Por Oscar Domínguez G.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
A partir de hoy, el mundo dejará de existir en los próximos días mientras se agota el rito del mundial de fútbol. Es más, si se acaba el mundo nadie se dará cuenta porque millones y “millonas” estaremos detrás de la “número cinco”. “Número cinco” es apenas uno de los tantos nombres que tiene el balón en la aldea global que desde hoy mira hacia la “madrecita Rusia”. Otro alias, menos globalizado, reciente más bien, es el de “útil”, una escueta pero certera voz.
Más denominaciones son: esférica, pecosa, redonda, la globa, consentida, proyectil. Es un juego machista con mayoría de denominaciones femeninas. Cada ciudad, cada rincón, se da su propia semántica.Menina (niña) le dicen cariñosamente en Brasil donde el fútbol es una religión, nada de opio del pueblo. Este deporte fue el primer pecado mortal, y venial al mismo tiempo, que cometimos de niños.
Y ahora las niñas, porque las damas decidieron cualquier día que el fútbol es demasiada pasión para dejársela solo al fugaz masculino. Ya es habitual verlas parando el balón con el pecho, un sitio donde solo debería haber espacio para la caricia. Si poco a poco ellas se han ido quedando con el poder, es lícito que incursionen en esta actividad del músculo. Pa todos hay.
El uruguayo Eduardo Galeano indagó sobre los orígenes del balón y nos contó que cuando el mundo estaba chiquito, como enano de circo, en China, la pelota “era de cuero, rellena de estopa. Los egipcios del tiempo de los faraones la hicieron de paja o cáscaras de grano, y la envolvieron en telas de colores. Los griegos y romanos usaban una vejiga de buey, inflada y cosida”.
En Centroamérica, nuestros antepasados indígenas jugaban algo parecido al fútbol. (Wbéimer Muñoz Ceballos lo contó en una completa crónica radial que se ganó un premio de periodismo Rey de España hace varios años. Ojalá el sin tocayo compartiera la nota).
En países como Colombia, hacíamos la pelota con trapos que alguna vez fueron colchas, camisas de papá, batas de mamá, de una tía soltera. También las hacíamos de papel periódico de ayer. El artista-futbolista del barrio se encargaba de que quedara redonda como el mundo. Entonces lo agarrábamos a las patadas. Quizás el fútbol es una subliminal venganza contra ese mundo por portarse mal. Aunque la cosa es cada vez más al revés. No respetamos los derechos humanos del planeta…
En épocas de vacas gordas económicas, los niños jugábamos con balón de cuero. Teníamos cirujano plástico propio, el zapatero de la cuadra. A este personaje le llevábamos el proletario balón, cuando, convertido en nazareno, empezaba a sufrir el desgaste ocasionado por las patadas.
Mientras el balón estaba en la sala de cuidados intensivos del zapatero, el mundo simplemente no existía. Nos volvía el alma al cuerpo cuando el cuero, corregido, remendado, volvía a la calle, o la cancha, donde se cumpliera el ceremonial del gol.
Don Luis Ramírez, de la calle de El Chispero, en Aranjuez, Medellín, era uno de esos cirujanos. Como sus colegas zapateros, tenía fatigadas manos de pianista y de Cocó Chanel al mismo tiempo. Sus dedos no conocieron el manicure. Remendaba con cáñamo y aguja capotera. Como los linotipistas, solo revelaba los secretos del oficio a su prole.
En vez de sofisticada tecnología de punta que los hacía imposibles de alcanzar, como si fueran mujeres fatales, esos balones proletarios, con olor a salario mínimo, tenían incorporada una antiestética tripa que había que meterle constantemente. Una ruanita de cuero, delgada como una cuchilleta, se encargaba de impedir que la tripa se saliera de madre y se desperdigaran los goles.
Otro funcionario clave era el dueño de la bicicletería adonde íbamos a inflar el balón. Si no había bicicletero, para eso estaban los tiernos pulmones de la chinchamenta. Cuando estaba inflado, algún piernipeludo elegido a dedo, lo probaba haciendo malabares. “Tecniquiar”, era el verbo acuñado para ese rito. Y listo el control de calidad. Ahora, a jugar.
A ese balón que encarnaba “el sueño del pibe” se le hacía otra cirugía menor: se le ponían parches cuando por algún azar balompédico se le rompía la vejiga. Algún espontáneo se los pegaba con algo encontrado en casa.
Los balones de mejor familia, de cuero de vaca o chivo, eran cosidos a mano, con paciencia y amor benedictinos. Cuando llovía, se ponían pesados al contacto con el barro o el agua. Solo los iniciados lo podían manipular.
Todos jugábamos en todos los puestos. Y cada uno de nosotros era entrenador y árbitro. Todo por el mismo salario: la alegría que nos producía. “Falta” gritábamos. Generalmente, éramos infalibles, como el papa. Pero se respetaban las reglas de juego.
Claro que, al final, el partido terminaba en guerras a pedrada limpia. Más de una vez regresamos descalabrados a casa. La madre tenía el remedio ideal para poner orden en la averiada frente: babas maternas con sal y salga para el próximo tulundrón…
Recibamos el mundial que se nos vino encima con esta metáfora del español Javier Marías: “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”. Seamos niños por unas semanas.
ag/odg