Por Juan J. Paz y Miño Cepeda *
*Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina
En los estudios históricos y sociológicos sobre América Latina existe una amplia coincidencia en identificar como Estado oligárquico, al que se levantó en la región durante el siglo XIX y particularmente desde 1880 hasta mediados del siglo XX. Le caracterizó, como base, la existencia de los latifundios, bien como plantaciones, haciendas y estancias.
En ellas, esclavos, peones, sembradores, campesinos no asalariados, o semi-asalariados e indígenas sujetos a variadas formas de servidumbre, constituyeron la fuente social de la explotación que enriqueció a reducidas elites de familias terratenientes, marcando así la longevidad de las desigualdades latinoamericanas. Aunque la oligarquía puede ser identificada en ese reducido grupo de familias terratenientes, íntimamente aliadas con elites de comerciantes y banqueros (que fueron los núcleos de una incipiente “burguesía”), el Estado oligárquico fue la forma en que se ejerció la dominación social de estas clases.
Se caracterizó por la exclusión de las mayorías nacionales de la “democracia” formalmente consagrada a través de las Constituciones republicanas (democracia censitaria); por la coerción y el uso de la fuerza para reprimir y mantener subordinadas a las clases trabajadoras; por la reproducción de los grupos dominantes a través de las alianzas familiares, los clubes de notables llamados “partidos”, el caciquismo, el clientelismo, el caudillismo y las dictaduras.
En los regímenes oligárquicos las actividades económicas privadas constituyeron un poder real, por el control del principal factor de la producción (tierras) y el directo manejo de las condiciones del trabajo: esclavitud, servidumbre, salarios y jornadas. Ese poder se pareció, en mucho, al de los señores feudales europeos e incluso hubo pensadores latinoamericanos que calificaron como “feudal” el modo de producción vigente en América Latina durante la época oligárquica.
No existió mala fe en esa caracterización, pero sin duda era errónea, porque las formas de la dominación económica en la región tuvieron su propia especificidad y, además, el Estado oligárquico abolió el monarquismo (en México y en Brasil el Imperio no logró mantenerse), proclamó la república presidencialista y la tripartición de funciones estatales. En una serie de interesantes artículos del historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) recientemente publicados en español en el libro “¡Viva la Revolución!” (2018), no se duda en calificar como “medieval” a una gran parte de la América Latina rural, anterior a la década de 1960.
La institucionalidad política, tomada de Europa y los EE.UU., no funcionó como los teóricos del Estado burgués lo pensaron, sino que tuvo que ser funcional al sistema económico privado, rentista, atrasado y explotador.
Con la existencia de poderes locales, directos, oligárquicos, el Estado no intervino en la economía, protegió la propiedad latifundista, era una extensión del espacio privado. Por eso, las formas de trabajo al interior de los latifundios persistieron largamente, ya que la esclavitud fue abolida desde mediados del siglo XIX y las formas de servidumbre tan tarde como en la década de 1960, cuando se impusieron reformas agrarias desarrollistas como en Ecuador (1964).
De aquella época oligárquica hasta el presente, sin duda América Latina se transformó. El proceso de consolidación capitalista se aceleró en toda la región durante la segunda mitad del siglo XX y aún así todavía hay países en los cuales la industria es incipiente. Continúa el predominio de la economía primario exportadora y el contraste entre el campo “atrasado” y las ciudades “modernas”.
Hay diferencias innegables entre los “gigantes” Argentina, Brasil, Chile o México, frente a países medianos como Colombia o Perú, y un vasto conjunto del resto de países sin el desarrollo capitalista que a veces se supone.
En el proceso de afirmación capitalista, los populismos clásicos, que despegaron desde la década de 1920, como el julianismo en Ecuador (1925), el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil o el cardenismo en México, cumplieron el propósito histórico de iniciar la larga marcha de superación de los regímenes oligárquicos. Los desarrollismos de las décadas de 1960 y 1970 completaron ese objetivo, que requirió de la activa intervención del Estado, la planificación económica, la promoción estatal del empresariado y hasta el ingreso del capital extranjero, que cumplía la estrategia de avanzada de los EE.UU. en pleno auge de la guerra fría latinoamericana, particularmente orientado contra Cuba.
En esa dialéctica, los poderes privados tradicionales perdieron los espacios del control estatal. Los modernos empresarios resultaron la avanzada de las economías capitalistas. Pero conservaron el carácter rentista de las viejas oligarquías latifundistas y comercial-bancarias, de las cuales nacieron o a las que se vincularon fusionando intereses, en la medida en que los latifundios igualmente tuvieron que introducir relaciones asalariadas, que dejaron atrás las formas precarias del trabajo agrícola.
Así se conformaron las modernas burguesías latinoamericanas, siempre resistentes al Estado interventor y reacias a admitir cambios sociales orientados a crear sociedades más equitativas, que contemplen la redistribución de la riqueza y afiancen el bienestar colectivo. Profundamente clasistas, esas burguesías han obrado como las oligarquías tradicionales: poder, propiedad y riqueza deben ser garantizados por el Estado, ante un conjunto social de trabajadores, desempleados subempleados y pobladores, en general, que son vistos como una parte nacional automarginada, incapaz de altos emprendimientos, que sobrevive gracias a la inversión empresarial, a los programas y servicios estatales o a las actividades personales y familiares de la “informalidad”, cuando no llega incluso a lucir despreciable y hasta “peligrosa”.
En Guayaquil, durante la época oligárquica, la elite local consideraba a los pobladores de la ciudad como una “horda peligrosa”, según un estudio de la historiadora Camila Townsend.
La ideología neoliberal, que se instaló en América Latina durante las décadas de 1980 y, sobre todo 1990, alimentó la visión rentista del empresariado. El ciclo de los gobiernos progresistas no logró superarla. De modo que renace con el nuevo ciclo conservador que vive la región (exceptuando a Bolivia, Cuba, México, Nicaragua, Uruguay y Venezuela, que no siguen la senda neoliberal).
En la renovada visión económica actual, el empresariado latinoamericano clama por el retiro del Estado, la privatización de bienes y servicios públicos, la disminución o supresión de impuestos y la flexibilización laboral. Son los ejes de su concepción del mundo, bajo la creencia de que el mercado “libre” es la garantía de la competitividad, las inversiones y la prosperidad; y que, desde luego, la empresa privada es la fuente natural para la generación de empleo, crecimiento, riqueza, bienestar y futuro, algo que históricamente resulta una falacia.
Del Estado oligárquico originario, América Latina ha girado al Estado-De-Negocios. Los gobiernos progresistas pusieron las bases para un Estado social, cuyo resultado más exitoso está en Bolivia. Pero el conservadorismo contemporáneo ha impedido la continuidad del modelo de economía social, allí donde triunfaron o se mantienen gobiernos identificados con las derechas políticas y económicas.
En términos globales, América Latina vive un momento histórico similar al de la época oligárquica. En la actualidad, los poderes privados, basados en el control económico particular y la sujeción de la fuerza de trabajo asalariada, pretenden preservar su espacio de reproducción en el largo plazo, sin que el Estado intervenga para regularlo a favor del conjunto más amplio de la población. Han impuesto un dominio coercitivo, favorecido con la hegemonía de medios privados de comunicación que blindan las nuevas institucionalidades conservadoras. Y tienen el apoyo imperialista.
De modo que, en la perspectiva inmediata, el modelo de economía abierta (capitalismo puro) con Estado-De-Negocios, está sustentado en poderes privados de unas elites a las que bien puede identificarse como burguesías-oligárquicas. En sus manos desaparecen los logros sociales del progresismo y se afirman las diferencias preexistentes, la inequidad se ahonda, crecen pobreza, desempleo, subempleo, y se reconcentra la riqueza. Las experiencias actuales de Argentina, Brasil o Ecuador, así lo demuestran.
ag/jpm