Hablar de mujeres, palabra y política es hablar de un oscuro silencio de siglos apenas iluminado por unas pocas estrellas solitarias. Es hablar de la dominación de un lenguaje que nunca es neutro, de un lenguaje cómplice y culpable. Es hablar de espacios de poder históricamente negados a la mitad de la humanidad y de una lucha contracorriente por hacerse ver, escuchar, sentir, por incidir en el espacio público. Es declararse en rebeldía contra la cultura, la religión, la tradición, el lenguaje portador de significados. Es cuestionar y arrancar la piel de las mismas ideas liberales y hasta de la izquierda que ha subordinado posiciones, que construye democracias y revoluciones, pero no siempre subvierte los espacios de dominación doméstica en donde la explotación y la violencia aún dejan ver sus garras dominantes.
Tomarse la palabra es una manera de subvertir ese orden.
Creo que la palabra, el uso de la palabra como instrumento para contar y contarse es un afilado cuchillo transgresor, violador del establishment, generador de rupturas, visibilizador de dolorosos ocultamientos y origen de dudas, y por tanto de sabiduría.
Un infierno de prejuicios
Las mujeres a lo largo de la historia de fuente del mal y del pecado, de meras receptoras de la simiente del hombre, de brujas, prostitutas, celestinas, de hombres imperfectos según la lógica aristotélica, de hombres con envidia del pene como sostenía Freud, hemos devenido en voces plurales y multiétnicas. Voces que desde su sojuzgamiento, que desde el poder del agua que cuando se ve contenida socava su propio dique cuentan y no terminan nunca de contarse, como la Sherezade de Las mil y una noches; porque cuando Dios creo el mundo lo hizo con palabra de varón y sacó a la mujer de la costilla del hombre y la culpó de comer del fruto prohibido, condenándola a parir con dolor y a multiplicarse, y ahora nosotras tenemos que volver a crear el mundo como ejercicio diario desde nuestra propia palabra, desde nuestra propia historia, desde nuestras propias vacilaciones y dudas, desde nuestro dolor que se puede trasmutar en jolgorio; reinventarnos desde el ámbito íntimo y subjetivo en que fuimos reducidas por voluntad de Dios y por la ley del hombre.
Aprendimos por mucho tiempo a comer del fruto prohibido de la sabiduría, del árbol del bien y del mal, a escondidas y sin que se note, diciendo sin decir, aceptando que “nos den diciendo”, usando la estrategia del débil como lo hacía Sor Juana Inés de la Cruz; siempre culpables, siempre trasgresoras. Como esposas de…, hermanas de…, hijas de…, amantes de… o reducidas a los conventos para huir de la tutoría patriarcal a través del silencio de la oración, para poder disfrutar y ejercer nuestro intelecto como lo hicieron Sor Juana o Teresa de Ávila.
La independencia política
Hace más de 200 años, la independencia en Latinoamérica, en Ecuador no fue independencia de nada ni de nadie. Ergo: no significó gran cosa en el cambio de estatus de la mujer, ni de los grupos marginados.
En esa época dorada de héroes y de próceres, de charreteras y combates entre los Andes y los llanos, de jinetes y sables, de discursos libertadores e ilustrados a la luz de la vela en el Quito conventual y franciscano, de la imposición de la bota militar ora realista ora criolla; esa época de conspiraciones, rezos, murmullos y asonadas, no tuvo para la historia oficial su contraparte femenina; un espeso velo cubre la participación de ellas.
Ahora la paleografía de mujeres está desenterrando los viejos fósiles de las ideas femeninas que siempre estuvieron en la estructura ósea de las revoluciones, que siempre alimentaron las batallas, que dieron vituallas y fueron germen de las conspiraciones, que siempre agitaron con sus voces las aguas conceptuales de la revolución y de las que bebieron sin pudor nuestros próceres y padres de la patria sin apenas reconocer que mucho de lo que hablaban era producto de los ecos de aquellas voces apresadas en el rigor de la cocina y de la casa. De aquel coro que como guarichas, enfermeras, soldadas, espías, conspiradoras, ideólogas, heroínas, mecenas, anfitrionas de tertulias, hijas, amantes, esposas y madres acompañó todo el proceso revolucionario.
Las adelantadas
Para reconstruir nuestra memoria histórica basta mencionar a las adelantadas, a Manuela Espejo, recordada por la historia oficial como hermana de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, el precursor de la independencia en el Ecuador; y esposa de José Mejía Lequerica, el gran orador de las Cortes de Cádiz, político y redactor de la constitución española de 1812 cuyo nombre es recordado en Madrid con una calle y con un busto en la Ciudad de Cádiz. Mujer cuyas ideas yacían escondidas bajo el seudónimo de Erophilia (amor a la sabiduría) en el primer periódico del Ecuador, Primicias de la Cultura de Quito que publicaba su hermano, porque no podía atreverse a firmar con nombre propio en una época misógina en que las palabras silencio y mujer eran sinónimos. Fue la primera mujer en autoafirmarse expresando y publicando su pensamiento incisivo y original en el Quito colonial del Siglo XVIII, mujer ilustrada, escritora y filósofa, respetada en su círculo intelectual por la originalidad de su pensamiento que la hacía mirar y diseccionar las cosas de una forma diferente tal como lo cuenta su historiador Carlos Paladines. Mujer oculta por el espeso manto del pensamiento tradicional y conservador del patriarcado que nunca la reconoció y que ahora a despecho la revela. ¿Cómo habrá sido mirada Manuela Espejo cuando alarmó a la sociedad de aquel tiempo desposando a un hombre al que ella le doblaba la edad? Es muy común aquello de “viejo verde”, pero “vieja verde” es menos usual… y más en aquella época en que para existir, la mujer tenía que pedir permiso. Manuela Espejo es recordada por los aportes que hizo a los precursores de la independencia, por apoyar y cuidar los trabajos e investigaciones de su esposo y su hermano más que por sus propias ideas; sin embargo los/las paleógrafos de la historia han escarbado su época y han encontrado su palabra asumida con entereza y rebeldía.
Manuela, defensora a ultranza de todas las libertades y de los desposeídos incluyendo los de su sexo, es hoy reconocida como la primera mujer periodista de la Real Audiencia de Quito, hoy llamado Ecuador.
Ella es un ejemplo de aquellas mujeres escritoras que se vieron obligadas a luchar contra sí mismas, contra su talento, escondiéndose tras seudónimos para poder sobrevivir al infierno de los prejuicios. Conocida por su gran solidaridad, hoy un programa de gobierno de apoyo a los discapacitados y un premio nacional de literatura del Municipio de Quito inmortalizan su nombre.
Manuela Espejo es una de las tres manuelas que reivindicamos en la historia del Ecuador, entre Manuela Sáenz y Manuela Cañizares aunque son muchas, entre ellas Manuela León la célebre capitana indígena del insurrecto Fernando Daquilema que lideró la rebelión de los indios; Manuela Garaicoa, la madre del héroe niño Abdón Calderón; y las tres rosas: Rosa Montúfar, Rosa Caicedo, Rosa Zarate, entre otras.
Manuela Sáenz, inmortalizada por la historia oficial como amante de Simón Bolívar, es una mujer de trascendencia continental más conocida por sus artes amatorias que por su calidad de política, estratega, ideóloga y heroína de la causa de la libertad. Ella luchó contra el poder realista y colonizador junto a Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, sirvió a la causa de la independencia como conspiradora y activista, incluso mucho antes de conocer a Bolívar; recorrió los campos de batalla como soldada y con su mismo brazo libertario salvó valientemente de las trampas de la muerte que tejieron sus enemigos al mismo Libertador, quien agradecido la bautizó con el título que pasaría a la historia: La libertadora del Libertador.
Fue nombrada por el Protector del Perú, José de San Martín, Caballeresa del Sol por sus servicios como militante de la causa patriótica, y coronela por el Mariscal Antonio José de Sucre quien sugirió a Bolívar este nombramiento por su servicio en la Batalla de Ayacucho, donde a su decir: “se batió a tiro limpio bajo el fuego enemigo”; fue admirada por pocos por su coraje, pero odiada por la sociedad de aquella época que no podía aceptar el carácter de una mujer que desafiaba todos los dogmas de la época, todas las estructuras que aún trastocan a moralistas y tragahostias.
Una mujer que deja voluntariamente a su acaudalado marido, por seguir la llama de la causa libertaria y del amor, es una mujer sumamente peligrosa, porque es coherente con sus ideas y sentimientos, aunque no lo sea con su clase y la sociedad; una mujer que contra todo pronóstico no se consideraba débil y no se amedrenta en desafiar públicamente a los enemigos de Bolívar, desestimando los consejos de éste (“No te pierdas ni me pierdas”, le implora Bolívar), que luchó por la integración sudamericana, que tuvo una clara conciencia americanista, comprometida con su época y el ideal de la independencia, que cuando la llamaban extranjera en Colombia proclamaba: “Mi patria es todo el continente americano. Nací bajo la línea ecuatorial”. Que repite junto a Bolívar su ardiente credo: “Nuestra patria es América”, que aboga por la unión como la única forma de ser fuertes y libres, se ha convertido en una auténtica profeta de la actual América Latina.
Esta mujer cuyo sino de hija ilegítima y de huérfana debe, sin duda, haber marcado su carácter y destino, criticó a la sociedad la hipocresía y prejuicios de las que hacía gala. “Ah, yo no vivo de las preocupaciones sociales inventadas para atormentarnos mutuamente”, le escribe a su marido, quien intenta advertirla de la proscripción social para que vuelva con él. La que así se expresaba no es una mujer del siglo XXI, sino una hija de la Ilustración, del siglo XVIII.
Esta mujer desafió una época sembrada de incordia contra las mujeres. Incordia que hizo que después de muerto Bolívar se la desterrara de Colombia, se le negara el acceso a su propia patria, Ecuador, de donde el presidente Vicente Rocafuerte la expulsó con esta sentencia: “por el carácter, talentos, vicios, ambición y prostitución de Manuela Sáenz, debe hacérsele salir del territorio ecuatoriano para evitar que reanime la llama revolucionaria”. Tal era el peligro que constituía para un gobierno una sola mujer.
Yo sostengo que Manuela Sáenz amaba en Bolívar más que al hombre a su ideal de libertad; más que al héroe, la causa americanista de la independencia; pues no hay otra razón para que ella mucho antes de conocerlo y aún después de la muerte de Bolívar, haya defendido con tanto fuego los ideales revolucionarios que representaba el libertador, aun a costa de su reputación y de su propia vida.
Y quién fue aquella otra Manuela, que en el rigor de la conspiración y en el tumulto de las dudas y vacilaciones que socavaba el corazón de los próceres cuando fraguaban la revolución del 10 de agosto de 1809 que convertiría a Quito, en luz de América, en “primogénita de la independencia”, como la llamara Bolívar, se atrevió a decir aquella frase que desataría la chispa del fuego de las revoluciones independistas de toda América: “Hombres cobardes, nacidos para la servidumbre, ¿de qué tenéis miedo? ¡No hay tiempo que perder!
No era el fusil, ni el puñal el que hablaba, no era la bota ni el aliento varonil del guerrero, era una mujer Manuela Cañizares, vecina quiteña, quien no permitió que se vaya por el abismo de las vacilaciones y los temores la determinación de liberar a la patria y con el poder de su palabra arrinconó a los timoratos y alentó a los desconfiados.
Hay palabras, hay frases que son tan arquetípicas, tan portadoras de símbolos y señales como cuando Dios dijo: “Hágase la luz.” Sin Manuela Cañizares, para los ecuatorianos, otra sería nuestra historia. Pero, como suele ocurrir, las osadas suelen pagar caro su atrevimiento, fue acusada de prostituta, perseguida y olvidada toda su vida, para recordar solo aquellas vibrantes palabras que han desafiado el tiempo y la memoria.
Hace más de 200 años estas estrellas solitarias abrieron el telón de la nueva historia del Ecuador, se adueñaron de una voz en los espacios vedados del pensamiento y de la política; se reinventaron en una época en que se pensaba como Voltaire que “Una mujer amablemente estúpida es una bendición del cielo”.
La vorágine de la república
Traigo a la memoria a estas mujeres porque a partir de aquí entramos en la vorágine de la fundación de la república, de los primeros presidentes conservadores que no hicieron más que acentuar el papel de subordinación y esclavitud de la mujer con las primeras constituciones. Y no solo de la mujer, sino también del indígena, de los afro-descendientes, de los montuvios, es decir de todos los marginados. De un mundo que se movía en el oscurantismo, en aquella niebla de las repeticiones. Ya lo había intuido el pueblo quiteño un día después de la Batalla del 24 de mayo de 1822 con el que se liberó nuestra patria de la dominación española, cuando de manera profética escribió en los muros de Quito: “Último día del despotismo y el primero de lo mismo”.
¿Qué hacía la mujer en estos primeros tiempos republicanos, qué pasaba con su voz, con su palabra; en donde estaba la huella de su quehacer político? (Continúa)
rmh/ab