El término “Occidente” es algo vago, pero hoy día resulta muy elocuente su significado: va de la mano de capitalismo y de visión eurocéntrica, adoptada luego por la ex colonia americana, ahora agigantada: Estados Unidos.
Durante la Guerra Fría, eso que se llamó Occidente fue uno de los polos enfrentados en la contienda, dividiendo el mundo entre quienes estaban de un lado de la Cortina de Hierro (capitalistas, occidentales y cristianos, liderados por Washington), y quienes estaban del otro lado (socialismo, identificado con la Unión Soviética y sus satélites), entrando en el término “no-occidental” una inmensa diversidad de pueblos, un variopinto de etnias y culturas (y no solo socialistas, entre desarrollados –Japón, por ejemplo– y empobrecidos –la mayor parte de Asia, África, Oceanía–).
En la actualidad, si bien se mantiene cierta ambigüedad, está claro que el concepto significa: el discurso civilizatorio (¡sangrientamente civilizatorio!) asociado al capitalismo surgido en Europa, luego desarrollado en América del Norte, blancocentrista, que “occidentalizó” esos patrones como la cultura globalmente dominante (y, por extensión, “superior”). Todo el mundo habla inglés, toma Coca-Cola y come Mc Donald’s, y si piensa en “cultura superior de alta calidad” imagina un museo con columnatas dóricas, música de Mozart y un elegante smoking. Pero ¿por qué eso sería superior a un dhrupad de la India, a un turbante marroquí o a una ranchera mexicana?
De esa cuenta, los países “centrales” que impusieron ese modelo (Europa Occidental y Estados Unidos) se presentan con el título de “occidentales”, entrando hoy en esa lista otras naciones “subdesarrolladas” que comparten un hemisferio (toda Latinoamérica), además de Canadá (economía desarrollada, de composición europea) y, de algún modo forzado –considerados más por su posición ideológico-política y económica que por su ubicación geográfica– países como Australia, Sudáfrica o Nueva Zelanda (todas ex colonias de una potencia imperial europea, manejados por “blancos” en desmedro de sus pueblos originarios). La localización en el globo terráqueo no pareciera lo determinante ahí.
En síntesis: el capitalismo europeo que globalizó el mundo (saqueando África y América, esclavizando pueblos enteros en nombre de una arrogante “superioridad racial”, elaborando productos industriales que comercializaba por el resto del planeta, estableciendo colonias por doquier –que en muchos casos aún se mantienen al día de hoy–), desde hace varios siglos se impuso en todos los rincones, sentando las bases de la aldea global interconectada que somos en la actualidad, con el agregado de una ideología supremacista (blanca), representada en la frase que aparece como epígrafe.
La civilización blanca (de rubia cabellera y ojos azules) se entronizó como dominante, como sinónimo de “adelanto” y progreso” sobre la supuesta “barbarie incivilizada” del resto del mundo.
El poseer armas de fuego –instrumentos desconocidos por otras civilizaciones en el momento en que Europa sale a conquistar el globo en el siglo XVI– le permitió ese actuar arrollador. El “progreso” europeo se asentó en la sanguinaria conquista y el saqueo, y en la posterior colonización, siempre de la mano de la religión cristiana. “Vinimos a estas tierras a traer la fe católica, a servir a su Majestad, y a hacernos ricos”, dijo Bernal Díaz del Castillo, cronista español del siglo XVI en tierra centroamericana.
Los valores de esas potencias capitalistas europeas del Renacimiento en adelante (España y Portugal más feudales, Holanda, Bélgica, Gran Bretaña y Francia como incipientes polos industriales, Alemania e Italia llegando algo más tarde al reparto del mundo) pasaron a ser sinónimo de “cultura” –asimilando la misma con lo tejido en Europa desde la antigüedad greco-romana, más tarde con los ropajes de las viejas monarquías de cuño cristiano o de la ascendente burguesía industrial de la modernidad–. Esa cosmovisión, a fuerza de bayonetas y cañones, terminó desplazando ancestrales cosmovisiones en América, África, Asia y Oceanía.
Saberes milenarios de antiguos pueblos –muchos de los cuales nutrieron el desarrollo europeo y permitieron llegar a la ciencia moderna con su corolario práctico: la producción industrial– fueron barridos, desapareciéndolos físicamente, o condenándolos a la situación de “pseudo-saberes”, minimizándolos, ridiculizándolos en algunos casos.
Lo eurocéntrico –luego levantado y ampliado en la naciente superpotencia estadounidense como “lo occidental”– pasó a entronizarse como el paradigma hegemónico. El mundo fue construido en esa clave. Hollywood es su remate: el “muchachito” blanco –que “se las sabe todas”, infalible, casi perfecto– aplastando “salvajes aborígenes”.
La discriminación “occidental” de todo aquello que no cae bajo esa categoría, es proverbial. En 1547 el español Ginés de Sepúlveda pudo decir de los habitantes del continente americano: “¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?”
Siglos después, consumada ya la conquista de buena parte del mundo por esa “civilización” occidental, en 1883, cuando la erupción del volcán Krakatoa en Indonesia –por ese entonces colonia holandesa– produjo un maremoto con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40 mil habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”.
Hoy día, siglo XXI, las cosas no cambiaron sustancialmente: en Estados Unidos mucha gente se refiere a la pandemia de Covid-19 como “el virus chino”, se “cazan” migrantes latinoamericanos en la frontera con México como si fueran animales, y en el Mediterráneo, guardacostas europeos dejan ahogarse a población africana que intenta llegar a “Occidente” en precarias embarcaciones porque no son “gente como uno”, tal como sí son los refugiados ucranianos, blancos y rubios, según algunos se expresaron sin ninguna vergüenza por medios masivos de comunicación.
Para ser “exitoso” hay que seguir esos valores, por tanto: ser de piel blanca y rubio (algunos miembros de sociedades no occidentales se pintan el cabello de amarillo, pero no sucede a la inversa: ningún blanco se viste de negro. En otras palabras: el esclavo idolatra al amo).
La “civilización” universal –que, en realidad, no la hay: hay civilizaciones, en plural– lleva por ícono representativo un Partenón griego (ese es el símbolo de la UNESCO; ¿por qué no una pirámide maya, una pagoda tailandesa o una mezquita musulmana?). Una comida elegante y refinada es, por ejemplo, el caviar, o una fondue de camembert à l’oeuf. ¿No podría ser también un kifto etíope, un indio viejo de Nicaragua o el i’aota de Tahití? Dada la supremacía del arte culinario occidental (¿o de su economía y poder militar?), esos platos típicos de distintas regiones del mundo ni se conocen; mucho menos, pueden considerarse chics según los criterios dominantes.
Ese es el imperialismo cultural impuesto por la tradición eurocéntrica. Así, el medio del mundo pasaría por Greenwich (Londres), y los mapas elaborados desde esta visión (proyección del flamenco GerardusMercator de 1569) presentan un norte hiper sobredimensionado (la península escandinava es más grande que India) contra un sur casi inexistente, empequeñecido, famélico –tal como son verdaderamente las relaciones internacionales–.
El mundo moderno, capitalista, globalizado, se escribe en clave de “hombre blanco” (además de racista: patriarcal, pues piensa el “hombre” como sinónimo de humanidad, poniendo a la mujer en un sitio secundario). El Sur depende del Norte en todo sentido, económica-política-científica-culturalmente, y el racismo es medular en esa concepción.
De ahí que puede hablarse de “metrópoli” y “periferia”. Algo así como “países importantes” y “países secundarios”. Sin empacho, el que fuera presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se permitió decir “países de mierda” refiriéndose al Tercer Mundo. La arrogancia occidental y su poderío económico, político y militar fueron tan grandes que hacia 1884/5, en la Conferencia de Berlín, las potencias europeas se dividieron el África trazando sobre un mapa qué le correspondía a cada una.
En esa lógica de rapiña y dominación se pudo llegar a la delirante idea supremacista, eugenésica, expresada sin el más mínimo pudor por los nazis, de raza superior. Pero las cosas cambian.
Entre 1918 y 1922 un autor poco citado hoy día (por su relativa cercanía con el nazismo y su claro mensaje antidemocrático), el alemán Oswald Spengler, había hablado de la decadencia de Occidente (ese es el título de su obra principal, aparecida en dos tomos), fijando el año 2000 como el final de esa civilización. Sin ninguna crítica al capitalismo (claramente: no era un marxista), pudo decir que la civilización occidental, al igual que todas las civilizaciones en la historia de la humanidad, alcanza su zenit y luego decae. Eso, sin dudas, está sucediendo con el eurocentrismo, el blancocentrismo hasta ahora dominante. A Occidente se le está apagando su brillo.
Desde hace algunas décadas el arrollador desarrollo del capitalismo nor-atlantista se ralentizó. Aparecen otros polos dinámicos: Japón, los cuatro Tigres asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur), India y, fundamentalmente, la República Popular China.
El socialismo real del siglo XX (el soviético y de países este-europeo) no pudo detener al capitalismo global noratlántico enfrentándosele de igual a igual en el ámbito económico, pero sí lo está haciendo la nueva recomposición planetaria. La aparición de los BRICS (Brasil, Rusia –ahora capitalista–, India, China, Sudáfrica) comenzó a marcar una nueva pauta. En Medio Oriente aparecen monumentales burbujas de esplendor no-occidental: Dubai, Abu Dhabi, Doha. Aunque en verdad es la actual alineación Moscú-Pekín con su intento de generar un nuevo paradigma financiero mundial no dolarizado lo que puede constituir el golpe de gracia para ese capitalismo noratlantista.
De ahí las alarmas angustiosas que prende lo que hoy se denomina Occidente: Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, la OTAN. De ahí también la importancia de la guerra librada ahora en Ucrania, que puede marcar un nuevo tablero internacional. La vanguardia económica, científico-técnica y militar se está desplazando de la vieja Europa y del gran país norteamericano hacia otras latitudes.
¿Mundo multipolar? ¿Reemplazaremos el inglés y la hamburguesa por el chino mandarín y el chao ming? No se equivocaba la intuición de Spengler.
La gradual caída de Occidente como imperio dominante no significa el abandono del capitalismo. En este momento, con esta recomposición que están impulsando Rusia y China, nada indica la superación del sistema capitalista.
Rusia camina ahora por una senda de libre mercado: “No debemos volver a 1917”, dice uno de los asesores cercanos del presidente Putin. El “socialismo de mercado” puesto en marcha por Pekín no augura un horizonte post-capitalista; si a su numerosa población le está dando resultados –se sacaron de la pobreza crónica 400 millones de campesinos–, al resto del mundo no le abre un mundo de mayor justicia y equidad. Lo que se está viendo en este momento, tercera década del siglo XXI, es un cambio del centro dominante y un debilitamiento del poderío de las grandes potencias. Europa Occidental hace décadas quedó siendo un socio menor de Washington (Plan Marshall post-guerra), y su rehén militar y nuclear. Estados Unidos, que continúa funcionado como potencia dominante, lentamente va perdiendo su papel hegemónico, tanto en lo económico como en lo científico-técnico y lo militar.
Todas las civilizaciones tienen luces y sombras; todas florecen, crecen y luego se van apagando. Es la dialéctica humana. Todos los imperios, en su momento de esplendor, tienen cosas maravillosas; y al mismo tiempo contienen los fermentos de su decadencia.
Porque, inexorablemente, todos caen. China, Persia, Roma fueron imperios resplandecientes por milenios; pero cayeron, se extinguieron. El imperio otomano duró 700 años; el mongol, el de mayor extensión de tierra continua en la historia: 200 años. También dos siglos duró el dominio azteca, pero cayó derrotado. El auge de los mayas duró mil 500 años, y luego se extinguió; el de los etíopes 700, y finalizó. El Occidente cristiano y capitalista fue dominante por 500 años, ya a nivel planetario. Gran Bretaña, con el mayor imperio de ultramar jamás conocido, duró alrededor de una centuria, pero pasó. Estados Unidos fue el hegemón por un siglo, y ahora hace lo imposible por detener su caída.
Los tiempos se acortan cada vez más, y no hay “razas superiores”. Si Europa, y luego Estados Unidos, dado que las tecnologías del momento les permitieron su expansión planetaria, se sintieron “dueñas del mundo” en un sentido literal, eso está terminando. Gran Bretaña, la otrora “reina de los mares”, es hoy una dependencia de Washington. Europa imperial, la “culta” y “refinada” Europa, ahora ya envejecida, se arrodilla ante Estados Unidos. Todos los imperios pasan, todos. “Todo pasa, todo fluye”, enseñó Heráclito en el luminoso imperio griego hace dos mil 500 años. Grecia hoy languidece y vive de sus recuerdos, endeudada hasta los tuétanos con el Fondo Monetario Internacional. Al igual que Egipto, que por tres milenios fue la cultura más avanzada del planeta, hoy un país empobrecido que vive en muy buena medida del turismo para mostrar “la grandeza pasada”.
No hay “mejores” y “peores”. Solo hay seres humanos. El socialismo, aún con todos sus errores, vicios y contratiempos registrados en sus primeros pasos balbuceantes durante el siglo XX, es la promesa de un mundo más armónico, no basado en la dicotomía “principales” y “secundarios”. Si tiene lacras –como las tiene, sin dudas– aún queda la esperanza de poder superarlas.
Del capitalismo nada puede esperarse, sino ver quién será el próximo imperio. Como reza la Marcha Internacional Comunista: “El día que el triunfo alcancemos ni esclavos ni dueños habrá. La Tierra será un paraíso, la patria de la humanidad”. Quizá no un paraíso, porque no lo hay (el único paraíso es el paraíso perdido), pero sí una sociedad más igualitaria.
El desciframiento del genoma humano permitió entender que por igual todos los seres humanos que habitamos este planeta, más allá de diferencias mínimas circunstanciales (diferencias externas en el color de la piel, o del cabello, de los ojos, las cuales tienen relación con la adaptación al medio físico circundante) somos exactamente iguales… aunque algunos se crean más iguales que otros.
rmh/mc
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.