Por Guillermo Castro H. *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
“el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.
José Martí, “Nuestra América”, 1891.[1]
La lucha de Panamá por su soberanía sobre la llamada Zona del Canal tuvo dos dimensiones fundamentales. La más visible se relacionó con el proceso de formación del último Estado nacional plenamente soberano en nuestra América. Así lo expresó la principal consigna patriótica de la década de 1970, que reclamaba un solo territorio con una sola bandera.
La segunda, estrechamente vinculada con la primera, consistió en la captura para el Estado nacional de Panamá de la renta generada por la operación del Canal y las actividades de servicios a la circulación del capital en el mercado mundial asociadas a este.
La lucha por esas aspiraciones se gestó al interior de una formación social desarrollada a partir de la oferta de dichos servicios, de mediados del siglo XVI en adelante. Esa formación, tradicionalmente llamada transitista, se ha caracterizado por la concentración de las actividades del tránsito interoceánico en un solo corredor transístmico; el control monopólico de ese corredor por el Estado dominante en el Istmo, y la apropiación por quienes controlan ese Estado de la renta generada por esos servicios. De aquí la pregunta inevitable: si el Estado nacional de Panamá controla hoy el Canal, ¿quién controla a ese Estado y decide sobre el uso de sus ingresos?
La cultura dominante en el país hace difícil plantear esa pregunta. Ella se sustenta en la premisa de que la organización transitista del tránsito es un hecho de carácter natural, no histórico, y que -en ese sentido- es natural también la organización de la sociedad panameña, de su Estado y su territorio en función de las necesidades del tránsito así entendido.
Esta premisa conduce a una visión fragmentada del territorio y sus habitantes, que lleva a plantear incluso la existencia de diversas etno-regiones, que coexisten en el espacio pero divergen en el tiempo, y conviven poco -y a menudo mal – entre sí. Expresión de ello, también, es un tenaz conflicto entre el pretendido cosmopolitismo liberal oligárquico de la región de tránsito, y el regionalismo conservador dominante en el resto del país.
De esta cultura dominante forma parte, también, el temor ancestral de nuestra oligarquía a la organización autónoma de los sectores populares. Ese temor hunde sus raíces en los asentamientos de esclavos fugados en el siglo XVII o las incursiones de indígenas miskitos desde el litoral Atlántico al Pacífico -por poner dos ejemplos- y sigue dando frutos en la sorda y tenaz resistencia de los grupos dominantes a la organización autónoma de los trabajadores y los sectores populares del campo y la ciudad.
Nuestra cultura dominante tiene, así, un claro sustrato racista, clasista y autoritario. De allí que una parte de nuestros problemas presentes se refiera al intento de construir la República soberana del siglo XXI con las mentalidades y los métodos políticos del protectorado oligárquico de mediados del siglo XX.
Por contraste, desde una perspectiva nacional-popular, la organización transitista del tránsito es un hecho histórico que pone el principal recurso del país al servicio de una minoría social en una región particular.
Esta organización puede y debe ser transformada para expandir los beneficios del tránsito interoceánico e interamericano a todas las regiones del país, con vistas a culminar la construcción de una República soberana en la identificación y el ejercicio de sus deberes; próspera, equitativa y sostenible en todo su territorio; democrática en su capacidad de ejercer el control social de la gestión pública, y respetable y respetada por sus ciudadanos y la comunidad internacional.
Esta tarea, sin embargo, demanda renovar nuestra identidad nacional a partir de -entre otras cosas- una educación que proporcione a nuestra gente algunos elementos indispensables para tal tarea. Debemos re-conocernos en nuestra historia de 12 mil años; en la comprensión de la organización natural de nuestro territorio, y en el aprecio por la diversidad y las afinidades de nuestra población aborigen, mestiza, afropanameña y chino-panameña, por mencionar apenas los grupos más numerosos.
Ese re-conocernos desde nosotros mismos en lo que hemos llegado a ser es indispensable para identificar los intereses regionales y sociales que confluyan en la definición del interés general de los panameños por el ejercicio de su soberanía en las circunstancias del siglo XXI. Dicho interés será el que sostenga la tarea de culminar la conquista de esa soberanía nacional mediante la consolidación de la soberanía popular, una revolución democrática que trascienda los límites renovados por la restauración oligarquica de fines del siglo XX, y permita construir la República que abra paso a la nación que deseamos llegar a ser.
ag/gc
Referencias bibliográficas
[1] El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 17.