I
La historia reciente del socialismo nos ha dejado muchas preguntas. La profundización de un estudio riguroso sobre lo sucedido, aunque no es precisamente hoy un tema de «moda», debe encararse con un real espíritu crítico, puesto que tras la extinción o transformación de muchas de esas experiencias (Rusia, China, Cuba, Nicaragua, etc.) el mundo no está mejor. Por el contrario, se podría decir que estamos más cerca del siglo XIX que del XXII: los problemas actuales son similares o peores a los de un siglo atrás, con varias notas novedosas mucho más preocupantes, como la degradación ambiental o la posible guerra termonuclear, la exclusión de innúmeras masas de trabajadores por la automatización y robotización y las diferencias abismales–antes no tan marcadas– entre quienes poseen todo y quienes sobreviven de las sobras (ahí están las desesperadas migraciones masivas para explicitarlo).
El surgimiento de la industria moderna en Europa trajo un sinnúmero de modificaciones radicales en la historia humana. Una de ellas es la aparición del proletariado urbano como clase social, con el posterior ascenso de su organización sindical y las ideas de colectivización que desembocan, para mediados del siglo XIX, en el nacimiento del socialismo científico de la mano de Carlos Marx y Federico Engels.
El «fantasma» que recorría Europa hacia mitad de los 800 (el fantasma del comunismo) crece, gana adeptos, se constituye en fuerza política. Entrado el siglo XX un número creciente de países va optando por ese camino; para la década del 80 una cuarta parte de la población mundial vive en naciones con proyectos socialistas (bloque europeo con Unión Soviética y sus satélites, China, varios países del sudeste asiático, países africanos liberados de sus metrópolis europeas, Cuba en territorio americano). Diez años después, por distintas razones, buena parte del socialismo real entra en crisis. Hoy, primeras décadas del siglo XXI, se lo presenta como una rémora del pasado, y se utilizan las alternativas socializantes actuales (Venezuela, Nicaragua) como expresión de los «desastres» que conlleva esa «afiebrada utopía irrealizable».
¿Qué pasó con ese modelo, con esas experiencias? Dejemos provisoriamente de lado, aunque sin minimizarlo obviamente, el ataque capitalista. No puede explicarse todo en función del «enemigo»; ello simplemente libera de la autocrítica. La corrupción, la malversación de fondos públicos, la burocracia y el abuso de poder por parte de sus funcionarios, la militarización– a veces excesiva– de la vida cotidiana obligada por el ataque impiadoso del imperialismo, han marcado hondamente las distintas experiencias del socialismo real. Se trata entonces, combinándola con la cuestión de la provocación externa, de emprender una revisión profunda y honesta de temas eludidos en la cosmovisión marxista: la relación del sujeto con el poder. Construir un sujeto nuevo que se sienta la columna vertebral de la nueva sociedad socialista, la experiencia lo marcó, es tarea ardua: el afán de lucro individual retorna. O, visto críticamente, nunca se terminó de extinguir en los primeros pasos balbuceantes de los socialismos. La economía subterránea, los pequeños microempresarios con afán de lucro personal que se desarrollaban subrepticiamente, no desaparecieron nunca, y pudieron obrar en contra de los proyectos transformadores. En la China actual, de hecho, se tolera/ premia la riqueza personal: «Ser rico es glorioso», llegó a decir Deng Xiaoping en el marco de las reformas capitalistas impulsadas desde la década de los 80 del siglo pasado, lo cual abre la pregunta sobre la verdadera naturaleza de lo que se está desarrollando en ese gigante asiático: «¿socialismo de mercado?», «¿combinación de dos modelos?»
Quizá no hay nada más genuinamente humano que la lucha por el poder, siempre en primera persona, y ello de la mano de la situación económica que busca una cuota de privilegio. El poder se liga con la fuerza, la diferencia, la violencia. Stalin, Ceaucescu, Pol Pot, eran marxistas. ¿Lo que ellos hicieron habrá sido lo que pergeñó un humanista de la profundidad de Marx? Seguramente no. Pero no hay duda que estas teratologías, más cercanas a dictaduras que a genuinas emancipaciones humanas, se nutren en su texto. ¿Puede explicarse eso como «desviaciones» de la doctrina? Pero… ¿acaso hay «recta» doctrina en esto? Eso suena a discurso religioso. El socialismo debería ser el paso a todo tipo de emancipación, de ruptura con todas las sujeciones: económicas, culturales, de género, de prejuicios varios. Sin dudas la solidificación de todo ello es una agenda aún pendiente. Los socialismos reales nos lo enseñan. Si bien se tuvieron logros monumentales (solo como ejemplo: Cuba socialista, donde se puede caminar tranquilo por la calle y donde no hay niños hambrientos pidiendo en los semáforos, es el único país del Sur que pudo producir una vacuna contra el coronavirus, aún en pleno bloqueo), también dejan vacíos a repensar: autoritarismo, burocracia, machismo, racismo. ¿Quién espera la «perfección» de una revolución socialista? Se puede esperar mayor justicia, lo cual es ya un paso monumental en la historia.
II
Que la violencia esté entre nosotros no significa que ese sea nuestro destino. Esto sería avalar un cavernícola y sanguinario «darwinismo social», la apología del más fuerte; en definitiva: la justificación de la explotación de unos por otros. La cuestión es: una vez sabido esto de la violencia como intrínsecamente humano, ¿cómo lo procesamos? Por cierto, no podemos justificar una supuesta «teoría» de la selección natural entre los humanos, de la agresividad como mandato genético, porque eso no es así. Hay conflicto, sin dudas, y la violencia nos atraviesa mediante sus más distintas manifestaciones. «La violencia es la partera de la historia», pudo expresar Marx leyendo la dinámica social. De alguna manera puede decirse que, en el marxismo clásico, aquel que sirvió de aliento para plantearse un «hombre nuevo» y una sociedad superadora de las injusticias sociales, se partió de la idea original de un ser humano solidario por naturaleza y que, conforme se desarrollara, se iría alejando de la lucha por el poder, del egoísmo y la búsqueda individual de lucro (características que el capitalismo llevó a extremos inauditos: «Tanto tienes, tanto vales»). El conflicto se concibió, lo cual fue importantísimo, pero quizá no completo, fundamentalmente en términos de lucha de clases. Es preciso articular eso con otras contradicciones que pueblan la vida: patriarcado, racismo, diferencias entre desarrollo y subdesarrollo.
Ahora, aunque no sea la «moda» intelectual dominante, es necesario replantear esta idea del «hombre nuevo» como forma de crítica a la actual cultura «light» hegemónica y al triunfo arrollador del neoliberalismo, con su mandato de consumir sin límites, ser un egocéntrico «ganador» levantando el hedonismo como panegírico principal sin atenuantes.
La noción de ser humano de la que hemos estado hablando desde el surgimiento del mundo moderno (el ego cartesiano cerrado en sus orígenes) no tiene más camino que desembocar en un hombre «viable» y uno «excedente», «triunfadores» y «vencedores». Oponer a esto un reino de la solidaridad natural no ha demostrado ser muy fructífero, pues cuando ella falló se la impuso por decreto; y nadie es «buena persona» porque el Comité Central de un partido lo decida (como nadie es «ateo» o «solidario» por imposición, o no amamos por mandato).
Es curioso (¿triste quizá?) ver que en las repúblicas de la extinta Unión Soviética la gente persiste en las intolerancias que, era de esperarse, estarían superadas tras siete décadas de socialismo, de nuevas relaciones sociales, de justicia y solidaridad. ¿Era entonces una mera quimera inalcanzable la Patria de la Humanidad levantada apenas hace unos años por el socialismo? Quizá no; quizá, y esto cambia radicalmente todo el panorama, se partió de premisas equivocadas en cuanto a las posibilidades reales del cambio aspirado, por lo que el resultado obtenido fue ese producto tan especial que conocimos. Los actuales oligarcas rusos, estos que promueven la guerra contra Ucrania e invierten como cualquier capitalista, eran los antiguos cuadros del Partido Comunista. Quedarse con la idea de «traidores» es demasiado simple: la revisión del socialismo– para potenciarlo, obviamente, no para denostarlo– debe intentar buscar por qué se repiten estos fenómenos en las experiencias socialistas: un grupo coordinador del proceso revolucionario, una vanguardia totalmente comprometida con el cambio en su momento, puede devenir nuevo estamento de poder con pretensiones económicas, repitiendo las mismas conductas criticables que se encuentran en el capitalismo.
Pensemos que no hay ahí ningún determinante biológico ni historia ya escrita, o designio trazado por las deidades. Debe haber otras explicaciones. ¿Será que es muy difícil– no imposible, pero sí muy difícil– trascender formas culturales milenarias ya enraizadas? Pasó el esclavismo, pero aún hay esclavos en el mundo (30 millones declara la OIT); pasó el cinturón de castidad, pero aún hay patriarcado por todos lados; las ciencias dan explicaciones operativas sin apelar al pensamiento mágico-animista, pero muchísima gente sigue adorando dioses. Cambiar dinámicas humanas, por lo que se ve, es un proceso exasperantemente lento.
III
La obra de Marx presenta varios niveles de análisis: filosófico, económico, político. Sin desmerecer la originalidad de su creación, puede decirse que ahí se sintetizan los descubrimientos de la economía liberal inglesa (teoría del valor, plusvalía, leyes generales del capital), la filosofía idealista alemana (dialéctica hegeliana, filosofía de la Historia) y la formulación política francesa surgida de la primera experiencia de autogestión popular conocida: la Comuna de París de 1871. Pero de estas tres fuentes inspiradoras seguramente la práctica política, por diversos motivos, fue la más débil, la menos desarrollada. En las experiencias de construcción del socialismo conocidas, la autogestión, más allá de declaraciones formales de los aparatos políticos en el poder, ha dejado interrogantes. La democracia socialista– ¡que no es la parodia de la representativa burguesa!– aún debe fortalecerse. Hoy día ella sigue siendo un reto, y después de lo vivido en el siglo XX todo indica que sigue habiendo ahí una pregunta abierta pendiente de resolverse. ¿Cómo se fortalece efectivamente el poder popular?
La idea de construcción de nuevas relaciones políticas se resumió en la dictadura del proletariado. Pero la misma no parece haber prosperado. ¿Qué falló? ¿Se puede afirmar que las formas político- organizativas vividas en los países socialistas eran/ son dictaduras del proletariado? Es este el lado más débil de la teoría socialista, el que clara y abiertamente se puede (y debe) criticar constructivamente. El debate en torno a las relaciones de poder, a la lógica y dinámica de la violencia como elemento inseparable del fenómeno humano, lejos de estar abierto a la discusión ha sido cerrado.
¿No son el poder, la codicia, la prepotencia, posibilidades humanas? ¿Por qué desconocerlas? Si se estudia en detalle lo acontecido en la Unión Soviética y su posterior desintegración, todo ello resalta inmediatamente. No está de más recordar que las disputas por protagonismo entre partidos políticos de izquierda o entre organizaciones de derechos humanos son, a veces, de las más encarnizadas; muchas veces, inclusive, causa de los fracasos de sus estrategias de transformación. Tal vez la mejor manera (¿la única?) de evitar el abuso de todo esto, del poder, de la codicia, es no partir de una consideración ingenua que lo niegue sino, más sanamente, tomarlo como normal, y buscar los mecanismos sociales- legales que permitan afrontarlo, debatirlo, procesarlo.
IV
Marx no conoció nuestras ciencias sociales actuales. Su cosmovisión antropológica participa, por tanto, de las concepciones de su tiempo, imbuidas del romanticismo decimonónico. Por razones cronológicas obvias no llegó a saber de desarrollos ulteriores en este campo de la investigación que, si bien no cuestionan para nada el pensamiento marxista, abren algunos interrogantes que la práctica política del socialismo real no retomó. Allí el sujeto de la historia es concebido como sujeto social, como clase. Pero lo humano no se agota en un abordaje político- social colectivo; lo «individual» es siempre social (recordemos aquello de que «el nombre propio es lo menos propio que tenemos», en tanto viene de otro). En algún sentido todo lo humano es político, y lo subjetivo también cuenta para entender la dinámica social.
Muchas de las reacciones, conductas y procesos «incomprensibles» de los humanos, y más aún en lo concerniente a situaciones masivas, colectivas (linchamientos, peleas entre pandillas o entre porras de equipos rivales, manipulaciones o desbordes grupales de cualquier índole: fanatismos religiosos o políticos, modas, seguidores de algún ídolo/ líder, etc.) pueden comprenderse, y eventualmente predecirse y/o manejarse, si se parte de conceptos desconocidos en la época de Marx: psicología social, teoría del inconsciente, comunicación social, semiótica. ¿Por qué, por ejemplo, las amplias masas explotadas no reaccionan ante el reducido grupo dominante, y pasan a expropiarlas? ¿Cómo tan pequeñas minorías pueden imponerse sobre enormes colectivos? El manejo de las masas humanas pasó a ser una técnica imprescindible para los factores de poder– el capitalismo sabe implementarla muy bien–, y por su intermedio se moldea la historia (independientemente de que esto, en términos éticos, pueda ser execrable). El ser humano «del futuro», que está siendo moldeado hoy por grandes poderes globales y que no es precisamente el ideal del «hombre nuevo» del socialismo, es un ser consumidor de mensajes audiovisuales sentado ante una pantalla (de televisión, de computadora, de teléfono celular, de videojuegos); un sujeto pasivo no pensante, cada vez más manipulado y controlado, poco solidario, hedonista. ¿Cómo fue posible llegar a esto? ¿Por qué la reacción popular se demora tanto?
Pero junto a esta imagen del ¿futuro?, paradójicamente se constata que una muy buena parte de la población mundial no tiene acceso a energía eléctrica, y muchísimos pobladores del planeta ni siquiera sospechan la existencia de toda esa parafernalia tecnológica, pues su vida se va en ver si habrá comida para el día. El futuro, para algunos, ya está escrito, y no parece muy promisorio, por cierto. Aquellos que casi no consumen, ni podrán disponer nunca, tal como van las cosas, de todo ese portentoso desarrollo, ¿sobran entonces? En la lógica capitalista actual, parece que sí.
Elementos que eran impensados (e impensables) cuando la fundación del socialismo científico, e incluso en los albores de las primeras experiencias de construcción soviética, hoy son los factores de contestación social y cultural más dinámicos: movimientos por los derechos humanos, defensa de los territorios ancestrales contra el extractivismo, ecologismo, liberación femenina, grupos de defensa de consumidores, reivindicación de culturas y etnias locales, lucha contra todo tipo de discriminación, diversas expresiones autogestionarias. Eso no significa que la lucha de clases desapareció del horizonte (aunque el discurso del capitalismo quiera hacerlo creer así); significa que hay nuevas contradicciones puestas sobre la mesa que deben incorporarse a la lucha, y que el materialismo histórico, como rigurosa ciencia social, no puede desconocer estos, para incorporarlas en un planteo integral.
Lo que parecía podía ser el instrumento para forjar una Humanidad mejor no terminó muy bien. Al menos en este momento de reflujo de las luchas revolucionarias. Que el crecimiento económico-militar de China (¿se le podrá decir socialista actualmente?, ¿es ese un espejo donde puede mirarse la gran masa trabajadora y empobrecida del mundo?) la coloque quizá en la perspectiva de ser un coloso con gran poder de decisión mundial en los años venideros, no quita la necesidad de esta reformulación sobre el «hombre nuevo». Caído el muro de Berlín– que se vendió luego en pedacitos como recuerdos turísticos–, símbolo de la caída universal de la era soviética, ¿terminaron las causas por las que nació el pensamiento socialista? ¿Ha «terminado la historia», como triunfalmente se proclamó tras esa caída? Obviamente no: el mundo sigue siendo un hervidero de protestas, con poblaciones cada vez más marginalizadas, con islas de esplendor protegidas más que un castillo medieval, con un malestar que recorre universalmente el globo terráqueo, pero que no encuentra los canales adecuados para hacer colapsar al sistema capitalista.
Todo indica que no hay ningún paraíso bucólico a la vista. Los prejuicios, la intolerancia, los tabúes, hasta el espíritu religioso podría decirse, no desaparecieron con la llegada del «hombre nuevo»; ¿cómo hacer para que desaparezcan? Hasta inclusive hay quien critica ese concepto, pues se dice «hombre» como sinónimo de Humanidad, con lo que se nos filtra un preconcepto machista. No hay dudas que tenemos mucho que trabajar por delante para lograr un mundo más equitativo. Hoy por hoy, es innegable, el mundo es bastante desastroso (un muerto cada siete segundos por inanición, mientras sobran alimentos). El mundo es injusto: gente que sufre obesidad mientras muchos padecen hambre; se busca agua en Marte y en la Tierra muchísimos no tienen agua potable; la robótica fabulosa que existe, en vez de simplificar la vida, la torna más complicada, pues expulsa a numerosos trabajadores a la desocupación. Probablemente no hay sujeto posible (ni Cristo ni el proletariado, ni mesías alguno que ande por allí) que pueda redimir a la Humanidad. Por otro lado, ¿redimirla de qué? En todo caso de lo que se trata es de hacer el mundo más vivible. Si algo es posible modificar (ese es el desafío que el capitalismo no puede resolver– aunque quisiera, porque no puede perder su tasa de ganancia, que es el motor final del sistema–), ello no es producto de un cataclismo político que, sin decirlo, también se ofrecería como puerta de entrada a otro presunto fin de la historia.
El gran cambio que de una vez trastoca el mundo no parece haberse mostrado del todo eficaz en la forma en que tuvo lugar. Quizá la verdadera revolución socialista no pueda ser nunca totalmente victoriosa en un país en solitario, sino un fenómeno global. Modificar la condición humana, a estar con lo que nos enseña la historia, ¿será utópico? Pero no lo es en absoluto intentar transformar las reglas de juego donde la Humanidad se despliega: el socialismo no es una receta mágica; es una propuesta de transformación, no falta de errores, pero muy válida en definitiva. Los pocos ejemplos que existen muestran que sí es posible, y da excelentes resultados. De Cuba la prensa corporativa muestra las filas para conseguir la comida, pero no dice que en la isla todos comen. ¡Todos! No olvidar lo dicho más arriba: un muerto cada siete segundos en el planeta por no poder acceder a los alimentos que sí existen.
Aunque el sistema dominante actual se sienta omnímodo, intocable y blindado ante los cambios– la multipolaridad que se está abriendo, con un Occidente norteamericanizado versus un Oriente comandado por Pekín-Moscú, para decirlo bastante esquemáticamente, no augura ningún paraíso para las grandes masas paupérrimas que siguen pisando el planeta– no puede encontrar salida para los grandes problemas de la Humanidad: el hambre, la injusticia, la explotación, la marginación, por lo que el descontento social crece, aunque no se vean de momento los caminos de un cambio profundo. La democracia burguesa sabemos que es una payasada insostenible, porque ahí no hay cambio posible, solo reemplazo del gerente de turno.
La idea de construir un «hombre nuevo», fantástica en sí misma, encomiable, no prosperó; y probablemente pueda abrirse el interrogante respecto a la posibilidad que prospere, al menos tal como se la ha concebido hasta ahora. Un mundo libre de diferencias no deja de ser una idea paradisíaca. Tal vez paraísos no, pero un mundo mejor balanceado sí es posible, un mundo menos injusto, donde la explotación de uno sobre otro no sea el motor. Diferencias, sin dudas, siempre habrá: «De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad», formulaba Marx. El capitalismo ya ha dado reiteradas muestras de su imposibilidad de resolver esos candentes problemas mencionados. El socialismo, aún muy balbuceante y con mucho que mejorar por delante, posibilitó soluciones reales al hambre, a la pobreza, a la ignorancia, a la explotación. Sin dudas habrá mucho que corregir ahí, quizá replanteando eso de la forma en que somos estos seres tan complicados que nos llamamos humanos, de nuestra relación con el poder (¿por qué nos fascina?, ¿porque nos hace sentir dioses completos sin límites?), eso del «hombre nuevo», pero sigue siendo una promesa. El modo de producción capitalista solo puede ofrecer guerras como salida, no más que eso. Y esperemos que no la nuclear. Pero como dijo Fidel Castro: «Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la ignorancia». El socialismo sí puede ofrecer salidas.
rmh/mc