Por Oscar Domínguez G.
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
De niño, el cosmonauta ruso Alexander Ivanovich Lazutkin, invitado al reciente festival internacional de poesía de Medellín, le preguntó a su mami: ¿Qué hay al final del universo? Mamá no lo sabía pero le alimentó sus fantasías para que él mismo encontrara las respuestas. En su infancia, pintaba naves y quería viajar al espacio. Convertido en ingeniero mecánico, vivió seis meses orbitando.
En sus charlas en el Planetario de Medellín confesó dos frustraciones: vio la tierra desde más cerca del sol, pero encontró que era redonda. Noticia vieja. Mientras permaneció arriba esperó la visita de los alienígenas pero no aparecieron ni siquiera cuando estuvieron a punto de convertirse en polvo de estrellas por un accidente que sacó la nave de su alineación con el sol.
Fue el más taquillero de los invitados al festival de poesía que organiza el utópico Fernando Rendón. Todos teníamos curiosidad por conocer de cerca a alguien que se tuteó con las estrellas, arriesgando la cotidianidad. Alguien que se tuteó con las estrellas produce admiración, estupor, perplejidad, envidia de lejitos. Cosmonautas y pilotos tienen pacto con el viento y nos generan un “asombro antiguo”. No en vano la cabecera del aeropuerto Olaya Herrera, de Medellín, siempre tiene ojos ansiosos de ver aterrizar aparatos.
Los primeros días como inquilino del espacio Alexander la pasó mal. Hasta el punto de que un día se durmió con la ilusión de que su sueño fuera eterno. Resucitó escuchando su cuerpo, en un radical cambio de emociones. “Estoy vivo. Es emocionante”, contó a través de Katerine, su intérprete. Solo entonces empezó a disfrutar su destino de cosmonauta. Y de la misión.
En algún momento de la travesía sintió que la tierra caía como en un abismo eterno. Experimentó la eternidad. ¿Para qué escribir poesía si tuvo oportunidad de vivirla en “el silencio de los espacios infinitos”? Un cosmonauta es un poeta sin versos. Estuvo bien invitado al festival, hombre Rendón.
Escribía a bordo pero la prosa no le fluía, los días eran repetidos a morir. Cuando iba a tirar la toalla, como improvisado Tolstoi, su comandante le ordenó seguir tecleando.
Escribió hasta que se sintió ligero de equipaje. La escritura fue como una liberación. Nunca cayó en la tentación de publicar de regreso a tierra. Conclusión de Alexander: si escribes con el alma, saldrá algo bueno.
De su experiencia cósmica derivó una mayor espiritualidad. Aprendió a vivir con más humildad y a disfrutar lo sencillo de la existencia. La felicidad no está en el vil metal, hay que buscarla en otra parte, sintetizó.
Compartió con su perplejo auditorio un doble mensaje pacifista y ecológico, producto de su vivencia. Comparó la tierra con un edificio de apartamento de muchos pisos en el que hay que amar al vecino de arriba, al de abajo, al de los lados.
La tierra frágil, pequeña, hay que cuidarla. Inútil pelearnos por demostrar quién es el más fuerte. Pidió respeto por pulmones como el Amazonas y Siberia.
Una dama le preguntó por su momento más feliz antes y después del viaje. Contó que ese instante lo vivió cuando carteros gringos les llevaron regalos hasta la nada que habitaba. Entre los regalos venía una carta con perfume de mujer, su esposa, presente en el Planetario.
Era la primera vez que Alexander comentaba el episodio de la carta. Ni su sorprendida amada lo conocía. Los asistentes que abarrotábamos gallinero y platea aplaudimos frenéticamente.
El astronauta y su señora se fueron entusiasmados con Medellín a pesar de las desigualdades que observaron en sus recorridos. “Como en cualquier ciudad, anotó diplomáticamente” Alexander. Vuelvan, muchachos.
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