotros.
Bogotá, Universidad Javeriana, 11 de julio de 2017
ag/gc
[1] Conferencia ofrecida en la Iniciativa de Diálogo Latinoamericano “Todo está conectado”, convocado por la Corporación Millenni@, el Pontificia Universidad Javeriana y el Consejo Episcopal de América Latina. Universidad Javeriana, Bogotá, 11 – 12 julio, 2017.
[2] Con ello adquiere su plena claridad la advertencia hecha en un momento anterior del texto, al plantearnos la necesidad de reconocer que “un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres.” (LS, 49)
[3] Jason W. Moore: Anthropocene or Capitalocene? Nature, History, and the Crisis of Capitalism. http://scholars.wlu.ca/cgi/viewcontent.cgi?article=1329&context=thegoose