Para las grandes mayorías populares del mundo, para quienes, por lejos, somos más: la amplia clase trabajadora, los asalariados, los oprimidos, excluidos, los olvidados pueblos originarios, para quienes viven de un sueldo que nunca alcanza o sobreviven en la informalidad, para todas y todos aquellos que con nuestro trabajo alimentamos la riqueza de un minúsculo grupo de poderosos, la guerra no nos trae nada positivo; más bien una serie de calamidades y más crisis: de precios, de cadenas de abastecimiento, de energéticos, entre otras. Sin contar con la incertidumbre y la falta de información veraz, en especial sobre qué es lo que actual y realmente está sucediendo y qué nos puede esperar en el futuro.
La guerra en Europa para los civiles ucranianos traerá muerte y destrucción, desplazamiento, refugio y diáspora; para los mortales de a pie del resto del mundo, el aumento constante en los precios del petróleo, de los cereales y de los abonos, por tanto, más inflación y desabastecimiento de la que ya está trayendo las crisis interrelacionadas del sistema, la desaceleración de la economía mundial desde antes del inicio de la pandemia del Covid-19, potenciada ahora por el cierre general de la economía dado por los confinamientos, además de la falta de servicios eficientes, el endurecimiento de las políticas migratorias, entre otras.
Si alguien se beneficia de los conflictos bélicos son siempre los grupos de poder dominantes, y en este contexto actual, más que nadie, los fabricantes de armamentos (quienes se frotan las manos con cada nueva guerra). Es curioso que uno de los pocos negocios que creció durante la pandemia fue la industria militar. En ese sentido, por supuesto que toda guerra es condenable, deleznable y abominable. De todos modos, con una visión sopesada y crítica de la realidad humana (subjetiva y social), no puede menos que decirse (la experiencia lo demuestra en forma indubitable) que la historia se escribe con sangre.
Si una versión depurada y mejorada representa la esperanza de escribir otra historia (“saliendo de la prehistoria”, como dijera Marx), ese es el desafío que nos sigue convocando, aunque hoy se nos haya querido hacer creer que la “historia había terminado” llegando a su culminación con las “democracias de mercado”.
Lo que está sucediendo hoy entre Rusia y Ucrania (proceso complejo, con una larga y tortuosa historia desde antes de la extinta Unión Soviética) evidencia una lucha de poderes al nivel mundial entre proyectos enfrentados por la hegemonía global a mediano y largo plazos.
Siempre en los marcos del capitalismo (Estados Unidos hegemónico arrastrando tras de sí a la Unión Europea, a Gran Bretaña y a otros aliados bajo los tratados de la OTAN), se asiste al choque de ese polo de poder con otro eje igualmente poderoso. Para el caso: contra la potencia militar de Rusia y el gigantesco poderío económico-científico-técnico de China.
El negocio de los combustibles y el control de los mercados
En concreto, como un elemento principal en juego (no el único, pero sí determinante en el fondo) está el negocio del gas y petróleo, además de otros hidrocarburos y minerales. Europa es un gran mercado para esos energéticos, disputado por Rusia y por Estados Unidos. Para los europeos es mucho más conveniente negociar con su vecino ruso, con precios más accesibles y abastecimientos más directos y rápidos por razones geográficas y de infraestructura.
Un ejemplo de esta disputa geo-energética son los intereses corporativos transnacionales norteamericanos tratando de imponer su propio gas licuado (más caro y tardado en ser entregado).
Como el que manda es quien tiene el mayor poder militar, económico y político, Europa va a dejar de comprar el gas de Rusia (no han cesado las presiones constantes a Alemania, Italia, Grecia y España entre varios países del continente europeo, para que busquen otros abastecedores por parte de la UE y de Norteamérica); incluso se habla de abrir la posibilidad a Irán y Venezuela de abastecer a Europa y Norteamérica de petróleo a mediano plazo y así tratar de bajar sus precios. No se puede nunca olvidar que esta guerra, como todas, en definitiva, tiene como telón de fondo profundos intereses geopolíticos, económico-estratégicos y de expansión y control de mercados.
La Rusia de hoy
La actual Federación Rusa no es la Unión Soviética; esto significa que el país que emergió en 1991 luego de la decadencia y desintegración del primer Estado obrero y campesino, la primera experiencia socialista en el mundo, ya no representa los intereses de los trabajadores. Es una nación capitalista, con un fuerte capitalismo de Estado y con grupos empresariales privados corruptos o nepotistas similares a los de cualquier otro país de libre mercado.
Muchos de los antiguos jerarcas de la Nomenklatura pasaron a ser los nuevos capitalistas exitosos (y mafiosos, por cierto, ahora llamados “oligarcas” por los gobiernos y la media occidental). Si Estados Unidos tiene un patio trasero en Latinoamérica (Doctrina Monroe: “América para los americanos… del Norte”), que resguarda con más de 70 bases militares, la Federación Rusa lo tiene en la antigua zona de influencia soviética: Bielorrusia, Armenia, Kirguistán, Kazajistán, Tayikistán. Se impone allí la llamada Doctrina Brézhnev –“doctrina de la soberanía limitada”–, propiciando que “Rusia tiene derecho a intervenir incluso militarmente en asuntos internos de los países de su área de influencia”.
El presidente ruso Vladimir Putin, amparándose en la Biblia para justificar la presente invasión, renegó de los valores socialistas, representando a una nueva burguesía nacionalista surgida de la transformación de antiguos miembros del Partido Comunista en multimillonarios empresarios. Uno de ellos, de su círculo cercano, pidió “no regresar a 1917”. Agregando Putin: “Olvidarse de la Unión Soviética es no tener corazón; querer volver a ella es no tener cerebro”. El socialismo en un sentido filosófico, real y diferente al que ya existió y demostró sus problemas críticos en el pasado, de momento debe seguir esperando.
La historia política después de la Segunda Guerra mundial
Regresando a la historia política, terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, Estados Unidos quedó como la principal potencia capitalista, como la hegemonía unipolar. Gracias al Plan Marshall pasó a controlar en muy buena medida la economía de una Europa devastada, con la necesidad imperiosa de su reconstrucción e inyección masiva de capital. Para evitar la alternativa comunista estalinista de la Unión Soviética, se creó la OTAN. Europa pasó a ser un rehén nuclear de las dos superpotencias que disputaban cada una con su influencia imperialista la Guerra Fría. El dólar fue la única moneda dominante, y por largas décadas, la clase dirigente expresada por la política de Washington se sintió dueña de buena parte del mundo, manejándolo con 800 bases militares. Pero últimamente eso está cambiando.
Con la desintegración de la Unión Soviética, el capitalismo occidental, liderado por Estados Unidos, trató por todos los medios de impedir el renacimiento de Rusia, intentando desarmar lo más posible el anterior proyecto socialista, desgajando las antiguas repúblicas soviéticas con las llamadas “revoluciones de colores”. De todos modos, en el medio del unipolarismo que dejó a Estados Unidos como única potencia por algunos años, surgieron nuevos elementos: China comenzó a alzarse como gran poder económico, y Rusia renació militar y políticamente, aunque ambos países con posturas diferentes, la China autoritaria de partido único con su singular “socialismo de mercado” y la Rusia de autocracia autoritaria prolongada, comportándose como cualquier potencia capitalista.
Hoy día asistimos a una lucha de gigantes en torno a la hegemonía global. Europa Occidental, otrora el centro del mundo desde el surgimiento del capitalismo, cedió su sitial de honor a Estados Unidos. Pero ambos siguen intentando marcar el ritmo planetario. Ese “Occidente” (hoy día ampliado, con la inclusión de Canadá, Japón, Australia, que mantienen la misma lógica), regido básicamente por el dólar, es tremendamente guerrerista. Aunque esa vocación de sangre (la historia se escribe con sangre, decíamos) está extendida por todos lados. Dato curioso: los cinco países (¡únicos países con asiento permanente!) que forman el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: Estados Unidos, Gran Bretaña. Francia, Rusia y China, son los cinco principales productores y vendedores de armas del planeta, siendo también las cinco principales potencias con armamento nuclear.
Eso explica las más de 50 guerras que se libran en la actualidad, donde se necesitan equipos militares. La disputa por la hegemonía global está al rojo vivo. La pandemia de Covid-19 pasará, pero la gigantomaquia persiste.
Durante la Guerra Fría todo acto antiimperialista era visto por el campo popular del mundo como un avance en la larga guerra contra el capital, como acción emancipatoria (“Crear uno, dos, tres Vietnam” dijo en su momento el Che Guevara).
Características de la guerra de hoy
Hoy asistimos a una guerra entre potencias capitalistas, ambas con historia, prácticas y pretensiones imperiales-hegemónicas. Aquella consigna de “el enemigo de mi amigo es mi amigo”, aquí no aplica. Rusia ya no es socialista desde hace tiempo, desde la instauración de la dictadura estalinista que se mantuvo a flote hasta los años 80 del siglo pasado, donde su declive y colapso se debió a una alta burocratización, corrupción y pocos incentivos sociales y económicos para su tecnoburocracia educada, debido a lo rígido y vertical de sus estructuras dependientes de un partido comunista anacrónico, gerontocrático y sin aires de mayor renovación. Al mismo tiempo, la carrera armamentista con Estados Unidos alcanzó niveles de gasto hiper gigantescos, imposibles de mantener para la ex Unión Soviética.
Asi mismo, Estados Unidos desde hace ya largos años viene perdiendo dinámica en su crecimiento (consume más de lo que produce), dedicándose a un parasitario capitalismo especulativo financiero global. El crecimiento medio anual de su PIB disminuye progresivamente: del 4,4 por ciento en 1969, al 4,1 en 1978, al 3,5en 2002, y al 2,2 por ciento en 2017.
Su deuda externa es inconmensurable (contada en más de 25 trillones de dólares), apoyando su poderío principalmente en sus monumentales fuerzas armadas y el complejo militar-industrial.
Pero recientemente la conjunción de China y Rusia como nuevo eje de poder se le enfrenta a su hegemonía mundial. La última semana de junio del 2022, Putin declaró abiertamente el “fin de la hegemonía unipolar”. Ante esta pérdida geo-hegemónica, la Casa Blanca busca por todos los medios contener el avance de estas dos naciones. Para ello en Europa, bajo su dirección, la OTAN cerca o rodea cada vez más geográficamente a Rusia. Eso fue lo que hizo responder a Moscú desarrollando una incursión (invasión ampliada) militar en Ucrania (“invasión” para algunos, “recuperación” para otros, dependiendo del lado y aparato propagandístico de donde vengan las conferencias de prensa).
Ucrania, exrepública soviética, ahora manejada por sectores políticos que incluyen a una ultraderecha neonazi que en su formación y en su lucha interna por el poder ha sido apoyada por la política internacional desde Washington, pasó a representar un peligro para la seguridad rusa. Cuando se habló de la posibilidad de que poseyera armamento nuclear y pudiera integrarse a la OTAN (ahora se habla también de la UE), Moscú respondió atacando militarmente, acelerando y ampliando una invasión particionista (buscando fragmentar Ucrania), que de hecho ya existía en la región oriental de Donbass, desde principios de la primera década del siglo XXI y que saltó al plano internacional con el “derribamiento por accidente” del avión de Malasia Airways vuelo 17 en la región de Donetsk en 2014.
Hay que poner atención que Ucrania ha quedado prácticamente sola, en términos concretos de que algún otro país, sea de la UE o de la OTAN, la apoye con ejército regular defendiéndola directamente. Si ello sucede, provocaría una confrontación frontal y una escalada que podría terminar en el uso de armamento nuclear de largo alcance y la destrucción del planeta.
Esta ayuda indirecta y activa que recibe Kiev evidencia que Ucrania fue utilizada por “Occidente” para implementar una estrategia de desgaste a mediano y largo plazos, planificada para prolongar las hostilidades entre las partes involucradas en la guerra. Esto trae otros escenarios inciertos que todavía necesitan ser analizados a mayor profundidad.
Sin embargo al hablar de escenarios, hay que decir que Europa se disparó en el pie y le está sangrando muy profusamente, porque al aceptar que Estados Unidos obligara a Ucrania a no negociar más proactivamente la paz con Rusia en los dos primeros intentos y tratar de optar por una victoria militar (prácticamente imposible a mediano plazo, convirtiéndose en realidad en una guerra de desgaste), se autocondenó a la inflación y a la falta de algunos suministros muy importantes y vitales en las cadenas de producción, aprovisionamiento y distribución.
(Continuará)
rmh/mc
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.
*Con la colaboración de Mario S. de León, Doctor en Salud Global y Desarrollo, Docente Universitario, Analista y Ensayista Internacional.