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sábado 27 de abril de 2024

La vorágine, espejo y alegoría de Colombia

Desde el mismo momento en que apareció hace 100 años la edición inicial de La vorágine en los talleres de Cromos de la ciudad de Bogotá, los lectores no pudieron escapar al impacto de las primeras líneas con que José Eustasio Rivera dio comienzo a su esplendente e intrincada novela, sin asociarla con la realidad de un país que luchaba por romper esa dura costra feudal que la condenaba al atraso, a la desigualdad social y al coloniaje mental y económico durante siglos:

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.

Realidad, designio, premonición, esta primera frase ha terminado por convertirse en una amarga alegoría de Colombia y, sin embargo, en medio de tanta barbarie consumada a lo largo de los tiempos, aún persiste en cada alma el afán por alcanzar la conquista individual o colectiva de los deliquios embriagadores del amor junto con otros ideales que por fin nos pudieran librar de tanta manigua devoradora de alegrías y esperanzas.

Después de la publicación de María en 1867- escrita por Jorge Isaacs, un brillante explorador y hacedor de progreso, que en vano intentó mediante una revolución radical en Antioquia redimir al país de tanta dominación ultramontana-, la aparición de La vorágine marcó un segundo hito (el tercero sería Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, publicada 100 años después de la romántica epopeya de Isaacs), que elevaría a dimensiones universales la tragicómica historia de una Colombia que en su diario vivir no termina por encontrar los fértiles y luminosos caminos de su emancipación social definitiva.

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El hecho de que se celebre con todas las pompas y delirios bibliográficos este acontecimiento es la mejor contribución al frenesí profuso, creciente y exultante con el que millares de lectores hispanoparlantes estamos celebrando el centenario de la primera edición de La vorágine de José Eustasio Rivera.

En 1924, la aparición de esta epopeya de los llanos y la selva amazónica, fue como una explosión inusitada que irradiaba las más diversas emociones y fantasías multicolores en las mentes de los desprevenidos lectores colombianos que de esa fulgurante manera descubrían el alma profunda del infierno verde que para muchos parecía más un territorio de leyendas que una realidad geográfica adyacente.

Y es que desde entonces, la prodigiosa pluma de Rivera nos ha llevado de la mano, de manera inequívoca, a través de la narración del impulsivo Arturo Cova- un poeta del Tolima, emocional y pendenciero, mujeriego y fanático de las causas justas, que huye de la ciudad en compañía de su amada Alicia, quien a su vez encuentra en los planes de Arturo la oportunidad de escapar a una unión matrimonial infeliz impuesta por sus padres-, hacia regiones ignotas donde la maraña de la naturaleza se confunde con los más contradictorios conflictos pasionales, en medio de los más crueles episodios de la explotación del caucho con innumerables víctimas de esa codicia demoníaca, el vértigo de las furias y las penas y la permanente pesadilla, embrujadora y borrascosa a un mismo tiempo, en el diario vivir, compartiendo con pervertidas criaturas humanas llenas de ambiciones, combates interiores, pasiones y tristezas, que sobreviven entre el silencio profundo de la selva “como un agujero en la eternidad”.

La vorágine, aparte de Arturo y Alicia, está poblada de seres alucinantes, intrépidos y desaprensivos, que transitan su propia novela individual, como Griselda, patrona de La Maporita, quien será amante secreta de Arturo Cova; Fidel Franco, marido de Griselda, rudo, enérgico y vengativo, pero cómplice y amigo de Arturo; Narciso Barrera, cauchero amoral y arrogante, explotador inmisericorde de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las razas, blanco de los celos de Arturo, quien resulta herido por el déspota, pero a quien atiende Clarita, la muñeca sexual que sueña con volver a su tierra venezolana y pedir perdón a sus padres; Clemente Silva, anciano lleno de ternura y de sarna, que se convierte en cauchero con el fin de rescatar a Lucianito, su hijo, quien siendo muy niño se había ido con aquellos aventureros, pero al que después de una década, sólo puede encontrar sus carcomidos huesos; Zoraida Ayram, La Madona, audaz comerciante del Amazonas, a la que Arturo Cova ve como a un marimacho sin escrúpulos, y muchos otros- y otras-, figuras que se confunden con la misma insondable selva, entre peligrosas contingencias vitales, excesos poéticos barrocos, pero sobre todo, con la refulgencia mágica de una prosa lírica que hace que la indomable jungla los devore sin subterfugio alguno para instaurarse en la eternidad inmarcesible de la Poesía y la Belleza.

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La parábola vital de Rivera fue breve. Cuarenta años fue la suma de la travesía terrestre de este titán entrañable, nacido en San Mateo (Huila) en 1888, de familia de políticos y trabajadores del campo, de gentes sencillas y honorables, quien no tardó en viajar a la capital de la República donde se graduó de maestro normalista en 1909 y abogado en 1917.

Fue político y funcionario público. Hizo parte de expediciones oficiales para verificar las condiciones de trabajo en las empresas petroleras del Río Magdalena y más tarde, de los obreros caucheros en la selva amazónica del país. Fue miembro de la comisión de límites con Venezuela y Brasil, y como tal recorrió los parajes de la Orinoquía donde contrajo graves enfermedades tropicales. Durante su convalecencia en Orocué, Sogamoso y Duitama (Boyacá), escribió su monumental novela, la cual publicó en 1924 y cuyo éxito fue inmediato. A comienzos de 1928 viajó a Nueva York, ciudad donde murió en diciembre de ese año, en vísperas de su regreso al país, con la novela traducida al inglés y obsedido con proyectos literarios y cinematográficos.

Y no es más. Pero detrás de esta sintética ficha biográfica, se nos revela que hubo una vez un hombre que se llamó José Eustasio Rivera, quien siendo un descollante abogado vivió esencialmente para ser un poeta, y quien se convirtió en un épico fundacional al escribir en su novela La vorágine la más completa, hermosa y trágica alegoría de Colombia.

rmh/jldg

Jose Luis Díaz-Granados

José Luis Díaz-Granados Nació en Santa Marta, Colombia, en 1946. Poeta, novelista, periodista y profesor universitario. Comentarista bibliográfico de Lecturas Dominicales de El Tiempo (1979-2000). Ha sido: presidente de la Casa Colombiana de Solidaridad con los Pueblos (1992-2000); presidente de la Unión Nacional de Escritores (UNE) (1996-1997); colaborador de Radio Habana Cuba y Prensa Latina (2000-2005); jurado de Novela del Premio Casa de las Américas (La Habana, 2001); profesor de la Universidad Javeriana de Bogotá (2005-2006); miembro del Consejo Nacional de Cultura y delegado del Ministro ante dicho organismo (2013-2015). Viajó por la URSS, Europa Oriental y Cuba. Presentador del programa de TV Ventana al Libro (1993-1997). Premio de Poesía “Carabela” (Barcelona, España, 1968); Su novela Las puertas del infierno (1985) fue finalista del Premio "Rómulo Gallegos" (1987). Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” (Mejor entrevista en prensa) (Bogotá, Colombia, 1990). Leer más... Medalla de la Amistad del Consejo de Estado de Cuba (2001), Medalla de Honor Presidencial “Centenario Pablo Neruda” (Gobierno de Chile, 2004), Mención de Honoris Causa de la Universidad La Gran Colombia (Bogotá, Colombia, 2006), Embajador de la Paz (París/Ginebra, 2008). Libros de poesía: El laberinto (1968-1984), La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003), El laberinto: antología poética, 1968-2008 (Fondo de Cultura Económica, 2014), Poesía completa (3 tomos, 2015). Su obra narrativa está reunida en los volúmenes: Los papeles de Dionisio. Cuentos, 1968-2012 (2015) y Las puertas del infierno y otras novelas (2015). Otros libros: Las mil caras de la URSS (1987), La muñeca nocturna (1996), Cuentos y leyendas de Colombia, 1999), El otro Pablo Neruda (2003), Gabo en mi memoria (2013) y El escritor y sus demonios (2015).

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