Guillermo Castro H.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
La crisis en Nicaragua ha generado ya un parteaguas en lo que va del centro a la izquierda del pensamiento democrático en nuestra América. Emergen los peores recursos discursivos -como las referencias a torres de marfil, ingenuidades, complicidades, y las descalificaciones y personalizaciones- sin que se llegue al corazón del problema: sus causas de origen, y el remedio que demanda.
Y es que, en efecto, la discusión ha sido, es -ante todo- táctica, sin ir más allá de la resistencia que demanda un neoliberalismo que ya ingresa a otra fase de su desarrollo en la variante neo-bonapartista brasileña, y probablemente argentina: dictadura judicial con ejecutivo militarizado y legislativo cómplice.
Hay hasta ahora varios elementos ausentes en este debate. Uno es la experiencia histórica de largo plazo. Quizás no haya que ver a Nicaragua a la luz de la revolución cubana, sino de la mexicana después de Lázaro Cárdenas. Otro es la composición de nuestras sociedades, y en particular el papel que en ellas desempeña la pequeña burguesía, que en perspectiva histórica -también- ha sido y es la gran dinamizadora de las luchas políticas en nuestra región.
Y otro más es la de referentes teóricos que, desde lo mejor de nuestra cultura política, contribuyan a elaborar una estrategia que supere la contraposición entre el neoliberalismo de hoy y un neodesarrollismo de anteayer, cuyos límites fueron trazados hacia la década de 1960, y devorados después por el Consenso de Washington.
Así las cosas, puede ser útil encarar esas ausencias desde el interés general de las sociedades en conflicto. Lo general de ese interés consiste en que sintetiza la aspiración de la mayoría de las clases y grupos sociales de una sociedad determinada en superar un conjunto de obstáculos que se oponen a su propio desarrollo en un momento determinado del desarrollo histórico de la formación económico- social de la que hacen parte.
Tal es la circunstancia que encuentra expresión política en la creación de frentes nacionales -de liberación, revolucionarios -, que entran en crisis con mayor o menor rapidez una vez superadas aquellas condiciones, en la medida en que las clases y sectores involucrados tienden a enfrentarse nuevamente a un nivel superior, de distinta complejidad.
En Panamá, el torrijismo de la década de 1970 fue precisamente eso. Expresó el interés general de nuestra sociedad en superar dos problemas -el de su propio desarrollo como actor político- y el de la solución del aspecto principal de su carácter dependiente en aquel momento, expresado en la presencia del enclave colonial que fuera conocido como la Zona del Canal.
Una vez resuelto el problema de la soberanía nacional mediante el Tratado Torrijos -Carter de 1977, el caos político que siguió a la muerte de Omar Torrijos en 1981 impidió consolidar lo logrado en la conquista de la soberanía popular, y abrió paso a la restauración liberal oligárquica a partir de la invasión norteamericana de 1989.
El filósofo Ricaurte Soler, uno de los fundadores del moderno pensamiento político en Panamá, nos advirtió en reiteradas ocasiones sobre los peligros de nuestra afición criolla a la adjetivación. Era necesario, decía, recurrir en primer término al uso del infinitivo en el análisis concreto de situaciones históricas concretas. Los liberales, ¿qué querían liberar?, y los conservadores, ¿qué buscaban conservar?
A esa advertencia cabe sumar la planteada desde hace mucho por nuestros mayores pensadores políticos, sobre los riesgos de olvidar la superioridad del tiempo sobre el espacio, de la realidad concreta sobre la idea abstracta, de la unidad sobre el conflicto, y del todo sobre la suma de sus partes.
En circunstancias como las que hoy vive nuestra América, no solo se trata de conducir pueblos, sino -y quizás, sobre todo- de contribuir a que se conviertan una vez más en gestores y protagonistas de su propia política. Izquierda, derecha, socialismo, neoliberalismo -pueblo, incluso- son conceptos vacíos si no son referidos a sociedades y regiones particulares en períodos puntuales de su desarrollo.
Esa referencia facilita la atención al problema ideológico más importante en nuestra circunstancia actual: el de pasar de la denuncia al análisis, de la protesta a la propuesta. No hacerlo conlleva el riesgo de un ramicalismo estéril, que agita el follaje para llamar la atención, cuando de lo que se trata es de pasar del follaje a la raíz, que es a donde va «el hombre verdadero» al decir de Martí, y de Carlos Marx.
Y el camino que lleva en esa dirección pasa por una temprana advertencia de quien fue, al decir de Fidel Castro, “el más universal de los cubanos”: aquí, entre nosotros,
Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.[1]
ag/gc
[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI,