La “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia el 26 de agosto de 1789, fue un documento limitado a 17 artículos, cuya proclama central reconoció “los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Además, consideró: “La fuente de toda soberanía reside esencialmente en la nación”; “La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás”; “La ley es expresión de la voluntad de la comunidad”; “Todo hombre es considerado inocente hasta que ha sido declarado convicto”; “Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aún por sus ideas religiosas”.
Fruto del racionalismo y del pensamiento ilustrado, esa Declaración significó una revolución humana en la concepción sobre los derechos individuales. En la región que hoy llamamos América Latina, la primera traducción de aquel trascendental documento la hizo el bogotano Antonio Nariño en 1793, uno de los próceres de la independencia de la actual Colombia. También la Ilustración y los Derechos del Hombre guiaron los conceptos movilizadores de los criollos independentistas hispanoamericanos, convertidos en próceres y patriotas. Pero no siempre suele distinguirse que en los procesos independentistas, América Latina forjó dos principios de magnitud humana universal: la soberanía de los pueblos, de una parte y, de otra, la independencia, que son los conceptos que fundamentaron la lucha anticolonial y cuya vigencia se extiende hasta el presente.
Paradójicamente, los derechos individuales no fueron proclamados de una vez por todas al nacer las repúblicas latinoamericanas. Lo impidieron la dominación oligárquica, una democracia censitaria que excluyó del poder y de la ciudadanía a la gran mayoría de la población, la conservación de la esclavitud, la hegemonía política inicial de los conservadores aliados con la Iglesia católica y la larga vigencia de las economías precapitalistas, caracterizadas por el rentismo de élites primario-exportadoras. Todo ello explica que durante el siglo XIX correspondiera al liberalismo y sus partidarios la tarea histórica de implantar, en forma definitiva, los derechos individuales generales y, además, crearan las instituciones que los consagraron.
México es el país que mejor ejemplifica ese proceso con una sucesión de leyes: Ley Juárez (1855), Ley Lerdo (1856), Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos (1859), Ley de Registro Civil y de Matrimonio Civil (1859), Ley Sobre Libertad de Cultos (1860) y, sin duda, la Constitución laica de 1857 nacida con La Reforma.
En Ecuador, los derechos individuales fueron ampliamente consagrados por la Constitución de 1896 y, sobre todo en la magna Carta liberal de 1906. Gracias a la Revolución Liberal ecuatoriana (1895-1911) se consagró la educación pública laica, la separación de Estado e Iglesia, se implantó el registro civil (1900) y leyes de matrimonio civil y divorcio (1902).
Los derechos de primera generación, nacidos de la Revolución Francesa, reflejaron el ascenso de las burguesías en los países capitalistas centrales; sin embargo, inspiraron las conquistas logradas por los liberales en América Latina, que lucharon por décadas, contando con enorme apoyo popular. Sin embargo, la consecución de los derechos laborales, requirió, en cambio, de luchas permanentes de los trabajadores en la Europa del siglo XIX, así como en la América Latina del siglo XX. Esas luchas se dirigieron directamente contra las burguesías, que siempre se resistieron a su reconocimiento. Tomando en cuenta esa trayectoria, si bien se lograron algunas leyes aisladas sobre salarios o jornadas, fue la Constitución de México aprobada el 31 de enero de 1917 por el Congreso Constituyente de Querétaro y expedida por Venustiano Carranza el 5 de febrero, la que marcó el inicio del derecho social latinoamericano y sus principios se extendieron en la región al compás del desarrollo sindical y, además, por el influjo que adquirieron la Revolución Rusa de octubre 1917 y las ideas socialistas.
La Constitución mexicana dedicó un amplio y detallado título a los derechos laborales, reconociendo: salario mínimo, jornadas máximas, horas extras, limitaciones al trabajo femenino y de menores, maternidad, participación en utilidades, condiciones materiales del trabajo, equipamiento, accidentes y enfermedades profesionales, higiene y salubridad, sindicalismo, huelgas, indemnizaciones e incluso cajas de seguro populares.
La influencia de esa Constitución y además de la Revolución Rusa llegó tempranamente a Ecuador con la Revolución Juliana (1925-1931) y durante el gobierno de Isidro Ayora se expidió la Constitución de 1929, primera en proclamar derechos laborales, principios de reforma social, la función social de la propiedad y el reconocimiento del voto femenino. A menudo se ignora que los derechos laborales se implantaron en América Latina para favorecer y, sobre todo, proteger a seres humanos que, sin leyes laborales, estuvieron sujetos a salarios miserables y jornadas extenuantes. Además, ninguna legislación laboral ha impedido el desarrollo económico y peor aún el de las empresas. Lo que hicieron es impedir la explotación a los trabajadores y promover mejores condiciones de vida para ellos y sus familias.
Estos procesos sociales son los que ignoran o quieren desconocer los empresarios neoliberales, los políticos, académicos o profesionales que defienden sus intereses y últimamente los libertarios/anarco-capitalistas, cuya ignorancia sobre la historia económica de América Latina resulta alarmante.
Con la idea de promover la “libertad” de las empresas, del mercado y liquidar el Estado interventor, en toda la región avanzaron la flexiseguridad laboral y la precarización de las relaciones de trabajo. Pero el cuestionamiento a los derechos laborales conlleva al reconocimiento casi exclusivo de los derechos individuales de primera generación que nacieron con la Revolución Francesa. Es un retroceso histórico de siglos. Aún así, el libertarianismo desconoce la educación, la salud y la seguridad social públicas, que fueron conquistas liberales-radicales en varios países de América Latina.
Los ataques a los derechos laborales se han renovado con el argumento de su inevitable “modernización” ante el avance de nuevas relaciones con la robotización, la electrónica, el trabajo autónomo, la “uberización” o la migración permanente. Es un planteamiento que falsea las realidades, porque esos procesos son desafíos para avanzar en nuevos derechos laborales, sin necesidad de afectar los derechos históricos ya conseguidos. Y corresponde, ante todo, a las organizaciones de trabajadores la urgencia de modernizar su visión sobre el mundo laboral en América Latina, que exige no solo contemplar a los sectores vinculados al sindicalismo tradicional, sino lograr incorporar a la tan variada gama de trabajadores de clases medias y populares, que forman parte de los trabajadores asalariados tanto del sector privado como del público.
rmh/ jjpmc