Por Marco A. Gandásegui, hijo
Entre las quejas más escuchadas en la actualidad se encuentra la aparente pérdida de control de la ciudad. La violencia pareciera ser lo que más preocupa a los habitantes de las urbes, grandes o pequeñas. Se han perdido los espacios públicos en las comunidades y la gente tiende a encerrarse en sus casas.
En décadas más recientes el problema del ambiente se ha convertido en un dilema sin solución. Estos problemas impactan las redes viales, el sistema de educación y, obviamente, las relaciones sociales. Muchas veces se nos olvida que la ciudad no es, en realidad, el problema. El caos urbano es el resultado de un ‘mal´ mayor. La sociedad que ha creado la ciudad moderna se levanta sobre varios pilares que no son sustentables.
En primer lugar, la supuesta competencia por acumular más riqueza, que genera desigualdad y desorden. Esa competencia genera una polarización entre unos pocos ricos y muchos pobres. En segundo lugar, la concentración de la propiedad territorial en manos de grandes terratenientes urbanos que monopolizan el acceso a los espacios. En tercer lugar, las reglas impuestas por la acumulación crean las condiciones para que aflore la corrupción.
En todas las encuestas -no importa en qué región del mundo-, la principal preocupación de sus habitantes es la violencia, la corrupción y el desempleo (acumulación capitalista). La solución a estos problemas está al alcance de la mano. Pero la sociedad capitalista es como un cuerpo con dos manos: una izquierda y otra derecha. La izquierda quiere cambiar el sistema o, por lo menos, reformarlo. La derecha quiere “cambiar todo para que no cambie nada”. Es decir, quiere conservar todo tal como está.
Las experiencias en América latina son muy comunes. Surgen gobiernos con planes de cambio y de una vez aparecen los detractores conservadores. Es el caso de Venezuela y todo indica que en el futuro cercano se sumará a la lista el México del presidente López Obrador.
La ciudad del siglo XXI es un espacio donde convergen todos los problemas acumulados desde su concepción moderna, hace 500 años. Desde sus inicios mercantilistas (intercambio comercial), pasando por la Revolución industrial, para llegar a la urbe que presta servicios en la actualidad.
No somos ‘ciudadanos’, a la griega antigua. Vivimos enajenados (separados) de nuestro ambiente. Somos ‘prisioneros’ de usureros, patrones y rentistas. La urbe moderna es una ratonera donde quienes dominan nos hacen correr y competir contra los demás.
La unidad básica de la clase social a la cual todos pertenecemos es la familia. Por razones sociales, la institución familia no se puede constituir en este sistema de desigualdad. Es la realidad de Panamá y del resto del mundo. (Las estadísticas en Panamá indican que el 70% de los nacimientos se producen fuera del matrimonio). La identidad social del individuo se diluye y se deshacen los lazos de solidaridad.
La población de la ciudad se convierte en una masa (personas que no identifican su grupo social), que se mueven en lo que aparenta ser un caos (sistema vial), que se reproduce (educación, medios, comunidad) para conservar el status quo (caos) para beneficiar a unos pocos.
La ciudad, la comunidad y la familia solo podrán -en forma conjunta y armoniosa-generar un sentido de bienestar cuando los grupos sociales (o clases sociales) se organicen en torno a sus actividades productivas y le den un sentido colectivo a la convivencia: Cultura.
Los ‘ciudadanos’ aún carecemos de esa base material e identidad solidaria para convertir a la ciudad en un espacio que podemos llamar nuestro para legar a nuestros hijos. ¿Qué ciudad queremos? Sabemos qué ciudad no queremos: sin pobres, sin desempleados, sin desorden, sin viviendas indecentes. La ciudad que queremos la tenemos que construir nosotros mismos, sin ignorar el pasado, con una mirada hacia el futuro.
ag/mg