Por Sergio Berrocal*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Tengo ochenta años recién cumplidos pero no celebrados porque ya es hora de ser serios. John Huston, uno de los más fabulosos directores de cine del mundo, se murió con 81 pimpantes años y su última película la rodó en 1987, es decir que todavía le quedaron ratos para morirse del todo. Porque hay que saber que, a partir de un momento, la muerte llega cuando le parezca. Y él ya había dado muchas vueltas por los estudios, por dentro y por fuera, porque un estudio es la vida misma.
Su último filme, basado en la novela de otro irlandés -ah, no les había dicho que Huston era irlandés-, es una exquisita adaptación muy cuidada y sobre todo excesivamente intelectual, “Gente de Dublín”, magnífico libro de Joyce, el autor del Ulises, nada menos.
Voy a citarles algunas de las grandes películas de este extraordinario director de cine: El halcón maltés, Key Largo, El tesoro de Sierra Madre, The Asphalt Jungle, La Reina de África, La noche de la Iguana, Escape a la victoria, Bajo el volcán, El honor de los Prizzi y la irlandesa. Si no están seguros no lean la lista.
Tuvo una vida de película como debía ser porque, además, era un personaje muy particular, una vida de esas que es muy difícil contar porque harían falta más hojas de las que contiene una de esas enciclopedias de antaño, llenas de interminables hechos y cohecho. Y porque el cine lo inventó un lugar llamado Hollywood, allá por los Ángeles, en los Estados Unidos, y los europeos solo éramos espectadores.
Hollywood se convirtió en lo que cursimente se llamó la meca del cine y todo lo que se rodaba se rodaba allí. No había otro lugar. Era una ciudad de cine, hecha para gente que vivía dentro de las películas que les mandaban a hacer previo contrato ajustado a sus cotizaciones en el zoco de la fantasía. Es difícil imaginar que Hollywood no hubiese existido. En aquel tiempo los europeos tenían otros problemas y eran aburridamente creativos como para imaginar algo que no estuviese ocurriendo a la puerta de sus casas.
Dio también la casualidad de que ya para entonces, comienzo del comienzo del principio, los norteamericanos tenían cuadras de escritores fabulosos. Porque escribir en Estados Unidos era fácil. Había que buscarse una máquina de escribir y como había tantas revistas, y luego tantos estudios de cine, se necesitaba material de ficción en abundancia.
La necesidad de la distracción para millones de personas -luego descubrirían que además podían vender todo aquel material en otros países- hizo que Estados Unidos se convirtiese en un país culto en el sentido de que la cultura es también distracción. Porque los ingleses, sus primos hermanos, tenían a Shakespeare pero el pobre quedó para lecturas eruditas y para los teatros. Aquel autor no tenía la vena cinematográfica, que es la de contar cosas bien.
Aparecieron entonces los llamados productores, tipos con “pasta” o que sabían buscarla, y con imaginación suficiente para saber lo que le gustaría a los norteamericanos en los teatros y en los cines en cuanto se diera la primera vuelta de manivela.
Como los yanquis saben convertirlo todo en dinero, el cine pronto fue la principal de sus industrias, tanto que las películas eran vendidas a los países extranjeros metidas en el mismo lote que los automóviles, tanques, ametralladoras o harina de maíz. Y hay que reconocerles que saben contar. Los europeos tenemos la manía de aburrir, más que de entretener, cuando queremos ponernos a escribir seriamente. Creemos que es necesario que todo sea eclesiásticamente serio y olvidamos que contar es distraer, sacar a la gente de sus miles preocupaciones diarias.
Hay algunas películas europeas, que premian en los festivales, también europeos, porque, claro, hay que tirar para casa. Pero algunas de esas películas que después pueden llegar a ser hasta selladas como obras maestras, en su mayoría ganas de acabar con la vida que pueda quedarle a uno. La mayoría de los realizadores europeos saben, sobre todo, hacer un cine personalísimo, de ese que casi siempre solo interesan al autor y al productor y eso porque mantienen una relación tan larga que no vamos a cortarla por una película.
Los franceses inventaron varios géneros, desde el intimista -Truffaut, Catherine Deneuve, Alain Delon- hasta historias bien hechas y a lo Dickens pero el resto de Europa ( ya murió Irgman Bergman, aquel genio sueco que a veces nos costaba entender pero que tan magnífico era) está de capa caída. Se fue Antonioni, se fue Federido Fellini y poca cosa queda. Del cine español mejor no hablar porque puede provocar crisis epilépticas.
Confieso que le he dado este repaso al cine para decir, en conclusión , que acabo de cumplir ochenta años y me gustaría que me dejasen escribir unos añitos más, como dejaron hacer películas a John Huston. Después de todo, entre genios…
¡Feliz cumpleaños, Mr. Huston!
ag/sb