Carlos Mesters, el biblista más popular de Brasil, señala que en el Antiguo Testamento hay dos decálogos: el de la Alianza y el de la Creación. El de la Alianza surgió primero, aunque el otro ya existía. Sucede que el pueblo hebreo, por no tomarse en serio el Decálogo de la Alianza, no tenía ojos para ver el Decálogo de la Creación.
A lo largo de los 400 años de monarquía en Israel (de 1000 a 600 a. C.), Javé, el dios liberador del Éxodo, fue reducido a un ídolo manipulado por los poderes civil y religioso para legitimar la corrupción y las ganancias de los reyes. Y nadie prestaba oídos a las denuncias de los profetas. Hasta que Nabucodonosor, el rey de Babilonia, invadió Palestina en 587 a. C. y destruyó Jerusalén.
La conmoción de la dominación y el exilio le abrió los ojos al pueblo hebreo e hizo que pudiera percibir el Decálogo de la Creación. “El ritmo de la naturaleza, del sol, de la lluvia, de las estrellas, de las plantas, revela el poder creador de Dios”, afirma Mesters. “¡Es la expresión de que el Dios Creador nos quiere bien, de la pura gratuidad! Es una certeza que no falla. Es la prueba de que Dios no rechazó a su pueblo. Nuestra debilidad puede llevarnos a romper con Dios (como de hecho ocurrió), pero Dios no rompe con nosotros, porque cada mañana, mediante la secuencia de los días y las noches, nos habla al corazón”.
La visión que tenemos del mundo interviene en nuestra visión de Dios, así como el modo en que concebimos a Dios influye en nuestra visión de la vida y el mundo. A lo largo de un milenio predominó en Occidente la cosmovisión de Ptolomeo, que consideraba que la Tierra era el centro del Universo. Eso favoreció la hegemonía espiritual, cultural y económica de la Iglesia, tenida por la fe como imagen de la Jerusalén celestial.
Con el advenimiento de la Edad Moderna, gracias a la nueva cosmovisión de Copérnico, más tarde completada por Galileo y Newton, se comprobó que la Tierra no es más que un pequeño planeta que, como mulata de escuela de samba, baila en torno a su propia cintura (24 horas, día y noche) y al maestre-sala, el sol (365 días, un año). El paradigma de la fe le cedió su lugar al de la razón, la religión a la ciencia, Dios al ser humano. Se pasó de la visión geocéntrica a la heliocéntrica, de la teocéntrica a la antropocéntrica.
Ahora la modernidad le cede su puesto a la posmodernidad. Una vez más, nuestra visión del Universo sufre radicales modificaciones. Newton le da paso a Einstein, y el advenimiento de la astrofísica y de la física cuántica nos obliga a encarar el Universo – y, por tanto, la idea de Dios– de manera diferente.
Si en la Edad Media Dios vivía “allá en lo alto”, y en la Edad Moderna “aquí abajo”, dentro del corazón humano, ahora entendemos mejor lo que el apóstol Pablo quiso decir al afirmar “Él no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos, como dijeron algunos de vuestros profetas: ‘Somos de la raza del propio Dios’” (Hechos de los Apóstoles, 17, 27-28).
La física cuántica, que penetra en la intimidad del átomo y describe la danza de las partículas subatómicas, nos enseña que toda la materia, en todo el Universo, no es sino energía condensada. En el interior del átomo, nuestra lógica cartesiana no funciona, porque allí predomina el principio de la indeterminación, o sea, no se puede prever con exactitud el movimiento de las partículas subatómicas. Esa imprevisibilidad solo predomina en dos instancias del Universo: en el interior del átomo y en la libertad humana.
¿Cómo modifica la física cuántica nuestra visión del Universo? Nos libra del concepto de Newton de que el Universo es un gran reloj fabricado por el Relojero divino, cuyo funcionamiento puede conocerse estudiando cada una de sus piezas. La física cuántica enseña que no existe el sujeto observador (el ser humano) frente al objeto observado (el Universo). Todo está íntimamente interconectado. El batir de las alas de una mariposa en Japón desencadena una tempestad en América del Sur… Nuestro modo de examinar las partículas que se mueven en el interior del átomo incide en su trayectoria… Todo lo que existe coexiste, subsiste y preexiste.
Hay una inseparable interacción entre el ser humano y la naturaleza. Lo que le hacemos a la Tierra provoca una reacción suya. No estamos por encima de ella, somos parte y resultado de ella; es la Pacha Mama, o como decían los antiguos griegos, Gaia, un ser vivo. Deberíamos mantener con ella una relación inteligente de sostenibilidad.
Este nuevo paradigma científico nos permite contemplar el Universo con nuevos ojos. No todo es Dios, pero Dios se revela en todo. Nuestra visión religiosa es ahora pananteista. No confundir con panteísta. El panteísmo dice que todas las cosas son Dios. El pananteismo, que Dios está en todas las cosas. “En Él vivimos, nos movemos y existimos”, como dijo Pablo. Y Jesús nos enseña que Dios es amor, esa energía que atrae todas las cosas, desde las moléculas que forman una piedra hasta las personas que comparten un proyecto de vida.
Como decía Teilhard de Chardin, en el amor todo converge, desde los átomos, las moléculas y las células que forman los tejidos y los órganos de nuestro cuerpo hasta las galaxias que se aglomeran múltiples en esta Casa Común que no llamamos Pluriverso, sino Universo.
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