Por Frei Betto *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Futuro que hoy parece condenado a perpetuar el presente. ¿Quién se arriesga a predecir la muerte del neoliberalismo? Parece tan sólido como el socialismo soviético pregonado por los teóricos de izquierda hasta mediados de la década de 1980. Nadie, hasta entonces, previó la caída del Muro de Berlín.
Una parte considerable de mi generación se formó en la concepción de que el determinismo histórico era inexorable y se correspondía con las leyes objetivas del mundo natural. Aun reticentes en cuanto a toda corriente filosófica que profesara el ateísmo como convicción religiosa, muchos llegamos a creer que las leyes del materialismo dialéctico eran la suprema objetivación de la mente humana. Bastaba saberlas aplicar a los fenómenos naturales e históricos para poder aprehenderlos en su génesis y su futuro.
Con toda esa catedral dogmática implantada en la mente, algunos entramos en contacto con la física. La teoría general de la relatividad modificó nuestro concepto del tiempo y el espacio. Tuvimos que abandonar la idea de un espacio amplio como escenario de los fenómenos físicos, y de un tiempo que fluía al mismo ritmo del pasado al futuro vía el presente. Orígenes suponía que el tiempo era ilimitado e infinito. Pero el tiempo, como el espacio, nació con el Universo. Antes de que algo fuera, tampoco eran el espacio y el tiempo.
Sin embargo, nos sorprendemos apegados aún a viejas concepciones. No resulta fácil abandonar los paradigmas arraigados. Transitamos, confusos, por el método empírico-inductivo de Bacon, la filosofía analítico-deductiva de Descartes, la física mecanicista de Newton, perplejos ante el espectáculo “posmoderno” en el que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Miramos hacia atrás, vemos el pasado de nuestras vidas, de la historia de nuestro país y del mundo. Miramos hacia adelante, avizoramos un futuro ideal, aun conscientes de que cuando se convierta en presente será distinto a nuestras quimeras. El presente no es más que un punto infinitamente pequeño, un puente diminuto entre lo que fue y lo que será.
Aun así, ¿cómo concebir que el tiempo no fluye en dirección al presente que se transmuta en pasado al preanunciar el futuro? Futuro que hoy parece condenado a perpetuar el presente. ¿Quién se arriesga a predecir la muerte del neoliberalismo? Parece tan sólido como el socialismo soviético pregonado por los teóricos de izquierda hasta mediados de la década de 1980. Nadie, hasta entonces, previó la caída del muro de Berlín.
Lo que es tiene aires de eterno. Basta verificar el empeño de los que ocupan la cúspide de la pirámide social por preservar sus formas físicas. El elíxir de la eterna juventud se puede adquirir, al fin, en cualquier academia de gimnasia. Solo falta inventar el jarabe que impida la imbecilización de quien no cultiva el espíritu y piensa que la cultura es rodearse de una sofisticada parafernalia electrónica, sumergido en los encantos sensitivos del mero entretenimiento.
Ahora, cuando se constata que algo en la esfera subatómica parece contradecir todas las leyes, no solo de la dialéctica sino también de la naturaleza, el determinismo histórico pasa al museo de la historia de las ideas. Se recomienda cautela para no botar a Marx con el agua sucia. El impacto cuántico es más fuerte de lo que se cree.
El propio Einstein vaciló en aceptar los desafíos de la esfera cuántica. Le parecía intolerable la idea de que un electrón expuesto a la radiación pudiera “por su libre voluntad” -como le dijera al físico alemán Max Born- elegir qué dirección tomar. En la esfera de lo infinitamente pequeño la ciencia se ve obligada a ingresar en el imprevisible y oscuro reino de las probabilidades.
El principio de indeterminación, descubierto por otro físico alemán, Werner Heisenberg, revoluciona nuestra percepción de la naturaleza y la historia. Y nos hace tomar conciencia de que, en la naturaleza, la incertidumbre cuántica no se presenta solo en las partículas subatómicas. Miles de millones de años después del predominio cuántico en el amanecer del Universo, surgió un extraño e inteligente fenómeno dotado de la imprevisibilidad inherente a su libre albedrío: los seres humanos.
Mientras vivió, Einstein conservó la esperanza de que alguien volviera a atar las puntas de los hilos rotos por la fuerza del principio de incertidumbre. Perplejo ante el acaso, reaccionó como un médico junto al hijo irremediablemente enfermo y exclamó: “¡Dios no juega a los dados!” A pesar de su indignación, ahí están los dados y no hay ley ni cálculo que prevea el número que saldrá. Por eso vale preguntarse si, de hecho, existen fronteras definidas entre la física cuántica y la filosofía, incluida la metafísica. ¿No lo sería de la espiritualidad inherente al ser humano?
¿Dónde están las fronteras sino en los límites de nuestra propia visión? Ahora bien, es imposible aprehender el Misterio con palabras o ecuaciones. Todavía solemos encontrar personas que creen que hay dos realidades, una profana y otra religiosa.
La cosmología actual sin dudas ampliará nuestros horizontes, y la física cuántica nos ayudará a percibir que, una vez garantizados los derechos humanos, la libertad consistirá en la osadía de sumergirnos en nosotros mismos, allí donde ese encuentro permite descubrir al Otro que, no siendo yo y siendo radicalmente distinto a mí, me devuelve a mí mismo, a mi verdadera identidad. De esa fuente subjetiva brota la energía que debería mover a la humanidad: el amor.
ag/fb