Firmas selectas

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sábado 23 de noviembre de 2024

De la falsa erudición a la naturaleza

Por Guillermo Castro H.*

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

“se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora,
 dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso.”
                                                       José Martí [1]

La historia de las palabras tiene un encanto peculiar, por ejemplo en lo que revela de su capacidad para enmascarar aquello mismo que pretenden señalar. Lo que a primera vista parece evidente en sí mismo, se torna ambiguo y de bordes difusos cuando se contrasta con la realidad a la que aluden, sobre todo si se trata de las realidades del poder.

Desde la década de 1950, buena parte del debate público sobre el destino de nuestras sociedades giró en torno al concepto de desarrollo, que cerró un ciclo histórico iniciado a mediados del siglo XVII.

Tómese el caso del término “desarrollo”, en torno al cual ha venido organizándose buena parte del debate público sobre el destino de nuestras sociedades desde la década de 1950. Para la tradición anglosajona, de carácter tan precisamente utilitario, el término designa la puesta en valor de un recurso específico para un fin específico. En la tradición hispanoamericana, designa la creación de un círculo virtuoso de crecimiento económico, bienestar social y estabilidad política en expansión constante.

En realidad, en el plano de las ideas, la de desarrollo viene a cerrar -a mediados del siglo XX- un ciclo histórico que se inicia a mediados del XVIII con el concepto de civilización. Ese ciclo tiene tres momentos característicos. El primero, de 1750 a 1850 aproximadamente, corresponde a la antinomia civilización / barbarie, entendiendo a la primera como la participación en las formas de la vida política y cultural, y en los circuitos comerciales, creados por la burguesía europea en el proceso de construcción del primer mercado mundial en la historia de la Humanidad.

El Manifiesto Comunista describe ese momento ascendente en 1848 con un vigor singular:

La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. 

Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común.  Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.

Hoy diríamos que lo más universal de esa cultura consistió en la intensificación y la generalización de las contradicciones que animaban su desarrollo, sociedad por sociedad y a escala del sistema mundial en su conjunto. Así, el término civilización pasó a designar las formas de vida política y cultural que caracterizaban al imaginario de los sectores dominantes en las sociedades Noratlánticas e iberoamericanas.[2]

Por contraste, quedaba excluido todo aquello que, de un modo u otro, contribuía a la sobrevida del mundo anterior a esa dominación, reducido a la categoría de barbarie entendida  -sobre todo en nuestra América- como formas de vida del mundo rural, campesino e indígena.

No es casual que el primer ejercicio de reflexión moderna sobre nuestras sociedades llevara por título justamente Civilización o Barbarie, publicado en su juventud por el argentino Domingo Faustino Sarmiento en 1845, que sigue siendo lectura imprescindible para quien desee conocer a nuestra América desde lo más profundo de sus contradicciones internas. Tampoco lo es el que esas contradicciones animaran, también, el paso al ciclo siguiente, que entre 1850 y 1950 contrapone el progreso al atraso con un énfasis mucho mayor en el plano tecnológico.[3]

Otro gran creyente en el progreso fue -de mediados de la década de 1870 hasta su muerte en 1895- José Martí. Sin embargo, su modo de ser progresista se forja a partir de una ruptura con la visión de Sarmiento, expresada con singular riqueza en su ensayo Nuestra América, publicado en enero de 1891 en Nueva York y México.

Allí, Martí rompe con el liberalismo triunfante del Estado Liberal Oligárquico que vino a ser la forma dominante de organización política de nuestras sociedades entre las décadas de 1870 y 1930. Al propio tiempo, esa ruptura no niega, sino trasciende y transforma la visión de Sarmiento, a la luz de la experiencia histórica del proceso de formación de nuestras sociedades.

El liberalismo latinoamericano alcanzó su momento de auge y desintegración entre 1950 y 1970 expresado -en el plano de las ideas, la política y la cultura-, en la contraposición desarrollo/subdesarrollo.

Así, tras afirmar que “De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas”, plantea:

La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india.

Y desde allí, concluye:

A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

La ruptura así planteada con la visión liberal dominante es traducida de inmediato a su dimensión  cultural y política. En lo que hace a la cultura, afirma que “el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico.” Desde esa afirmación concluye que en la América nuestra  “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Y desde esa conclusión señala un modo original, íntimamente martiano, de caracterizar y encarar las esperanzas y contradicciones que animaban nuestra inserción en el moderno sistema mundial: Injértese en nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.[4]

En el planteamiento de Martí, como vemos, el progreso técnico aparece estrechamente asociado al cambio social a través de la formación de repúblicas que fueran democráticas por lo equitativas, prósperas y solidarias que llegaran a ser. En ese planteamiento aflora ya la corriente liberal radical y democrática que, en su confluencia con el socialismo indoamericano del peruano José Carlos Mariátegui a partir de la década de 1930 y con la teología de la liberación de la década de 1960 en adelante, vendrían a conformar el núcleo fundamental de la cultura política popular de nuestra América de mediados del siglo XX a nuestros días.

Es en ese contexto donde el liberalismo latinoamericano alcanza su momento de auge y desintegración. entre las décadas de 1950 y 1970. En el plano de las ideas, de la política y de la cultura, dicho momento se expresa en la contraposición desarrollo / subdesarrollo.

Entre 1980 y 1990, el triunfo político y cultural del neoliberalismo oligárquico liquidó la posibilidad de imaginar el desarrollo en economías nacionales abrumadas por una deuda externa impagable, y forzadas a medidas de ajuste que acentuaban su dependencia del intercambio desigual.

Ello no se redujo, ciertamente, a lo planteado por el presidente norteamericano Harry Truman al referirse a las tareas de reorganización del mundo colonial tras la victoria norteamericana en la disputa con Alemania por la hegemonía en el sistema mundial a lo largo del período 1914-1945. Por el contrario, lo que realmente constituyó un hito de alcance mundial fue la formulación del conflicto entre desarrollo y subdesarrollo elaborada por el economista argentino Raúl Prebisch y sus colaboradores argentinos, brasileños y chilenos en el primer informe regional sobre la situación económica de América Latina, de 1948, producido por la entonces recién creada Comisión Económica para América Latina de la Organización de las Naciones Unidas.

La visión de Prebisch sobre el desarrollo como un círculo virtuoso de crecimiento económico, sostenido con equidad social ampliada y participación política creciente -al amparo de mercados protegidos de los azares del intercambio desigual por sus Estados nacionales- tuvo una extraordinaria acogida en el marco del proceso de descolonización acecido a lo largo de las décadas de 1950 y 1960, y alentó iniciativas política como la creación del Movimiento de los Países No Alineados. El vuelo del desarrollismo, sin embargo, fue mucho más breve que los de la civilización y el progreso.

A partir de la década de 1960, y sobre todo en la de 1970, el desarrollismo fue sometido a una crítica incesante desde múltiples corrientes afines al marxismo, que expresaban las contradicciones sociales y económicas que sus políticas habían creado y no podían resolver, y pasaron a la historia de nuestras ideas con el nombre de Teoría de la Dependencia. Pero la crítica más feroz -y sobre todo más práctica desde la perspectiva del capital- provendría del neoliberalismo oligárquico a partir de la década de 1980.

Lo que cabe destacar aquí es que el triunfo político y cultural del neoliberalismo oligárquico entre las décadas de 1980 y 1990 liquidó en la práctica la posibilidad misma de imaginar el desarrollo en economías nacionales abrumadas por una deuda externa impagable y forzadas a adoptar medidas de ajuste estructural que acentuaron su dependencia del intercambio desigual.

En ese contexto, el sistema internacional inició los ejercicios de calificación del desarrollo- humano, sostenible, sostenible humano-, que han venido finalmente a dejarlo en evidencia como herramienta de enmascaramiento de las viejas y nuevas contradicciones que el neoliberalismo oligárquico intensifica sin pero no resuelve.

De este modo, el agotamiento del concepto liberal del desarrollo ha venido a ser, en el campo de las ideas, una de las expresiones más visibles de la bancarrota intelectual y moral del neoliberalismo oligárquico. Hoy, el desarrollo humano significa poco más que la utopía de una suerte de capitalismo con rostro humano, extractivista y destructivo en sus relaciones con la naturaleza, y tan inequitativo en lo político como en lo social.

Y, sin embargo, el desarrollo de nuestra especie continúa. Hacia dónde, por qué caminos, con qué riesgos y de qué maneras, constituye quizás el tema de mayor importancia de nuestro tiempo. El mayor de esos riesgos consiste en no comprender en toda su rica complejidad la advertencia que nos legara Martí en Nuestra América al decirnos que nuestras repúblicas “han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.”

Hay todo un programa de reforma intelectual y moral en estas ideas, que sólo podrá ser llevado a la práctica  -o no- por los nuevos movimientos sociales de nuestra región. Hay que aprender a crecer con ellos, para ayudarlos crecer, y crear finalmente en el Nuevo Mundo de anteayer el mundo nuevo de mañana.

Panamá, 21 de octubre de 2017

ag/gc

 

*Investigador, ambientalista y ensayista panameño.

 

[1] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. V II, 98: “Los Códigos Nuevos”[Guatemala], s.f. [1877].

[2] La realidad de ese imaginario se hace evidente en el relato de Alejandro de Humboldt de sus tratos con las oligarquías liberales en Venezuela, Colombia, Venezuela, México y Cuba en los primeros años del XIX. Allí se incluye la anécdota de un rico plantador venezolano, que abandona por un momento una discusión sobre El Contrato Social, de Rousseau, para supervisar el castigo a latigazos de un esclavo fugado y recapturado.

[3] Tanto Marx como Martí participan de este ciclo desde una perspectiva crítica, viendo en el progreso técnico una poderosa herramienta de transformación social. Eso puede ser apreciado por ejemplo en los artículos de Marx sobre la dominación británica en la India, como en el periodismo de Martí en sus años de exilio en Nueva York y, en particular, en su ensayo Nuestra América, publicado en enero de 1891.

[4] José Martí. La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de l891; El partido liberal – México – 30 de enero de 1891. http://www.ciudadseva.com/textos/otros/nuestra_america.htm

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