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domingo 24 de noviembre de 2024
explotación económica

Socialismo: única salida. Pero ¿cómo? (III y Final)

Siempre debe tenerse claro que la explotación económica- sin importar el color de piel ni el género- es lo que define la dinámica social.

Inmediatamente surge una preocupación: por todo el mundo están apareciendo movimientos populares. El abanico es amplio y da para mucho: junto a estos movimientos campesinos-indígenas que vemos en Latinoamérica, aparecen otros grupos que, curiosamente, levantan banderas “pro-democráticas”. Pero no todos esos movimientos son iguales.

Washington

Aquellos que son visualizados en la geoestrategia de Washington como un peligro tienen una lógica totalmente distinta a esos que se levantan como “defensores de la democracia”. Estos últimos deben ser vistos y entendidos en su contexto.

Tres referentes de importancia

Como mínimo, podríamos apuntar tres referentes: 1) las revoluciones de color que surgieron en estos últimos años en las ex repúblicas soviéticas, 2) lo que se llamó la Primavera Árabe, y 3) los movimientos de estudiantes democráticos en Venezuela.

De ahí se pasará a la “lucha contra la corrupción” que impulsa Washington, siempre como una pantalla que no toca los resortes últimos del sistema -la corrupción es un efecto del sistema, y no la verdadera causa de las penurias de los pueblos-. Hay más movimientos “libertarios”, siempre en esa línea de supuesta “defensa de la democracia” y rechazo a lo que suene a “dictadura populista”; así, podrían mencionarse las Damas de blanco de Cuba, por ejemplo, o los movimientos anti-aborto y por la vida en distintas regiones, las turbas bolsonaristas en Brasil que intentan detener el “comunismo” de Lula y el Partido de los Trabajadores, mostrando mediáticamente esas movilizaciones como respuestas populares espontáneas (que, por cierto, no lo son).

¿Qué representan, en realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos auténticamente populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas “revoluciones de colores” (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos. Son notas distintivas también de estos movimientos su gran impacto mediático (llamativamente amplio, por cierto, y que no tienen los movimientos de defensa territorial como los populares), siempre de nivel mundial, la participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes universitarios. Y también el hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de agencias estadounidenses, tales como la USAID, la NED, la CIA o la Fundación Soros, apoyo en general negado y/o escondido. En esta línea podría inscribirse mucho de lo que sucedió con la Primavera Árabe (2010-2012), que puede haber iniciado como una auténtica protesta popular, espontánea y con gran energía transformada, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneró (o fue cooptada) por esta ideología “democrática” -y probablemente manipulada desde este proyecto de dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas-. Dicho rápidamente, estas supuestas movilizaciones tienen una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la Casa Blanca y boicoteadores de proyectos con un tinte socializante o popular. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los movimientos populares antisistémicos a los que nos referíamos más arriba, los cuales reivindican territorios y se oponen a esta nueva camada de rapiña capitalista de recursos estratégicos que lideran capitales globales en concordancia con capitales y/o gobiernos nacionales de los países mal llamados “periféricos”. Estos movimientos populares, en general espontáneos, no tienen claramente un contenido clasista, y no en todos los casos hablan un lenguaje marxista. Son, por el contrario, una expresión de un descontento que alberga en las grandes masas de damnificados, en muchos casos rurales -en atención a la principal dinámica de los países latinoamericanos, que son en muy buena medida agroexportadores con un fuerte peso de lo agrario en su composición económico-política, social y cultural-. Pero si bien no encajan en lo que la teoría económica marxista clásica podría haber visto como el necesario fermento revolucionario: un proletariado industrial, o una masa de trabajadores explotados que reivindica sus derechos mínimos, constituyen una marea de protestas y rebeldía que perfectamente puede ayudar a encender ánimos, mechas de transformación, calores revolucionarios. No olvidar que todas las revoluciones socialistas consumadas hasta ahora se dieron en países industrialmente atrasados y con amplias masas campesinas. En tal sentido, es más que evidente que la lucha de clases está presente, siempre en el centro de la dinámica social, no importando las diversas formas que pueda asumir. Las protestas que recorren buena parte del mundo, que habían tomado un carácter incendiario antes de la pandemia, todas las movilizaciones que en el 2019 hacían pensar en un fermento revolucionario (movilizaciones en prácticamente toda Latinoamérica, en Medio Oriente, chalecos amarillos en Francia, explosiones populares en distintos países) son una evidente expresión de esa lucha de clases. Hasta un magnate de Wall Street como Warren Buffet puede decirlo sin cortapisas: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”. Sucede que ese monumental descontento de los pueblos y sectores oprimidos de todo el planeta queda en la explosión espontánea, dado que en la actualidad no existe un proyecto revolucionario claro que pueda dirigir todo ese malestar acumulado llevando a una explosión revolucionaria.

Transformación revolucionaria

4. Plataforma política mínima. Para plantearse con visos de real posibilidad la transformación revolucionaria y permanente de la sociedad, debe existir un plan de acción, una propuesta programática mínima. Si no, se cae en el puro espontaneísmo, en la improvisación, en las conductas reactivas. Contar con esa plataforma presupone: 1) un profundo trabajo organizativo en el seno mismo de la comunidad y una aceitada comunicación de doble vía con los distintos sectores sociales, a partir de lo cual se puede construir el programa de acción, y 2) tener cuadros políticos preparados y listos para la lucha, que estén en condiciones de viabilizar efectivamente el programa en cuestión. Todo esto implica el titánico trabajo de transformar lo que ahora aparece como discurso hegemónico (el discurso neoliberal triunfante que llena todos los espacios y no da respiros, haciendo pasar la propuesta socialista como una arcaica rémora de un pasado remoto que pareciera no puede retornar), oponiéndole un discurso contrahegemónico que comience a ser sentido como posible, e incluso atractivo, para el grueso de la población. Eso, sin dudas, debe ser el objetivo central del trabajo político en la izquierda, lo que deberá hacer esa instancia que enarbole las luchas. Contar con un programa, en definitiva, es abrir la posibilidad de tener una línea de acción. Pero para poder llegar a ello es necesario articular un doble trabajo, tan importante el uno como el otro.

Lenin

5. Estar con las bases, con los movimientos sociales, ser parte de ellos. Decía Lenin que “La revolución no se hace; se organiza”. La fuerza política que se organice y pueda ponerse al frente de las luchas deberá estar en condiciones de articular los distintos movimientos sociales de base que llevan adelante sus determinadas luchas sectoriales. En los movimientos sociales es donde está la verdadera fuerza transformadora, pero entendiendo “movimientos” como los lugares de organización desde donde desarrollar la resistencia primero, y la propuesta de cambio luego (obviamente, cuando se pueda. Hoy por hoy no parece que fuera el momento): clase obrera industrial urbana, proletariado rural, campesinado, movimiento de mujeres, movimiento estudiantil, desocupados, movimiento de jóvenes, de amas de casa, etc. La estrategia deberá apuntar a trabajar con cada uno de esos sectores, tomando en cuenta su particularidad y sus demandas específicas. En ningún caso la fuerza que impulse esas luchas se constituirá -autonombrándose- en la vanguardia del sector en cuestión. En todo caso, insertándose en las dinámicas en curso, con un perfil socialista claro, será uno más de la lucha, desde el llano, buscando difundir el ideario revolucionario (podría decirse: “una sana infiltración”). Se tiene así un fenomenal trabajo: “trabajo de hormiga”, del día a día, de convencimiento, de acercamiento. En ese sentido, lo coyuntural podrá ser el punto de partida para el acercamiento, teniendo siempre clara la perspectiva estratégica, consistente en la transformación revolucionaria de la sociedad con la toma del poder como primera meta.

La situación actual en el campo popular

Ante la desunión y desarticulación que prima en estos momentos en el campo popular en prácticamente todo el mundo -eso produjeron las políticas neoliberales de estos últimos años- se deberá buscar ser el aglutinador de las luchas dispersas. De ahí lo imprescindible de contar con una propuesta programática de base que permita tener claras ciertas líneas básicas para una acción estratégica. La participación activa en cada movimiento específico alimentará la formulación del programa revolucionario.

¿Qué debe contener esa plataforma mínima? Elementos no coyunturales que sirvan para resistir el aluvión neoliberal por ahora, resistir y denunciar la reconfiguración del capitalismo global financiero y mafioso que nos domina en este momento, a modo de ir sentando bases para dar paso a propuestas de cambio, quizá ya no sólo a nivel nacional sino pensando en estrategias regionales (lo cual abre la pregunta sobre hasta dónde es posible hoy una revolución a nivel nacional en países pequeños y dependientes, sin una Unión Soviética apoyando como antaño, y con una China que construye un particular “socialismo de mercado” hacia adentro pero que no impulsa movimientos revolucionarios en el exterior).

6. Lucha ideológica. La lucha por la toma del poder y la transformación de la sociedad implica, además de la organización de base, la lucha ideológica -cosa que, sin lugar a dudas, la derecha hace a la perfección; solo para graficarlo: en Latinoamérica, a través de los grupos neo-evangélicos ha logrado “amansar” la protesta, dividiendo y cooptando enormes cantidades de población, desideologizándola para la lucha político-social, fomentando una ideología del conformismo y resignación-. Más allá del pomposamente declarado “fin de la historia” y “fin de las ideologías” cuando la caída del campo socialista de Europa del Este, ninguna ideología ha terminado. Ello es de suyo imposible. En tanto haya grupos sociales enfrentados en la sociedad de clases, habrá ideologías en pugna. Por supuesto que la ideología dominante es la de la clase dominante que, manipulando infinitamente con los medios de comunicación, impone un modelo, una cultura. Eso solo reafirma que la historia la escriben los que ganan, lo cual evidencia que hay otra historia, y que es allí donde debemos influir.

Es por ello que, ante el avance fenomenal que el pensamiento de derecha ha tenido en las últimas décadas a partir de los triunfos político-militares concretos (léase: las masacres con que el neoliberalismo se impuso, básicamente en América Latina con monstruosas guerras contrainsurgentes), se hace imperiosamente necesario levantar murallas y proponer alternativas. En tal sentido es imprescindible librar una dura batalla ideológica tratando de recuperar el terreno perdido estos años, recomponiendo la imagen de lo que significa el socialismo, mostrando que las experiencias burocráticas y autoritarias que sí, efectivamente, se dieron en muchos países que comenzaron a transitar esa senda, están sujetas a una profunda revisión crítica y que las ideas socialistas siguen siendo válidas, útiles y superadoras de la actual catástrofe social, no pudiéndoselas asociar a esas versiones anquilosadas y refractarias como lo único posible.

Frei Betto

Hay que tener claro, homologando las circunstancias, lo dicho por el brasileño Frei Betto: “El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana”. Es por eso que la recuperación ideológica, más aún en el medio de esta fabulosa guerra mediático-psicológica que se vive, tiene una importancia toral. Por tanto, deben ocuparse todos los espacios ideológico-culturales que sea posible, dando mensajes contrahegemónicos, llevando esa lucha con la mayor pasión posible.

¿Cuál es el camino?

La organización que pueda surgir de todo este esfuerzo de recomposición aún no está clara; los “progresismos” que ahora abundan en la región latinoamericana no son el camino. La experiencia histórica lo dice: los golpes de Estado -sangrientos o suaves, el lawfare o guerra jurídica actual–ente utilizado por la derecha- no han desaparecido. Todo indicaría que, si se trata de no repetir similares errores del pasado, debe hacerse un gran trabajo de revisión crítica. Descartando lo que claramente no se quiere (lucha armada o vía electoral), sabiendo que la fuerza está en la gente de carne y hueso organizada, la “receta” primera y fundamental pasa por el fomento de la organización de base y la formulación de un programa mínimo que sirva para orientar el camino.

El programa deberá ser claramente socialista, no socialdemócrata. No hay ninguna prisa electoral ni necesidad de mandar mensajes de “tranquilidad” política para que los poderes fácticos no desconfíen (lo que hacen los “progresismos”). Como no hay prisa, la perspectiva debe ser a largo plazo para comenzar a sumar esfuerzos, sumar compañeras y compañeros, sumar malestares desperdigados. Claramente, desde el inicio, la intencionalidad debe dirigirse a la transformación social revolucionaria, no al pacto social, a la conciliación de clases, a trabajar sobre “lo posible”. Pensar siempre que la utopía sí es posible o, como diría Gramsci, “actuar con el pesimismo de la razón y el optimismo del corazón”.

El rol imprescindible de la juventud

Una línea fundamental que debe atravesar toda iniciativa de izquierda es la vocación por incorporar gente joven al esfuerzo transformador. Ahí hay un semillero indispensable, fabuloso -eso mismo es lo que ha “neutralizado” la derecha con su discurso desmovilizador, con diversos mecanismos de cooptación cultural, con el manipulado consumo de drogas ilegales que ha ido imponiendo como una quasi “necesidad” en la juventud-. “Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria” (Isaac Enríquez Pérez: 2021). Al respecto, valga no perder de vista que el crecimiento exponencial del narcotráfico en el mundo (2,700% en las últimas tres décadas) no sólo es un gran negocio que oxigena financieramente al sistema en su conjunto promoviendo la acumulación capitalista, sino que sirve como perfecta coartada a los poderes globales para controlar, y la mayor parte de esos consumidores -que no son, en sentido estricto, tóxicodependientes- son jóvenes. Una propuesta de izquierda debe incorporar la mayor cantidad de jóvenes posibles, porque esa fuerza volcánica -sin prejuicios adultocéntricos que constriñan- es una plataforma de un valor inconmensurable. Resuenan aquí los ecos de alguna consigna del Mayo Francés de 1968: “la imaginación al poder”.

El poder del pueblo, ese es el poder

La transformación de la sociedad implica el ejercicio de un poder a escala nacional. Por ello debe levantarse con toda la fuerza posible la idea de un poder popular, un poder desde abajo, una verdadera y genuina democracia directa (lo que fueron los soviets en Rusia) que se constituyan en la garantía de cambio y la fiscalizadora de la no burocratización de una presunta vanguardia. Pero para llegar a ese estado organizativo se necesita un denodado esfuerzo de organización de base. Ahí está el primer paso que debe darse: organización de base, concientización, trabajo de hormiga, convencimiento, siempre con un ideario claro y definido. Esa es la clave: construir organización popular para preparar la transformación (una vanguardia armada por sí sola, o el trabajo político en el marco de la institucionalidad del sistema, no la pueden lograr).

En ese sentido, el Estado es un punto de llegada, y al mismo tiempo, un punto de partida. No se puede ejercer un poder transformador si no se dispone del instrumento adecuado para ello. Y eso, tal como están dadas las cosas, viene dado por el Estado como mecanismo supraindividual que está más allá de cada sujeto independiente y ejerce un poder cohesionador. Es cuestionable aquello de “gobernar desobedeciendo”, como es la propuesta del movimiento zapatista en Chiapas, México. Ello puede constituir un muy interesante modelo de práctica democrática territorial, pero transformar una compleja realidad nacional implica detentar los resortes del Estado con su poder cohesionador y coercitivo sobre todo un territorio nacional. Por supuesto, eso no garantiza el cambio (la contrarrevolución es siempre despiadada), pero debe ser el punto de partida mínimo.

En adición a lo anterior, debe tenerse muy claro que hoy, en un mundo totalmente globalizado donde los grandes poderes fácticos con poderes de intervención e injerencia quasi absolutos (corporaciones multinacionales, capitales financieros sin patria que se mueven a la velocidad virtual, fuerzas militares de poder planetario con armamentos extraordinariamente sofisticados que permiten operaciones inconcebibles algunas décadas atrás, instancias político-institucionales como las organizaciones del Consenso de Washington -Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional-), poderes que hacen y deshacen a su antojo, plantearse la revolución socialista en un solo país abre interrogantes. ¿Hasta qué punto es posible eso? ¿Cómo plantearse y resolver esa limitación?

Lo nuevo en la idea de vanguardia

La idea de vanguardia desde el modelo leninista (de alguna manera lo que fueron muchas de las organizaciones de izquierda que existieron en distintos puntos del mundo) o desde la mística guerrilleril guevarista, debe ser revisada. En todo caso hay que pensar nuevas formas organizativas; sin caer en un ciego espontaneísmo -por cierto, reacción visceral importante pero inconducente como proceso transformador si no hay una conducción que le dé proyecto a ese descontento-; lo que está en discusión es la manera de aunar y articular el descomunal malestar popular y darle salida revolucionaria a las injusticias que atraviesan el sistema: las económicas, las de género, las étnicas. La clave es la organización popular, la democracia directa. Eso implica el primer gran trabajo por delante.

Todo este panorama en cierta forma sombrío que se ha pintado no es para negar posibilidades de triunfo revolucionario sino, por el contrario, para ver cómo realmente se puede hacer posible, para ver cómo darle forma y viabilidad real. El socialismo, definitivamente, es el único camino. Si no, la barbarie, ley de la selva y darwinismo social, pequeñas élites poderosísimas dominando a grandes masas incoordinadas. Todas las sociedades que transitaron la senda socialista (Rusia, China, Cuba) obtuvieron éxitos incontestables en su dinámica, con mejoras fabulosas en la calidad de vida. El capitalismo ofrece bienestar a un escaso 15 por ciento de la población mundial; el resto, a pasar penurias. El socialismo pretende, tal como se expresó más arriba, construir “una patria para la humanidad”.

rmh/mc

*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.

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