Por Frei Betto *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
En A nova aliança (La nueva alianza, Brasilia, UNB, 1997), Illya Prigogine e Isabelle Stengers plantean que la ciencia, y la física en particular, han desencantado el mundo. El Universo mítico, otrora blanco de la contemplación, se ha convertido en un objeto que es posible conocer. Lo que antes resplandecía a nuestros ojos, ahora es desmenuzado por nuestra razón y nuestras manos (y nuestros pies, al posarlos sobre la luna).
Hemos comido la manzana del Paraíso. Nos hemos apoderado del árbol del conocimiento y, libres de las amarras divinas, hemos violado el Jardín del Edén. Ahora suponemos que sabemos lo que es el bien y el mal, y no es raro que confundamos el uno con el otro. El pecado original no fue comer el fruto prohibido. Prohibido fue querer poseer el árbol y juzgarse dueño de sus frutos. El pecado original consistió en apropiarse de lo que era común. Apropiarse de la libertad e ignorar a los demás.
No obstante, ese desencanto no privó al mundo de su aura divina. Las religiones y los mitos crecen en todo el mundo. Se afirman como fuerzas políticas. Quieren volver a unir lo que la ciencia desunió. Y muchas veces extrapolan sus esferas y niegan avances de la ciencia, como hacen la moda creacionista en los Estados Unidos y la tesis, rotundamente errónea, de que la Tierra es plana, también en boga en Brasil. Aquí, la homofobia se transparenta en la censura a la diversidad de géneros sexuales, mientras que concepciones esdrújulas rigen nuestra política exterior.
El mundo solo puede ser reencantado por la mirada mítica, pero sin menospreciar la ciencia. El análisis frío de la ciencia puede develarlo, jamás explicarlo. Sabemos que el cerebro humano pesa 1,5 kg y posee 86 mil millones de neuronas, cada una de las cuales tiene 10 000 conexiones. Pero, ¿por qué surgen de esa masa encefálica sentimientos tan opuestos como la alegría y la rabia, y la percepción del yo? ¿Qué había antes de la explosión del Big Bang?
Nada más enfadoso que buscar respuestas para todos los misterios de la naturaleza. La ciencia enseña que no hay color fuera de nosotros. La deslumbrante policromía que vemos al contemplar el amanecer o la puesta del sol no es más que el efecto de la radiación electromagnética, cuyas combinaciones de longitudes de onda se transforman en colores en nuestras cabezas. Aun así, prefiero creer en la magia del arcoíris y quién sabe si me atreva a buscar el oro al final de él…
Las ciencias responden a los porqués. Las religiones, por su parte, no preguntan por qué en el día alternan la claridad y la oscuridad, sino cuál es la razón de que atravesemos ese breve período de tiempo que llamamos vida. El mito nada indaga, se limita a contemplar. Y, en la duda, él mismo encuentra la respuesta. El mito es autoexplicativo, extrapola la razón y confunde las verdades de fe. Por eso todo amor es mítico. Y nada reencanta más una vida o el mundo que el amor.
Puede ser que en el futuro los algoritmos hagan que las computadoras elijan alcaldes, gobernadores y presidentes con más eficiencia y corrupción cero. Pero, ¿podrán amar las computadoras? ¿Conversar durante el almuerzo? ¿Orar por la mañana?
No hay duda de que la respuesta es negativa. Pero, ¿por qué deben los humanos jactarse de su inteligencia si disponemos de tecnologías tan avanzadas y, sin embargo, para la mayoría de nosotros la vida es, aún hoy, sufrimiento, incertidumbre y angustia?
ag/fb