Lo primero en política,
es aclarar y prever.
José Martí
El estallido social ocurrido en Panamá el pasado mes de julio confirmó el viejo aserto de que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos.
Ese estallido constituyó, en efecto, el evento que abrió paso a la crisis– ojalá final– de los resultados de un proceso histórico de larga duración que llevó a la inserción de Panamá en el mercado mundial como un enclave de servicios para la circulación de bienes, capitales y personas.
De entonces acá ese proceso ha provocado contradicciones que ya no está en capacidad de resolver. Esas contradicciones tienen dos focos mayores de origen. A lo largo del tiempo, el enclave de servicios establecido en el siglo XVI ha concentrado lo fundamental de la actividad económica de Panamá en torno a un único corredor interoceánico, tras clausurar en el siglo otros corredores activos antes de la conquista europea, y el puente terrestre que vincula a las Américas Central y del Sur.
Esa concentración ha incluido, además, la del control del corredor principal por Estados extranjeros hasta fines del siglo XX; la de los beneficios del tránsito en los sectores sociales que controlan a esos Estados, y la del conjunto de los recursos humanos y naturales del país a las necesidades y demandas del corredor principal.
El otro foco está en el conflicto entre la organización natural del territorio a partir de cuencas hidrográficas que generan corredores que van del Caribe al Pacífico, y una organización territorial de la economía y el Estado a partir de un eje que va del corredor interoceánico a Costa Rica a lo largo del litoral del Pacífico. Esto creó condiciones que hasta el presente favorecen el atraso económico y la inequidad social en todo el litoral del Caribe, y en el inmenso territorio del Darién histórico.
Hablamos, pues, de una estructura, término que al decir de Fernand Braudel, “domina los problemas de larga duración”, a partir de la formación de “una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transformar.” Esto tiene especial importancia en nuestro caso, pues algunos rasgos de esas realidades “obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su transcurrir” y, en el plano cultural, generan “encuadramientos mentales [que] representan prisiones de larga duración.”
La realidad de que se trata aquí es aquella cuyas bases fueron sentadas por el proto mercantilismo español del siglo XVI, desde el cual se vinculó el Istmo al proceso más general y complejo de formación y desarrollo del mercado mundial creado por el capitalismo.
Dentro de ese lapso, una nueva fase se inició con la construcción por capitalistas norteamericanos del primer ferrocarril interoceánico de las Américas entre 1850 y 1855, tras la conquista de California por los Estados Unidos en 1848. A partir de la década de 1880, el paso del mercado mundial a su fase imperialista dio lugar, dentro de la realidad previamente existente, a un nuevo proceso, de duración media: la organización del tránsito a partir de la creación de un protectorado militar extranjero en el Istmo.
Ese proceso, que determinaría en una importante medida nuestro futuro, se inició a mediados de la década, ante la inquietud provocada en Estados Unidos por la iniciativa francesa de construir un canal a lo largo de la ruta del ferrocarril interoceánico de Panamá. Así, para 1885 José Martí podía informar a sus lectores de La Nación, en Buenos Aires, que Nicaragua había “contratado con el gobierno de los Estados Unidos” la cesión, punto menos que completa, de una faja de territorio que de un Océano a otro cruza la República, para que en ella construya el gobierno norteamericano y mantenga, a su propio costo, un canal, con fortalezas y ciudades de los Estados Unidos en ambos extremos, sin más obligación que una reserva de derechos judiciales en tiempos de paz a las autoridades nicaragüenses, y el pago de una porción de los productos líquidos del canal, y de las propiedades que fincan en el territorio cedido al gobierno americano.
Dieciocho años después, ese proyecto sería llevado a cabo tras la intervención norteamericana en la separación de Panamá de Colombia en 1903 y la firma del Tratado Hay-Bunau Varilla, en un país sometido a un régimen de protectorado militar que se prolongaría a todo lo largo del siglo XX.
Una vez construida la vía interoceánica– y en particular a partir de la década de 1930– tomó cuerpo una tenaz disputa entre ambos países en torno al ejercicio de la soberanía nacional sobre el territorio del Istmo, y el usufructo de la renta generada por los servicios ofrecidos por el Canal, o asociados al mismo.
Para 1947, el rechazo popular a un convenio que buscaba ampliar presencia militar extranjera en el territorio nacional abrió paso a la lucha abierta contra el régimen de protectorado, que entró en una fase decisiva a partir del alzamiento popular contra el enclave canalero en enero de 1964, hasta desembocar en la firma y ejecución del Tratado Torrijos- Carter entre 1977 y 1999.
A partir de allí, la disputa por la soberanía nacional y por la renta canalera se vio trasladada al interior de la sociedad panameña, ahora transfigurada en otra por la soberanía popular y por el uso de la renta canalera ahora captada por el Estado nacional.
Ello dio lugar a un proceso de descomposición política interna que terminó por generar un grave conflicto interno el cual vino a ser resuelto por la intervención de las fuerzas armadas norteamericanas en diciembre de 1989, que ocasionó centenares de víctimas civiles. Dicha intervención condujo al desmantelamiento del régimen militar e instaló en el gobierno a la coalición conservadora que había resultado triunfadora en las elecciones de mayo de 1989.
En el plano de los eventos- el más corto de los plazos-, el estallido social de 2022 puso en crisis al régimen político surgido de aquella intervención, tan neoliberal en lo económico como conservadora en lo político y clasista en lo social. Eso obligó al gobierno a aceptar un diálogo con las organizaciones populares el cual, además de abordar con éxito limitado demandas inmediatas- como la reducción de precios del combustible, los medicamentos y la canasta básica-, vio ampliada su agenda hasta incorporar problemas de complejidad mayor, como el modelo económico vigente, la crisis de la seguridad social, y la corrupción en las relaciones entre en Estado y el sector privado.
A ese diálogo se incorpora ahora el sector privado, que desde 1990 acá ha monopolizado el control de las relaciones entre la sociedad y el Estado nacional. En la práctica, podría abrir la posibilidad de que el proceso destapado por el estallido social desemboque en la convocatoria a una asamblea constituyente originaria capaz de abrir paso a la construcción del país que deseamos- próspero, equitativo, sostenible, democrático y soberano.
Esa posibilidad depende en una importante medida de que la nueva visión del país que va tomando forma en la vida nacional encuentre un lenguaje capaz de expresarla, y de abrir finalmente las prisiones del pensamiento tradicional que considera natural nuestra situación de inequidad y dependencia.
Aquí ya es tiempo de aclarar y prever todo lo que sea necesario para dejar atrás al siglo XVI y sus secuelas, y comprender que la larga duración que empieza ahora puede ser la de la nación que merecemos llegar a ser, o el ingreso de lleno a una circunstancia de putrefacción de la historia, como Federico Engels la llamó alguna vez.
rb/gc
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño.