Por Guillermo Castro H. *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
El 5 de mayo de 1914, en la alta madrugada (03:00), estalló en la ciudad de Panamá un depósito de municiones y material explosivo, nombrado El Polvorín. Perecieron allí seis bomberos, cuya memoria fue honrada designando con esa fecha una de las principales plazas de la capital panameña. Ciento cinco años después, el 5 de mayo de 2019, bien podría iniciarse la implosión del Estado surgido del golpe militar del 20 de diciembre de 1989.
Ese día tendrán lugar en Panamá las séptimas elecciones -presidenciales, legislativas y municipales- gestadas por dicho Estado, en el contexto de una crisis institucional, cultural y moral que no se resolverá ni escogiendo al mejor o al menos peor de los candidatos.
Todos y cada uno de los contendientes se han esforzado por ofrecerse como el mejor aspirante a la administración de los síntomas de dicha crisis. Ninguno de ellos, sin embargo, parece estar en sintonía con los orígenes y la trayectoria del mal que genera esos síntomas, lo cual se ha expresado en tres grandes ausencias en sus planteamientos.
La primera es la referente a la política exterior. Ninguno de los candidatos parece advertir que el país se halla inmerso en un mundo convulso y cambiante, atado a una política estatal de compromiso creciente con la Doctrina Monroe y su herramienta más visible, el Grupo de Lima, y sometido a reiteradas advertencias del Departamento de Estado norteamericano contra la ampliación de las relaciones económicas con la República Popular China. Salvo alguna vaga declaración sobre el compromiso con los mejores intereses del país, nada de esto ha figurado en los debates electorales.
La segunda es la ausencia de referencias claras a las relaciones interiores entre el Estado y la sociedad panameños. Aquí se ha mantenido el hábito de un rosario de ofertas a grupos particulares de interés. Pequeños y medianos productores agropecuarios, comunidades indígenas, científicos, sindicatos, banqueros, empresarios, jubilados, educadores y discapacitados -por mencionar solo algunos de los más visibles- han sido encarados como si fueran meros habitantes de un mismo territorio.
Todos, sin embargo, se definen por las relaciones que mantienen entre sí (¿qué sería de los productores de café sin la mano de obra indígena para la cosecha?), por ejemplo. Sin embargo, esas relaciones, y las que mantienen como agrupaciones ciudadanas con el Estado, no han sido siquiera abordadas en el debate electoral. Con ello se ha enmascarado el hecho de que, en realidad, vivimos en una sociedad en la cual los grupos minoritarios actúan, de hecho, como mayorías políticas; y, en cambio, grandes sectores sociales lo hacen como si fueran minoritarios.
La clave de ello reside, naturalmente, en el grado de ejercicio de la libertad de organización de cada una de las partes. Los sectores sociales que controlan los medios de producción están muy bien organizados. En cambio, quienes trabajan para estos, de manera formal o informal, lo están sólo en una medida muy limitada. En un país de cuatro millones de habitantes, por ejemplo, 250 mil funcionarios públicos carecen de organización sindical -una situación impensable en el referente democrático más importante en el país, los Estados Unidos.
Ningún candidato, sin embargo, ha planteado la necesidad de encarar semejante situación de inequidad ciudadana, fomentando y facilitando, por ejemplo, la organización cooperativa de los pequeños y medianos productores agropecuarios, y la sindical de los trabajadores al servicio del Estado y el sector privado.
La tercera ausencia es la conducción del proceso de cambio y transformación que viene conociendo el país, desde la integración del Canal a la economía interna, gracias al Tratado Torrijos-Carter; y de esa economía al mercado global. El golpe de Estado de 1989 restauró la república oligárquica de las décadas de 1950 y 1960, que -a su vez-restauró su cultura política tradicional y facilitó el ejercicio de esta, hasta desembocar en el escenario de corrupción y descrédito institucional que hoy abruma y desconcierta al país. Dicha cultura no está en capacidad de ofrecer ni orientación estratégica ni liderazgo colectivo a nuestra sociedad; por el contrario, se torna cada vez más autófaga.
En esa tercera ausencia se expresa, así sea de manera encubierta, un hecho de enorme trascendencia histórica. La lucha contra la presencia colonial norteamericana y la situación de protectorado militar extranjero -que la sostenía- fue también la lucha por el control de la renta generada por la actividad económica del Corredor Interoceánico de Panamá.
Esa lucha terminó trasladando, del Estado norteamericano al panameño, el control de esa renta y, con ello, la disputa al interior de la sociedad panameña. Ello explica que la relación del Canal con el país constituya un elemento relevante. No solo se trata de la administración de la renta canalera. Se trata de que, si el Estado controla hoy el Canal, lo realmente importante es entender quién -y cómo- controla al Estado.
Ausencias como estas adquieren un importante papel como expresión de la crisis política que aqueja al país. Las elecciones de mayo no resolverán esa crisis, pero facilitarán su despliegue en los tiempos por venir, y abrirán nuevas opciones a su solución: consolidar la soberanía nacional consolidando la soberanía popular. De momento, al menos, ya se sabe aquí que las campanas doblan por la república oligárquica apenas a treinta años de haber sido restaurada.
ag/gc