Por Guillermo Castro Herrera*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
“Desde que el lenguaje permitió que la evolución cultural humana
incidiera sobre procesos antiquísimos de evolución biológica,
la humanidad ha estado en condiciones de alterar
los más antiguos equilibrios de la naturaleza
de la misma manera que la enfermedad altera
el equilibrio natural en el cuerpo de un huésped…
Desde el punto de vista de otros organismos,
la humanidad se asemeja así a una grave enfermedad epidémica,
cuyas recaídas ocasionales en formas de conducta menos virulentas
nunca le han bastado para entablar una relación estable y crónica”.
William McNeill, Plagas y Pueblos [1]
El ambiente, o mejor aun lo ambiental, constituye un tema de creciente importancia en el debate sobre la salud pública. Las expresiones más visibles de ese interés se ubican en torno a los riesgos de malestar, enfermedad y muerte que afloran en tiempos en los que se combinan el crecimiento demográfico, el deterioro social y la degradación del mundo natural, a una escala e intensidad sin precedentes en la historia de nuestra especie.
En verdad, si se entiende la salud como una situación deseable de bienestar físico, mental y social -y se acepta, además, que ese bienestar se logra, o no, en el seno del ecosistema que ocupa cada grupo de la especie humana-, cabe afirmar que el estado de salud de cada uno de esos grupos expresa la calidad de las relaciones que mantiene con su entorno natural.
Las actividades encaminadas a la transformación de ese entorno, como sabemos, dan lugar a la formación de un ambiente que constituye el ámbito de interacción entre la salud -en tanto producto del desarrollo humano-, la enfermedad y la muerte, como hechos naturales. Para Paul Epstein, por ejemplo, en todo tiempo y época “la salud humana tiende a seguir tendencias tanto en los sistemas sociales como en el ambiente natural”.
De este modo, si bien en períodos de relativa estabilidad, los controles naturales sobre las plagas y los organismos patógenos pueden funcionar de manera eficiente, en tiempos de cambio acelerado -en los que “un clima cada vez más inestable, la acelerada pérdida de especies, y crecientes inequidades económicas plantean un desafío a la tolerancia y la resistencia de los sistemas naturales”-, la interacción entre estos elementos de cambio contribuye “al surgimiento, resurgimiento y redistribución de enfermedades infecciosas a escala global.” [2]
La adecuada comprensión de estos vínculos demanda, por otra parte, una perspectiva histórica. Cada sociedad, en efecto, tiene una salud y un ambiente característicos, que resultan de una trayectoria en el desarrollo, a menudo conflictivo, tanto de las relaciones que guardan entre sí los grupos que la integran, como las que mantienen con el mundo natural. El examen de esas trayectorias en el pasado, y de sus expresiones en el presente, constituye una valiosa fuente de experiencias para el análisis de los problemas de la salud pública en un mundo en crisis.
Dicho examen, al propio tiempo, debe ser planteado a partir de un diálogo entre las ciencias naturales y las humanas, en torno al problema común de las consecuencias para la salud y el desarrollo de nuestra especie, derivadas de las intervenciones humanas en el mundo natural, y las enseñanzas que cabe desprender de ello.
Esta tarea de construcción demanda extender, al campo de la salud, mucho de lo que se ha logrado de la década de 1980 acá en el abordaje de lo ambiental como objeto de estudio de una historia ambiental que concibe el pasado “como una serie de intercambios ecológicos que han tenido lugar entre las comunidades humanas y sus entornos -el mundo, y real, de objetos que no hemos inventado, pero que inciden constantemente sobre nuestra vida cultural”, y definen su tema central como “un pensamiento que ubica a la gente en su plena complejidad orgánica, y enseña a ser responsable con respecto a todos nuestros asociados en la Tierra”. [3]
En la medida en que una parte sustancial de esa complejidad orgánica se refiere a aquellos intercambios ecológicos directamente vinculados con nuestras formas de vivir, enfermar y morir, una historia ambiental de la salud cuenta con importantes antecedentes de investigación y reflexión sobre la formación y las transformaciones de las condiciones sociales y ecológicas vinculadas con las relaciones entre los humanos y los microparásitos responsables de las enfermedades infecciosas.
Al respecto, el historiador norteamericano William McNeill, en su pequeña gran obra clásica de 1976, Plagas y Pueblos, tras señalar que “una comprensión más plena sobre el sitio en perpetuo cambio de la humanidad en el equilibrio de la naturaleza, debería ser parte de nuestra comprensión de la historia”, propone:
dejar al descubierto una dimensión de la historia humana que hasta ahora no ha sido reconocida por los historiadores: la de los encuentros de la humanidad con las enfermedades infecciosas y las consecuencias de largo alcance que se produjeron cada vez que los contactos a través de la frontera de una enfermedad distinta permitieron que una infección invadiera una población carente de toda inmunidad contra sus estragos. [4]
Desde allí, a partir del hecho de que los humanos pudieron poblar el planeta entero “porque aprendieron a crear micromedios idóneos para la supervivencia de una criatura tropical en condiciones muy diversas”, McNeill examina las relaciones de conflicto y coevolución entre nuestra especie y sus microparásitos a lo largo de un proceso en el cual “la adaptación y la invención culturales disminuyeron la necesidad de un ajuste biológico a medios diversos, introduciendo así un factor fundamentalmente perturbador y continuamente cambiante en los equilibrios ecológicos que existían en todas las partes de la tierra”.
En esa perspectiva, el autor aborda, además, la interacción entre ese microparasitismo natural y el macroparasitismo social expresado en las relaciones de opresión y explotación de unos grupos humanos por otros a lo largo del proceso de formación, desarrollo y crisis de las civilizaciones.
La civilización, en efecto, con sus características de sedentarismo y aumento de la densidad de la población humana -sostenido por la ampliación selectiva de su familia ecológica, animal y vegetal; el incremento del macroparasitismo e intercambio constante entre grupos humanos distantes- crea condiciones que favorecen la inserción y coevolución permanente de agentes de enfermedad infecciosa en las sociedades humanas.
Ese proceso condujo a la unificación microbiana de Eurasia, primero, y del mundo, después, a partir de la conquista europea de América, el intercambio de esclavos y microparásitos entre África y el Nuevo Mundo, y la expansión de esas relaciones de coevolución y conflicto a escala mundial.
De aquí emerge un panorama en que el estado general de salud de cada sociedad contribuye a modelar sus alternativas de relación y acción tanto en relación al mundo natural, como ante otras sociedades y en lo que toca a su propio desarrollo social y material. [5]
Plagas y Pueblos se inscribe así en aquel campo de reflexión a que se refería Federico Engels al afirmar que, si habían sido necesarios miles de años “para que el hombre aprendiera en cierto grado a prever las remotas consecuencias naturales de sus actos dirigidos a la producción, mucho más le costó aprender a calcular las consecuencias sociales de esos mismos actos”. [6] Y lo hace de un modo en el que, a 40 años de su primera edición, mantiene abierto el desafío de llegar a entender en toda su complejidad la relación entre la sociedad, la salud y el medio ambiente en el mundo contemporáneo.
De este modo, Plagas y Pueblos nos incita a trascender las tentaciones de la especialización tecnocrática, para facilitar a la historia el papel de primer orden que le corresponde en la construcción de nuestras opciones de futuro. Aquí, la historia ambiental puede y debe enseñarnos a preguntar, más que a responder; sobre todo, se trata de indagar en la reorganización de nuestras relaciones sociales, que nos permita enfrentar con éxito la tarea de hacerlas saludables por lo sustentables que lleguen a ser nuestras relaciones con el mundo natural.
Panamá, 20 de marzo de 2018
ag/gc
[1] McNeill, William, 1984 (1977): Plagas y Pueblos. Siglo XXI de España, 1984.
[2] Epstein, Paul, 1997: “Climate, ecology, and human health”. Consequences: Volume 3, Number 1, 1997, 1.
[3] Worster, Donald, 1996: “The two cultures revisited. Environmental history and the environmental sciences”, en Environment and History, Volume 2, Number 1, February 1996. Traducción GCH.
[4] Op. Cit., p. 5, 3.
[5] Un ejemplo característico se encuentra en el caso de las llamadas “enfermedades tropicales” como obstáculo a la expansión europea en amplias regiones de Africa, Asia y América Latina, en las que la malaria y la fiebre amarilla actuaron durante largo tiempo como un poderoso factor de disuasión al despliegue no solo de la población, sino y ante todo de las técnicas de producción y encuadramiento social – para usar la expresión de Pierre Gourou –
propias de las sociedades Noratlánticas del siglo XIX. El tema, que se constituyó en un importante campo de las ciencias médicas anteriores a la era de los antibióticos, renace hoy de sus cenizas al calor de las crecientes migraciones de humanos que se desplazan, con toda su carga de microparásitos, del mundo tropical al templado, a lo largo de los caminos que recorren el lado oscuro de la globalización.
[6] “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, en Marx, Carlos y Engels, Federico: Obras Escogidas, Editorial Progreso, Moscú, 1969, p.388.