Salí de Argentina hace más de 30 años. Fue un exilio voluntario, por diversas razones que no viene al caso explicar. En todo este tiempo solo una vez hice una corta visita; la vida y mis mediocridades me fueron llevando a alejarme cada vez más de mi país de origen, a punto que ya no pienso (ni podría) regresar. Lo observo desde lejos, y cada vez con más dolor.
Si bien suelo escribir algunas cosas por allí, prácticamente nunca lo hago sobre Argentina; no hago análisis político, ni social ni cultural ni de ningún tipo, del lugar donde nací, me crié y pasé las primeras décadas de mi vida. No me siento en condiciones de hacerlo, porque hablar a la distancia de algo que no se conoce en la cotidianeidad, que no se vive en el día a día, puede ser muy presuntuoso. Y seguramente: equivocado. Observo y conozco algo de todo lo que allí está pasando, pero no en sus mínimos detalles; de todos modos, eso es suficiente para decidirme hoy a expresar algo en relación al que fuera mi terruño (digo “al que fuera”, porque los años de distanciamiento ya no me permiten sentirlo como propio).
Me crié en una Argentina de relativa abundancia. Si bien nunca viví en la opulencia, como modesto miembro de la clase media urbana siempre estuve bien alimentado, habité en una casa decente con todos los servicios básicos, tuve oportunidad de educarme de un modo no especialmente malo (si mi formación es deficiente, ello debe achacarse solo a mi desidia), pude viajar al extranjero, no sufrí ningún vejamen de los que luego, dado mi peregrinar por allí, vi que es moneda corriente en muchos países. En mis años infantiles y juveniles el país, siendo siempre dependiente y sin alcanzar el desarrollo de las potencias del Norte -aunque buena parte de la idiosincrasia vernácula quería sentirse un símil de ellas, en versión latinoamericana europeizante- gozó de un cierto esplendor económico, así como científico- técnico y cultural. Mucha población argentina se ufanaba de producir el doble de su “competidor” más cercano: Brasil. Hoy la economía del país vecino supera a la argentina en una relación de tres a uno, si no más.
Todo esto sirve de introducción para entender lo que, con un humor ácido, el economista ruso-estadounidense Simon Kuznets, ganador del Premio Nobel de Economía en 1971, dijera alguna vez, manifestando que existen cuatro categorías de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. ¿Por qué estos dos últimos? El caso del país asiático, porque constituye un verdadero “milagro”: habiendo sido prácticamente destruido durante la Segunda Guerra Mundial -con el agregado de dos bombas atómicas sobre su población civil- en pocos años resurgió monumentalmente, transformándose en un par de décadas en una de las principales economías mundiales. El caso de Argentina, por el contrario, es también digno de estudio (la “paradoja” argentina, pudo llamársele): ¿cómo fue posible que una sociedad próspera, con elevados índices de lo que hoy llamaríamos “desarrollo humano”, con abundantes tierras fértiles, numerosos recursos hídricos, petróleo, un enorme litoral atlántico y un parque industrial considerable, que para la primera mitad del siglo XX tenía una pujanza mayor que Canadá, Australia o España, en unos años pudiera descender tanto, convirtiendo a uno de cada tres de sus habitantes en pobres? ¿Cómo fue posible eso? ¿Cómo se pudo llegar a esa patética realidad donde buena parte de su juventud piensa que la única salida que tiene el país… es Ezeiza? (el aeropuerto internacional).
Cuando alguna vez, para evidenciar esa caída ante ciudadanos latinoamericanos que me escuchaban, relaté el caso de saqueos a zoológicos que tuvieron lugar para que, hambrientos argentinos y argentinas pudieran comer algo de carne roja, fui tratado de mentiroso. La realidad, lamentablemente, no era un chiste o un cuento de ficción. No era una mentira: es lo que sucedió en el llamado -en otra época, claro está- “país de las vacas”.
¿Por qué sucedió todo esto? No es, en absoluto, esta dolida carta el lugar propicio para desarrollar explicaciones de fenómenos tan complejos. Sí puede afirmarse- creo que sin temor a equivocarme- que todo ello no es producto de los “malos gobiernos”. Esa es una falsa explicación, que más bien diría constituye un atentado a la inteligencia, una burla para que las masas- siempre manipuladas- hallen algún chivo expiatorio. El problema es estructural. No quiero extenderme sobre esto, ni me siento en condiciones de hacerlo con propiedad, pero habría que decir que los planes neoliberales que impusieron los capitales dominantes en la década de los 70/80 del pasado siglo (de Estados Unidos básicamente, secundados por sus socios menores de Europa Occidental) redujeron esa potencia regional que fuera a Argentina a un país solo agroexportador, empobrecido, maltrecho.
Recuerdo alguna vez haber participado en una reunión de algún organismo de esa falacia llamada “cooperación internacional” donde un funcionario de Washington decía, sin la más mínima vergüenza, que “Argentina consumía demasiado petróleo, por eso fue necesario detenerla. Preferimos que sea Brasil el parque industrial de Sudamérica, porque allí no hay tanta clase media que consuma”. Está claro que los presidentes de turno, cualquiera sea -incluido el peronismo- solo administran la economía, siempre a favor de los capitales. La mayor o menor corrupción que pueda haber es un dato marginal, casi anecdótico. No es eso la causa de nuestras penurias, en Argentina y en cualquier país del mundo.
Argentina, sin dudas, entró en una pendiente que, de momento, se ve imposible de remontar. Ahora tiene el perfil de cualquier país latinoamericano, de los que buena parte de esa clase media europeizada de antaño veía casi con desprecio. Niños hambrientos, gente pidiendo limosna y delincuencia desatada son producto de la recomposición global que trajo el neoliberalismo, con políticas que se fijan en Wall Street o en la Casa Blanca. No es la “casta política” la que produjo este desastre. Los políticos profesionales- muertos de hambre clasemedieros con ánimos arribistas- son iguales en todos lados: mentirosos de oficio que administran los negocios de los grandes, y a veces, dejando caer migajas al pobrerío.
El país vive un desastre. Un desastre mayúsculo que no parece tener vuelta atrás (por eso son pertinentes las palabras de Kuznets arriba citadas). La desesperación es mala consejera. “El sueño de la razón produce monstruos”, ilustró Goya. No se equivocaba. Hoy día la población argentina está desesperada, por eso puede buscar salidas milagrosas, que hacen pensar en la agobiada población alemana buscando refugio en el discurso de un mesías enloquecido en la década del 30 del siglo pasado. Si un desequilibrado que insulta desvergonzadamente en público a sus contrincantes puede ser un referente para la presidencia, amado e idolatrado, eso muestra que se ha ido para atrás. Del juicio a las Juntas militares a la apología de la ultraderecha payasesca.
Me duele cualquier injusticia y trato- en la medida de mis mediocres posibilidades- de enfrentarlas. Pero lo de Argentina me duele más. El lugar donde tenemos enterrado nuestro ombligo pesa. Argentina me pesa. Veo que los sueños de transformación revolucionaria con los ideales socialistas, de momento deben seguir esperando, porque ello no se lo ve muy cercano. El dolor de ver la caída de algo propio es muy amargo, mucho más que el mate. Las esperanzas no se pierden, pero…
rmh/mc