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jueves 21 de noviembre de 2024

Sobrevivo hace ocho décadas

Cumplo 80 años en el segundo semestre. Me sorprende, Porque varias veces tuve la muerte cerca, como una trampilla que se abría inesperadamente bajo mis pies. A los 11 años caí entre las ruedas trasera y delantera de un camión de cuya carrocería me había colgado para subir por la avenida BR 3 en Belo Horizonte. Por poco me aplasta.

A los 13 quedé atrapado entre el tranvía en que viajaba y la carrocería de un camión que descargaba bebidas en un bar de la calle Siqueira Campos, en Rio. Yo estaba en el estribo regresando de la playa. Me quedaron algunas cicatrices. A los 15, en Belo Horizonte, salí volando de un carro conducido por Toninho da Mata, quien más tarde llegaría a ser un astro del automovilismo.

A los 20, en Rio, me golpearon violentamente agentes del tristemente célebre Cenimar, el Centro de Informaciones de la Marina, hoy Centro de Inteligencia de la Marina. Me habían confundido con Betinho, quien más tarde fundaría la Acción de la Ciudadanía contra el Hambre. Me confié a Dios, entre otras cosas por falta de alternativas.

A los 25, en Porto Alegre, caí de nuevo en manos de los verdugos de la dictadura militar. Esperé lo peor. Sobreviví a la fase inicial, pero me preparé psicológicamente para un destino trágico. Meses después, los guardias del Presidio Tiradentes, en Sao Paulo, apuntaban con sus fusiles a los presos políticos cuando se producía el secuestro de diplomáticos. Todos nuestros contactos con el exterior eran cancelados, incluso las visitas de los abogados. La palabra fusilamiento resonaba de modo recurrente.

Transferido para una cárcel de presos comunes a mitad de los cuatro años que pasé tras las rejas, admití que cuchillos y estiletes podrían amenazarme con fines de abuso o extorsión. Me salvó la fama de “terrorista”. El vocablo se les subió a los compañeros a la cabeza y comencé a ser respetado como un capo de la mafia. Me tenían más miedo a mí que yo a ellos.

A los 40, una cartomántica (sí, soy religiosamente sincrético, entre otras cosas porque Dios no tiene religión) previó que moriría a los 57. Y ya han transcurrido 23 años de sobrevivencia.

Ahora, a punto de cumplir 80, sigo en plenas actividades. Sí, en plural, porque se multiplican: asesorías que implican frecuentes viajes, conferencias, literatura, trabajo pastoral; y los imprevistos, que no son pocos.

Aunque la cabeza sigue relativamente bien (el adverbio se debe a la afirmación de Fernando Sabino: “el minero nace loco; después, empeora”) el cuerpo tiene sus quebrantos. La vida se divide en dos fases: la de la heladería y la de la farmacia. Soy cliente de las segundas, inscrito en todas ellas. Pero observo algunos hábitos necesarios para conservar la salud: meditación, gimnasia, moderación en la comida y la bebida, buenas amistades, buen humor y, sobre todo, no darle importancia a lo que no la tiene. El secreto de la felicidad está en el no apegarse a las cosas. Al dinero, al poder y, lo más difícil, a uno mismo.

Como hijo de la generación analógica, soy un semianalfabeto digital. Las redes me asfixian. Me dan la sensación de una enorme pérdida de tiempo. Prefiero no cambiar camino por vereda. Ando grávido de una biblioteca y necesito tiempo para ordenar todos esos potenciales libros como obras reales en los libreros de mi colección.

La vida es corta, ya decían los latinos, pero conviene no acortarla todavía más ahogado en el pantano de los lamentos o absorbido por el vacío de la ociosidad.

rmh/fb

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