Cabe reconocer que tuvo éxito la ultra derecha peruana cuando logró imponer en el escenario social el tema del Terrorismo y le adjudicó una cierta connotación ideológica y política.
Pudo, en efecto, fusionar el uso del terror como forma operativa, con el accionar Senderista y vincular a esta pequeña estructura surgida en Ayacucho a comienzo de los años 70, con los símbolos del Socialismo.
No le fue difícil, por cierto. Percibió la existencia de este núcleo en la Universidad de Huamanga, distinguió en él a un personaje ensoberbecido y fatuo al que convirtió en “La Cuarta Espada de la Revolución Mundial”; y, a partir de allí consumó acciones por doquier, que adjudicó- todas- a “Sendero Luminoso”.
Colocar banderas rojas y pintar la hoz y el martillo, fue más fácil. Lo necesitaba apenas para completar la faena.
Gracias a esa iniciativa, el país pudo hablar de un “conflicto armado interno” , de “columnas senderistas”, “organización terrorista” y hasta del “equilibrio estratégico”; como una manera de presentar ante la sociedad, un peligro descomunal, una amenaza gigantesca, que portaría el horror, la sangre y la muerte desparramada sobre el rostro de todos los peruanos.
Eso fue suficiente para desplegar una guerra de exterminio contra las poblaciones nativas. El que ella haya comenzado en los años 80, y comprometido a sucesivos gobiernos- Belaunde, García y Fujimori- no hace sino demostrar que la iniciativa vino desde más allá de las fronteras nacionales, y que respondió a una inteligencia mayor, a una estrategia de dominación más bien continental.
Cuando finalmente se conozcan “documentos desclasificados” que hoy se conservan en secreto por parte de Washington, podrá saberse el total de esta historia, se caerán algunas máscaras y desaparecerá el asombro. En otras palabras, se hará luz en lo que aún es un misterio.
La estrategia a la que aludimos se incubó años antes, cuando la prensa norteamericana comenzó a hablar de “el triángulo rojo de América Latina” que constituía una “amenaza para la democracia occidental y cristiana”, y al que había que quebrar a cualquier precio.
Derribar a Juan José Torres en el Altiplano, arrasar a Chile y matar a Salvador Allende, y desplazar del Poder a Velasco Alvarado fueron, todos, elementos de una misma fórmula, probablemente ideada por una dupla siniestra: Nixon-Kissinger.
Después de ella, asomaría el remedio: fascistizar a la Fuerza Armada de cada uno de estos países.
Fue ese el preludio de Banzer, Pinochet, Videla y Fujimori. El “triángulo rojo” se convirtió en una extraña figura geométrica más bien negra. El continente que era ya escenario de lucha contra el imperialismo, pasó a convertirse en un real campo de concentración con cementerio incluido.
Aquí, la bandera fue “la lucha contra el Terrorismo”. Su sólo enunciado permitió invadir y arrasar aldeas, saquear pueblos, robar a manos llenas, incendiar viviendas, violar mujeres, masacrar niños, asesinar pobladores, exterminar localidades.
Diversos nombres asomaron ante el estupor de millones de peruanos: Soccos, Accomarca, Llocllapampa, Santa Rosa, Pomatambo, Parcco Alto, Puccas, Huancapi, Cayara, para citar algunos.
No es casual que los expertos hayan concluido sus indagaciones aseverando que el 75 por ciento de las víctimas de esa violencia, fueron quechua hablantes, poblaciones rurales, pueblos originarios.
Tampoco, el hecho que aún existan 15 mil personas simplemente desaparecidas. Pareciera, sin embargo, que es insuficiente. Urge repetir la historia.
Hermann Luebe y otros estudiosos del tema, aseguran que para que prospere el accionar terrorista se requiere debilitar al extremo la estructura de la sociedad, descomponer la moral ciudadana, deslegitimar a las instituciones formales y castrar la capacidad operativa de los trabajadores.
Si más allá de las palabras, eso se hace como parte de una misma estrategia, y se añade el discurso de politiqueros extremistas y periodistas a sueldo se tiene la posibilidad real de hacer viable el mensaje del terror.
Diligente, el régimen hoy imperante en el Perú sueña con esa posibilidad. Lo hace, partiendo del caos social que se instaurara a partir del pasado 7 de diciembre, cuando un Golpe Seco derribó a Pedro Castillo y construyó un Poder Pentagónico basado en la alianza del Ejecutivo con el Congreso de la República, los Partidos de la ultra derecha, el empresariado, la cúpula castrense y la Prensa Grande.
Esa “alianza” es la que le otorga “punche” a Otárola para asegurar que “no les temblará la mano” para repetir la historia; es decir, matar otra vez.
Recientemente, y por iniciativa del Alcalde Metropolitano Rafael López Aliaga, el Municipio capitalino aprobó un “Proyecto de Ley”, que remitió al Legislativo.
Propone crear un nuevo delito: el “terrorismo urbano”. Y, claro, considera como parte de él a la protesta social, la perturbación del orden y el uso de implementos que causen lesiones– como palos o piedras- contra las “fuerzas del orden”.
Para los responsables o instigadores de estas acciones, propone penas que vayan desde los 20 hasta los 30 años de cárcel. Sin duda, lo que se busca, es sembrar el miedo.
Es claro, entonces, que “el terrorismo” del siglo pasado, está de vuelta. Por cierto, hicieron bien quienes apuntaron un “sesgo racista” registrado en las matanzas recientes. Pero en el caso, habrá de extenderse más.
Rmh/gem