Por José Luis Díaz-Granados
A tres horas y media de Bogotá por carro hasta Villa de Leyva, en Boyacá, y de allí tomar un bus que deja a los pasajeros en el portal del lugar sagrado, hay que caminar más de seis horas entre empinadas sierras, rocas movedizas y boscajes inmemoriales, cerros irregulares cubiertos de niebla y montes rociados por lloviznas de tonos desiguales, frailejones helados y orquídeas de inquietantes colores, faras, zorros, venados, armadillos, alondras y tucanes verdes.
A la altura de los cuatro mil metros sobre el nivel del mar, desde ahí aparece la majestuosa laguna de Iguaque, con sus casi siete mil metros cuadrados de superficie y una profundidad que ronda los 50 metros. Según nuestra más remota tradición ancestral, allí nació la raza humana, cuya población fue inicialmente la que habitó el territorio muisca cuyos primeros moradores fueron alimentados por la Madre Sabia.
En tiempos muy remotos para nosotros, una mañana las aguas de la laguna de Iguaque parecían anunciar que algo maravilloso se fraguaba desde las profundidades de aquella húmeda alfombra serena. Animales de todos los lugares circundantes comenzaron a llegar a las riberas cenicientas como un milagro matinal, y descansaron allí con la mirada puesta en la laguna, a la expectativa de algo extraordinario.
Hacia el mediodía, como rompiendo la helada línea húmeda, comenzó a emerger una cabeza de mujer de rostro muy hermoso, piel aceitunada y ojos negros y vivaces. Enseguida surgía el cuerpo esbelto de senos redondos y macizos, y entre los brazos un niño que apenas llegaba a los tres años de su edad.
Al mismo tiempo, se escuchaban los cantos y trinos de los colibríes y los clarineros, el vocerío tumultuoso de los diversos animales y el zumbido de las hojas de los pinos, los robles, los sietecueros y los líquenes, en un armonioso bullicio con el que celebraban la llegada de aquella mujer de “altos pechos”, con el niño en sus brazos, a la superficie de la tierra.
La tradición muisca o chibcha ha llamado a esta mujer con el nombre de Bachué, que significa Buena o Digna (Bat) y Pecho y Alimento (Chué). Muchos científicos sociales interpretan al niño como la pequeñez del varón, que nace inmaduro, en contraposición a la grandeza de la mujer que nace con una excepcional sabiduría, por su conexión directa con la Madre Tierra.
El niño, a medida que iba creciendo, ayudaba a Bachué a cultivar la tierra, a pescar truchas, adivinar la llegada de los amaneceres y los atardeceres, las noches, las lluvias, las sequías y las heladas de aquel páramo andino. Cuando se hizo adulto, unió su vida a Bachué con lo cual procrearon los primeros habitantes del imperio muisca, hoy Colombia, esencialmente en el altiplano cundiboyacense y parte del sur del Departamento de Santander.
Dicen que Bachué daba a luz cuatro y seis criaturas en un mismo parto por lo que la nación chibcha comenzó a llenarse de niños y niñas por docenas, en pocos años, Y a medida que iban creciendo fueron multiplicando la especie y la bella Bachué se vio rodeada del afecto y respeto de todos los habitantes.
Bachué enseñó a sus descendientes a mantener un perfecto equilibrio entre las actividades humanas y el esplendor de la naturaleza; a cultivar la tierra, amar y cuidar su fauna y su flora; a convertir el oro, que abundaba en sus territorios, en figuras y objetos de ensoñación y placer espiritual, como quien dice en obras de arte, y a respetar las maneras de pensar de cada ser humano, que aún cuando parecieran opuestas, eran como los colores del arcoiris que unidos formaban una totalidad de pareceres, matices y sentimientos.
Pasaron los años y una tarde Bachué y su esposo -cuyo nombre se desconoce- convencidos de que habían cumplido su cometido, convocaron a todos pobladores del reino, entre ellos los hijos de los hijos de los hijos de la Gran Mamá, y con mirada jubilosa y a la vez nostálgica, ésta anunció el cumplimiento de la misión ordenada por los dioses y, por lo tanto, el inminente retorno al misterio abismal de la laguna de Iguaque.
En medio de lágrimas, ovaciones y lluvia de flores, entre diversas tonalidades musicales que surgían por doquier, Bachué y su compañero innominado entraron en la laguna y comenzaron a caminar, tomados de la mano, hasta desaparecer totalmente de la vista de sus millares de descendientes. Bajo el sol rojo del ocaso de aquel paisaje andino, se fueron convirtiendo en dos serpientes tranquilas que fulguraban entre el color del ónix y el de las esmeraldas.
Cuenta la leyenda que en épocas de crisis muy agudas, entre los espejos húmedos de la laguna de Iguaque, se ve deslizar una esplendorosa serpiente y es Bachué, nuestra Gran Mamá, nuestra Madre Primigenia, la Mamita Buena de todos nosotros y nosotras, que está pendiente -y a la vez sufriendo ante las crudas y atroces realidades que ha atravesado Colombia- del legado de bondad, equidad, justicia social y solidaridad que dejó como herencia moral a todos sus descendientes.
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