Por Oscar Domínguez G.*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
El cuyabro[1] Guillermo Gómez, Galgó, no podía ver una basura haciendo nada porque la volvía arte. «Dadme una basura y moveré el mundo», era el credo de este Arquímedes moderno que se tomaba las Ferias de Manizales y los festivales de teatro y del libro para fabricar y vender sus creaciones.
Todo lo hacía ante los ojos del respetable público que terminaba su obra admirándola. O comprándola. O ambas cosas. Hace ocho años este artista del reciclaje se despidió del mundo y de sus lapsus. Sabía que cada día tenía su mañana. Por eso solo se ocupaba del hoy, de la siguiente hora.
Los últimos tiempos fueron difíciles para el empedernido trotamundos, que murió de cáncer. De ñapa, una polio galopante lo puso a caminar a un centímetro por hora. Demoraba una eternidad movilizándose en muletas (10 cuadras) hasta la bogotanísima torre de Colpatria donde trabajó hasta el final.
Nunca se quejó, así el dulce se le pusiera a mordiscos. En vez de quejarse prefería camellar[2]. Con la quejumbre no se paga arriendo.
Fue el único en el mundo que se daba el lujo de poner a trabajar gratis para él a Julio Mario Santodomingo y a Carlos Ardila Lulle. Con los envases que ellos producían, Galgó hacía sus ficciones de carne y lata. Tengo una de sus obras respirándome siempre en la nuca (foto).
Inventó el «reciclarte» de una costilla de la nada. Definía su oficio así: arte de trabajar con material reciclable en una sola pieza. Así como algunos estudian desde chiquitos para ser presidentes o cancilleres, Galgó se preparó para ser artista desde el 12 de enero de 1946, cuando mamá cigüeña lo trajo.
«Soy un gocetas del Cartel del Gozaderal», notificaba a manera de epitafio anticipado en su refugio artístico del barrio Santa Fe, en Bogotá, donde lo conocí. Fans suyos como los maestros Germán Arciniegas, Eduardo Mendoza Varela y Dicken Castro, no salían de su estupor al ver cómo cualquier lata se convertía en dragones, búhos, perros, gatos. Regalaban la obra de GG. Él, convertido en jíbaro artístico, los volvía a enriquecer con su obra.
«El arte tiene que ser público. Abajo las galerías», tronaba Galgó, a quien ayudaba su condición de ambidextro. Tenía el cielo asegurado: con cualquiera de las dos manos se persignaba. Para él era igual quedar a la diestra o a la izquierda de Dios. Que no tiene presa mala, dicho sea de paso.
Su mano izquierda no ignoraba lo que hacía su derecha. Para ejercer se ayudaba con unas diminutas tijeras chinas de 200 pesos, adquiridas en cualquier almacén «agáchese».
«El arte no se patenta. Se firma», era otra de las certezas de Galgó. Le gustaba tanto su oficio que era el primero en disfrutarlo. También en el arte, la caridad entra por casa. El último reciclarte que salía de sus manos brujas era siempre el primero.
Lo proclamaba toda su obra que se mecía altanera en su taller, sobre una terraza, al sol y al agua, en bidés de colección, en chatarra vuelta arte. El tiempo -Dalí empírico- colaboraba con el maestro Galgó y se encargaba de poner la pátina que tenían muchos de sus cachivaches.
No era pobre. Es un rico sin plata. Era un Midas-rey del rebusque que volvía belleza cualquier desecho. Y platica. No sólo del arte vive el hombre.
En Montmartre, en París, varias veces dejó lela a la tribu de turistas de cámara Kodak que veían cómo de sus manos iban saliendo todos los animales del arca de Noé. Era un poeta con las manos. Un repentista del arte. Lo creaba como soplando y haciendo botellas.
Su viejo cómplice Héctor Arango, líder del Cartel del Gozaderal, recordó esta frase de Mirabeau que Galgó convirtió en proyecto de vida: “No poseo nada, pero tengo muchas deudas. El resto se lo dejo a los pobres”. Paz sobre su reciclarte.
ag/odg
Referencias bibliográficas
[1] (Oriúndo del departamento colombiano de Armenia).
[2] (colombianismo por trabajar).